¿Tú eres Jesús?

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¿Tú eres Jesús?
Clifford Goldstein

Después de una convención en una ciudad extranjera, un grupo de seis ejecutivos norteamericanos de altos vuelos corrían por un aeropuerto para tomar un avión de vuelta a casa. Súbitamente uno de ellos, sin querer, tropezó con el borde de una mesa cargada de manzanas, las cuales cayeron y se desparramaron por el suelo. El hombre que golpeó la mesa lanzó una mirada al desastre producido tras él, pero, pendiente del reloj, no dejó de correr. Los otros, ni se volvieron.
Excepto uno. Deteniéndose, miró hacia el caos producido y luego hacia las figuras de sus compañeros, que se empequeñecían en la distancia. Cuando éstos se dieron cuenta de que él ya no estaba con ellos, se pararon y volvieron la cabeza, mirándole como si estuvieran pensando: ¿Qué estás haciendo? ¡Tenemos un avión que tomar! Leyendo sus gestos, el otro respondió: «Seguid adelante. Ya os veré el lunes en Estados Unidos».
Vacilando, le miraron y luego, encogiéndose de hombros, desaparecieron. Una vez que se marcharon, él observó a la muchacha cuyo puesto de manzanas se había venido abajo. Llevaba gafas con lentes tan gruesos como fondos de vaso, y sus ojos, con el tamaño distorsionado por el sucio y rayado cristal, se llenaban de lágrimas mientras buscaba a tientas sus mercancías. Casi necesitaba tener una manzana rozándole el rostro para que pudiera verla.
El ejecutivo le dijo que se calmara, que él recogería todas las manzanas. Ella le miró, con los ojos llenos de asombro y dolor. El no estaba seguro de si ella podía distinguirle claramente. Tras levantar el mostrador, el hombre reunió las manzanas y las puso de nuevo en su sitio. Las que estaban demasiado estropeadas para la venta, las tiraba a un cubo de basura. Concluido todo esto, sacó su cartera y le entregó a la chica cien dólares, diciéndole que eran por los daños y problemas que le habían causado. Ella apretó el dinero en su mano, sujetando los billetes ante sus ojos, y dando la impresión de que no podía creer lo que apenas podía ver.
—Bueno -dijo él—, tengo que irme. Espero que todo esté bien ahora.
Ella, retirando el dinero de sus ojos, se esforzaba por verle. Tampoco ahora estaba él completamente seguro de si ella le veía.
—¿Está todo bien ahora? —preguntó          
Ella apretó el dinero más fuerte.       
—Tengo que irme.
Ella asintió con la cabeza y, cuando él se marchaba, le llamó:
—Por favor…
Él se volvió y respondió:
—¿Sí?
—¿Tú eres Jesús?
Restauración
No, él no era Jesús, ni mucho menos. Pero la ingenua pregunta de ella revelaba una verdad importante sobre Jesús. A lo largo de todo este libro hemos analizado asuntos tales como el sentido de la vida, la cruz, el conflicto cósmico entre Cristo y Satanás, el plan de salva­ción, la esperanza de la Segunda Venida y la promesa de eternidad en un mundo nuevo (pues el mundo presente, por mucho que nos esforcemos o por buenas que sean nuestras intenciones, sólo nos garantiza una cosa: la muerte).
Sin embargo, ser un seguidor de Jesús no es sólo algo relativo a la esperanza de algo más allá de esta vida. Ciertamente, el cristianismo nada significaría si no hubiera esperanza después de nuestra actual existencia. Pero ser un seguidor de Jesús tampoco significa nada si eso no cambia nuestras vidas aquí.
«He venido», dijo Jesús, «para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10), y eso no es sólo para la vida eterna, sino para nuestra vida presente. Jesús quiere que vivamos más abundantemente ahora. Anhela darnos un anticipo de lo que algún día tendremos, aunque entonces será infinitamente mejor y por toda la eternidad.
El plan de salvación es restauración. Dios quiere llevarnos de nue­vo a lo que originalmente íbamos a ser, y quiere hacerlo, ya ahora, hasta el grado en que sea posible. Y la buena noticia es que no te­nemos que esperar a la Segunda Venida para que esa restauración comience. Comienza cuando aceptamos a Jesús. Una nueva vida se inicia para nosotros en ese momento. Es un cambio, un proceso, que se abre aquí y ahora y que se completará cuando Cristo vuelva.
No es una restauración física, aunque ésta puede ser parte de él, pues Dios es un Señor sanador, aun cuando la plena y completa transformación física sólo ocurrirá en la segunda venida de Jesús y la resurrección. Entonces, y sólo entonces, el daño físico causado por el pecado en nuestra carne será absolutamente borrado.
En lugar de ello, la presente restauración es moral. Por ser de naturaleza espiritual y transformadora del carácter, mejora enor­memente la calidad de nuestras vidas mientras nos prepara para la vida en un cielo nuevo y una tierra nueva. Aunque hemos nacido, nos hemos criado y alimentado en un mundo que hiede a violencia, odio, lujuria, codicia y pecado, aún podemos iniciar el proceso de obtener la nacionalidad en otro mundo en el que no existe ninguna de estas cosas.
Experimento mental
Los científicos a menudo realizan experimentos mentales, en los que imaginan situaciones que no resulta fácil o práctico (re)crear. Probemos a hacer uno.
Imaginemos este mundo, sólo que en lugar de que la codicia, el orgullo, el prejuicio, la avaricia, la venganza, la inmoralidad sexual, la violencia y el error sean la norma en él, lo sean las vir­tudes cristianas del perdón, la compasión, el amor y la negación de uno mismo.
¿Sería muy diferente ese mundo de éste en el que vivimos? ¿En cuál preferirías vivir: en el del experimento, o en el de la realidad? ¿Preferirías criar a tus hijos en el mundo en el que rigen los valores cristianos, o en el dominado por la codicia, la lujuria, la violencia y el orgullo?
La respuesta es obvia. Dios nos ha dado un código moral, un estándar de cómo vivir, no para hacer nuestras vidas más mise­rables, sino mejores. Hace miles de años le dijo al antiguo Israel que guardase «los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescribo hoy, para que tengas prosperidad» (Deuteronomio 10:13). ¿Para el bien de quién? Para el de ellos, y para el de todos aquéllos que honrasen la ley.
Hoy ocurre igual. Dios quiere darnos una vida mejor aquí. Anhela ahorrarnos todo el sufrimiento que nuestros pecados traen sobre nosotros y los demás. Pero sólo puede hacerlo si obedecemos su ley, especialmente su núcleo, los Diez Mandamientos. La ley de Dios no puede sernos de utilidad alguna si la ignoramos, igual que la legislación contra la conducción bajo los efectos del alcohol sólo puede proteger de ésta a las personas si la cumplen.
El Factor Morfina
Por eso nos ha dado Dios su ley moral, sus Diez Mandamientos. Si son observados, levantan un muro de protección, un límite que nos protege de gran parte del dolor y el sufrimiento que trae violar­los. La ley de Dios no es para oprimirnos, es para liberarnos de las horribles consecuencias que inevitablemente causa el pecado.
Como ya hemos visto antes, sólo la justicia de Jesucristo —forjada en su vida perfecta, y que él nos ofrece como un regalo— puede traer­nos la salvación. Pero el hecho de que seamos salvados por guardar la ley de Dios no significa que Dios ya no nos mande obedecerla. La muerte de Jesús en la cruz probó la perpetuidad e inmutabilidad de la ley porque si la ley pudiera haber sido cambiada para adaptarse a nuestra condición caída, entonces él no habría tenido que morir por nosotros. Podía, simplemente, haberla cambiado en vez de sa­crificarse él mismo por causa de nuestra violación de la ley. La cruz es la más grande prueba de la validez de los Diez Mandamientos, razón por la cual el Nuevo Testamento deja claro que hemos de seguir guardándolos.
La morfina no puede salvar la vida de un paciente moribundo, pero seguramente puede hacer que la existencia de esa persona sea mejor mientras tanto. Guardar la ley no nos salvará del pecado, pero puede hacer que nuestra vida en este mundo pecaminoso sea una experiencia mucho menos dolorosa. Por eso Dios nos llama a obedecer su Ley: por nuestro bien. La obediencia no garantiza que el dolor y el sufrimiento dejarán de venir hasta nosotros o hasta nuestros seres queridos; sólo asegura que sea menos probable que nos causemos ese sufrimiento a nosotros mismos.
El dios de los labios pálidos
Una explosión en un tren de Corea del Norte había dejado más de 160 personas muertas. La agencia de noticias norcoreana que informó del asunto habló de los heroicos esfuerzos de algunos ciu­dadanos que arriesgaron, e incluso perdieron en algunos casos, sus vidas intentando salvar de los edificios en llamas [de los alrededores] los retratos del líder de Corea del Norte Kim Jong-il y de su padre, ya fallecido, Kim Il Sung.
«Al oír el sonido de la fuerte explosión en su camino a casa para comer, Choe Yong-il y Jon Tong-sik, trabajadores de la Tienda Provincial de Aprovisionamiento, corrieron de regreso a la tienda. Allí quedaron en­terrados bajo el edificio al hundirse éste, sufriendo una muerte heroica al intentar sacar los retratos del presidente Kim II Sung y del líder Kim Jong-il. […]
»La profesora Han Jong-suk, de 56 años, también respiró por última vez mientras transportaba retratos contra su pecho. […]
»Tan noble acción fue igualmente llevada a cabo por el jefe de la enfer­mería provincial Pak Sun-mi y siete enfermeras […]. Muchas personas de los alrededores evacuaron retratos antes de buscar a sus familiares o de salvar sus bienes domésticos».
Hay algo innato en los seres humanos, algo quizá originalmente programado en nosotros pero dañado en la Caída, que nos hace querer adorar algo, cualquier cosa. Y «cualquier cosa» significa justo eso, desde toros y ranas hasta estrellas de pop; desde emperadores romanos hasta dictadores coreanos; desde el sol y la luna hasta el dinero, la fama, el poder e incluso nosotros mismos. Adoramos aquello para lo que vivimos, aquello que creemos que es importante, lo que pensamos que da sentido a nuestras vidas. Y adoramos lo que consideramos «divino», aun cuando lo que estimamos divino no sea necesariamente una divinidad. Por el contrario, demasiado a menu­do los humanos adoran a los dioses que ellos mismos se fabrican, dioses incapaces de responder a las más profundas necesidades de esta vida, y no digamos de ofrecernos algo para la próxima.
Ningún otro dios
Quizá por eso el primer mandamiento dice simplemente: «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éxodo 20: 3). No hay, de hecho, otros dioses en absoluto, excepto aquéllos que son fruto de nuestra propia concepción. El Señor, quien nos creó, es el único que merece adoración. Desde las plantas unicelulares hasta los tendones que mantienen juntos nuestros huesos, todo viene de él, y porque él quiere que conozcamos esta verdad nos dio este mandamiento justo al principio, como fundamento de todo lo que sigue.
El escritor y filósofo Bertrand Russell pasó tiempo en la cárcel por su oposición a la Primera Guerra Mundial. Su carcelero, dándole algo de conversación, le preguntó a Russell de qué religión era.
—Soy agnóstico —replicó Bertrand.
No siendo precisamente la más culta de las personas, el carcelero le miró por el rabillo del ojo al principio y luego su rostro se iluminó, replicando:
—Bueno, hay muchas religiones, pero supongo que todos adora­mos al mismo Dios, ¿no es cierto?
No, no lo es. Hay un solo Dios, la Divinidad que creó el mundo, y por ser el Creador, tiene derecho a ser el primero en nuestras vi­das. Por esa razón, cuando se le preguntó acerca del mayor manda­miento, Jesús dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento» (Mateo 22:37-38). Y, ¿cómo puedes hacer eso si hay algún otro «dios» antes que él?
Fíjate, además, en que Jesús dijo que era «el primer […] man­damiento». Pero, ¿no dice el primer mandamiento: «No tendrás dioses ajenos delante de mí»? He ahí la cuestión, justamente. Jesús está, básicamente, interpretando el primer mandamiento; y dice que significa que amarás al Señor con todo lo que tienes porque todo lo que tienes ha venido de él.
Nada de imágenes talladas
Directamente vinculado al primer mandamiento está el segundo: «No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás, porque yo soy Jehová, tú que lo echemos todo a perder en cosas vanas, inútiles y vacías que no pueden darnos lo único que todo ser humano necesita: la seguridad de que la muerte no tiene por qué ser para siempre.
En vano
El Talmud, un antiguo comentario judío de la Biblia, cuenta que un hombre se colaba por la noche en el granero de su vecino para robarle trigo. Lo llevaba a casa, lo molía para hacer harina, la cual cocía al horno para hacer pan, y luego, sentado para comer, elevaba su voz en oración y pronunciaba una bendición sobre el pan. Tal hombre, dice el Talmud, no bendice sino que blasfema.
El predicador cristiano Tony Campolo contó que fue atracado a punta de pistola. Después de que el ladrón se llevó su cartera, preguntó a su víctima:
—¿En qué trabaja usted?
—Soy pastor bautista.
—Oh —respondió el ladrón—, ¿es usted bautista? Yo también.
En cada caso, ¿qué mandamiento violaron estos individuos? Fue el tercero, que dice: «No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano, porque no dará por inocente Jehová al que tome su nombre en vano» (Éxodo 20:7). Aunque, sin duda, el mandamiento nos advierte frente al uso del nombre de Dios en una maldición, su alcance es muchísimo más amplio.
Hallamos la clave para entender el mandamiento en la palabra hebrea para «vano», que básicamente significa «nada», «vanidad», «vacío», «sin valor». Lo que está diciendo, entonces, es que no ha de tomarse el nombre de Dios a la ligera. No uses o profeses su nombre a menos que lo hagas en serio. Podríamos quizá expresar el mandamiento así: «No seas un hipócrita religioso».
Aunque la hipocresía ya es lo bastante mala, la hipocresía reli­giosa es incluso peor; es por esa razón, sin duda, que Jesús dirigió sus palabras más duras, no a los adúlteros (ver Juan 8:1-11), ni a los fornicarios (Juan 4:2-42), ni a los ladrones (Lucas 23:39-43), ni siquiera a los asesinos (Hechos 9:4-6), sino a aquéllos que en­cubrieron su maldad bajo el manto de la piedad y la religiosidad formales.
Jesús condenó a quienes tomaban su nombre en vano esquil­mando a las viudas mientras cubrían su latrocinio bajo un bar­niz de largas oraciones, o a quienes realizaban ritos religiosos para aparentar ser más piadosos a la vez que descuidaban la bondad, la misericordia y la compasión. Reprobó duramente su obsesión por la limpieza ritual externa que acompañaba las leyes dietéticas judías, mientras sus mentes y corazones estaban llenos de codicia y autocomplacencia. Todos ellos, en el fondo, estaban violando el tercer mandamiento.
Piensa en cómo serían las cosas si todos los que se proclamasen se­guidores de Cristo vivieran a la altura de los principios que él enseñó. Imagínate cuánto mejores serían nuestros hogares, nuestros matri­monios y las relaciones con nuestros hijos, compañeros y amigos si quienes llevasen el nombre del Señor no lo hicieran en vano.
Durante el verano de 2006, en el estado norteamericano de Pennsylvania, un pistolero entró en una escuela de los amish, hizo salir a todos excepto a las chicas y procedió a asesinar a cada una de ellas. [Después se suicidó]. La noticia de esas niñas con vestidos largos y gorritos, asesinadas a sangre fría, impactó profundamente a todo el mundo en todas partes.
Sin embargo, todo el mundo en todas partes pudo también recibir una poderosa lección de lo que significa el tercer man­damiento. Los propios amish-, llorando por sus niñas muertas, hicieron un llamamiento a perdonar al pistolero. El abuelo de una de las niñas asesinadas dijo ante su féretro: «Estamos enseñando a nuestros jóvenes a no pensar mal de este hombre». Algunos amish, incluso, asistieron al funeral del asesino, y otros tendieron la mano a la esposa y al resto de la familia del asesino, ofreciéndoles ayuda y apoyo.
Viviríamos en un mundo muy diferente si todos los que reivin­dican el nombre del Señor anduviesen a la altura del mismo. Y la buena noticia es que no tenemos que esperar a que los demás, ni si­quiera otros profesos cristianos, empiecen a hacerlo. Podemos pedir a Cristo que entre en nuestros corazones, abrirnos a él, y permitir que su santidad se desarrolle en nosotros desde ahora mismo. Quizá tú no puedas cambiar el mundo, pero puedes tomar la decisión de ser cambiado tú mismo, una transformación que Dios efectuará en nuestras vidas si se lo permitimos, a fin de hacerlas mejores aquí y ahora. Por eso Dios nos ha dado su ley, para hacer progresar nues­tras vidas, y pocas cosas podrían ser más útiles para este fin que comprometernos con el tercer mandamiento.
9’6 mach
El nuevo récord mundial para aviones de reacción es el scramjet X-43A de la NASA, capaz de atronar el cielo a una velocidad super­sónica de 9’6 mach, equivalente a casi 7.000 millas por hora (unos 11.760 km/hora). Aunque sea como un gusano en comparación con el X-43A, el récord de velocidad en tierra lo estableció en 1997 un automóvil, el Thrust SCC de propulsión a chorro, que ahumó uno de los desiertos de Nevada a 760 millas por hora (unos 1.223 km/h). Y si Colón hubiera tenido una nave como la que estableció el ré­cord mundial para un barco (317 millas por hora, unos 510 km/h), Estados Unidos podría haber celebrado ya su tricentenario.
Sin duda, vamos cada vez más rápidos todo el tiempo. Con una simple pulsación en un teléfono móvil (celular) o con el click de un ratón informático podemos hacer lo que en otro tiempo nos llevaba semanas, meses o incluso más tiempo. Hace 25 años los científi­cos estaban asombrados de que una enorme computadora pudiera procesar mil millones de unidades de información por segundo (un gigahercio), la velocidad del portátil promedio en nuestros días. En pocos años, ni mil millones ni mil quinientos millones de cálculos por segundo supondrán un ritmo lo bastante rápido para ejecutar la mayoría de los programas. Algunos ordenadores computan ahora en teraflops (un billón de cálculos por segundo). Finalmente, las veloci­dades de las unidades de proceso medidas en gigahercios quedarán tan anticuadas como las impresoras matriciales.
Y aunque nos movemos a velocidades que nuestros antepasados habrían considerado milagrosas, incluso sobrenaturales, la mayor parte de la gente se queja de la misma cosa, a saber: le falta tiempo. Llegamos a estar agobiados y exhaustos, pues sea lo que sea lo que hagamos y lo rápido que lo hagamos, dónde vayamos y lo poco que tardemos en llegar, siempre quedan más cosas que hacer y más sitios adonde ir, y no hay minutos suficientes para cumplir con todo. Si los días fueran de 36 horas no habría diferencia: necesitaríamos aún más. El tiempo es un tirano que exige todo lo que tenemos y nunca tenemos bastante.
Resulta fascinante, entonces, que hace miles de años el Señor le diera a la humanidad un mandamiento pensado para protegernos de la tiranía destiempo. Dios apartó un refugio inexpugnable e indestructible frente a las silenciosas pero insaciables exigencias del tiempo, que nos atrapa en su devenir inexorable. Llamado «sábado», tiene su origen en la propia fundación del mundo, siendo parte de la Creación original; es algo tan primitivo y básico como el tiempo mismo, del cual es parte.
El mandamiento del sábado
Según el relato de la creación del Génesis, Dios formó la tierra y el cielo, y todo lo que hay, en seis días. Pero, ¿qué pasó después?
«Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos. El séptimo día concluyó Dios la obra que hizo, y reposó el séptimo día de todo cuanto había hecho. Entonces bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación» (Génesis 2:1-3).
Fíjate en varios detalles:
Dios bendijo y santificó el séptimo día antes de la irrupción del pecado, de la caída de Adán y Eva. El séptimo día, tiempo sagra­do y santo, procede entonces de una época perfecta. Por tanto, los intentos de vincularlo exclusivamente con los tipos, símbolos y festividades (del Antiguo Testamento) que señalaban a Jesús resultan fallidos, pues tales cosas fueron establecidas después de la entrada del pecado.
Aún es más obvio notar que el séptimo día, como día santo, precedió a la nación judía en miles de años. La idea del sábado como séptimo día exclusivamente judío es falsa. Que los judíos celebrasen el día del sábado y se vinculasen a él es, por supuesto, innegable, pero eso no hace del sábado algo exclusivamente judío, del mismo modo que la Navidad nunca será la fiesta exclusiva de una familia que de repente decide empezar a celebrarla. Como ocurre con el sábado, la Navidad ya estaba ahí previamente, y esa familia simplemente empezó a tenerla en cuenta en un momento dado.
Directamente conectado con el relato de la Creación del séptimo día santo está el cuarto mandamiento de la ley de Dios:
«Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puertas, porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el sábado y lo santificó» (Éxodo 20: 8-11).
Fíjate en cómo el mandamiento se vincula directamente con la creación original en seis días descrita en Génesis. Así, el sábado, en los libros del Génesis y del Éxodo, no sólo vincula el séptimo día a Dios como Creador, sino que además enfatiza que él bendijo ese día y lo hizo santo.
De este modo el mandamiento de Éxodo no enseña por primera vez el carácter sagrado del sábado como recordatorio de la Creación.
En vez de ello, está diciendo al pueblo de Dios que «recuerde» lo que ya era conocido: que el séptimo día, sábado, era un recordatorio sagrado de la Creación, habiendo sido bendecido y santificado al final de la semana de la misma.
El gozo del sábado
Entre otras cosas, lo que Dios ha dado a toda la humanidad en el sábado es un refugio semanal de la tiranía del tiempo. Dios nos manda descansar y dejar un séptimo de nuestras vidas libre de nues­tras tareas cotidianas. No es una petición, sino una estipulación, igual que lo son las prohibiciones del asesinato, el adulterio y el robo. Así de seriamente se toma Dios la idea de nuestro descanso semanal.
¿Por qué? Porque sabe que si nos dejase solos, nunca podríamos encontrar refugio de la tiranía del tiempo. Este es un amo severo, al que no podemos resistir por nosotros mismos. Su atracción es demasiado fuerte, su aliciente demasiado poderoso para plantarle cara. De ahí que Dios nos dé el sábado, un refugio de un torrente que de otro modo nos llevaría por delante.
Es muy interesante, también, que el séptimo día sabático sea la úni­ca institución, junto con el matrimonio, que sobreviva de un mundo anterior a la Caída. Ambos existieron antes del pecado, ambos vienen a nosotros de ese mundo no caído, y ambos son esencialmente sobre relaciones. Ningún matrimonio digno de ese nombre puede existir sin dedicarse tiempo mutuamente, pues sólo a través de la interac­ción constante puede una relación profundizarse y crecer. Aunque ciertamente un matrimonio necesita más que el sábado, este día provee la oportunidad de pasar un tiempo especial juntos, el cual, si se le protege de las distracciones mundanas del resto de la semana, puede fortalecer en gran manera los lazos matrimoniales. Y en una época en la que los matrimonios se desbaratan, es maravilloso tener esta porción de tiempo envuelta en un embalaje tan especial.
El sábado no es sólo para el cónyuge, sino para los hijos también. Especialmente cuando son pequeños, el sábado proporciona un tiempo especial para ellos junto a sus padres; pues, de nuevo, a muchas «cosas de los adultos»   —el jefe, el trabajo, las facturas, las tareas— no se les deja importunar, robando unas horas que los hijos quieren y necesitan pasar en compañía de sus padres. ¿Cuántos niños crecen resentidos de que sus padres estuvieran ocupados con todas las cosas del mundo menos ellos? El sábado puede aportar un antídoto porque, si es correctamente observado, no permite entro­meterse a todas esas cosas. El sábado no es la panacea. No garantiza hogares unidos y felices. Pero ayuda a asegurar que las familias tendrán el tiempo juntos que necesitan para edificar esos hogares, y en nuestro mundo acelerado, donde la tiranía del tiempo parece cada vez más fuerte, constituye un refugio maravilloso.
La Creación
Sin embargo, encontramos en este mandamiento mucho más que la edificación de relaciones interpersonales. Para empezar, si abres cualquier Biblia, notarás que no comienza con una declaración sobre la salvación en Jesús, ni sobre la doctrina de la justificación sólo por la fe. No dice nada acerca del pecado, el juicio o la Segunda Venida.
La Biblia comienza con la doctrina sobre la cual todas esa otras enseñanzas se asientan, que no es otra que la Creación: «En el prin­cipio creó Dios los cielos y la tierra» (Génesis 1: 1). La Creación es el acto inaugural, el primer principio, el axioma a partir del cual todo lo demás de la Escritura se deduce, pues todo lo demás carece de sentido separado del Dios Creador.
Reflexiona acerca ello. ¿Qué significan las creencias cristianas más básicas -la salvación, la expiación, la cruz- al margen de Dios como nuestro Creador? ¿Para qué sirve la expiación en un universo sin Dios? ¿Desde qué instancia somos salvos si Dios no existe? Y si la evolución atea es lo que explica nuestro origen, ¿entonces qué repre­senta la cruz sino otro judío asesinado? ¿Cómo puede entenderse la Caída aparte de nuestros orígenes? Después de todo, ¿de qué hemos caído, y a qué somos restaurados? Al margen del relato bíblico de los orígenes, las creencias cristianas —desde la cruz hasta la Segunda Venida— carecen de sentido.
Otro punto crucial es que la Escritura, de modo más bien com­plejo, enlaza a Jesús como Creador con Jesús como Redentor. Juan abre su Evangelio con palabras que, en su contexto, inconfundible­mente apuntan tanto al Cristo Redentor como al Cristo Creador: «En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho» (Juan 1:1-3).
Pablo, en Colosas, hace un planteamiento similar. Está hablando sobre Jesús como Redentor, y entonces dice: «Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean princi­pados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él» (Colosenses 1:16).
En la teología cristiana, la autoridad, el poder y la eficacia de Cristo como Redentor surgen solamente de su papel como Creador. En todos los sentidos posibles, un pilar decisivo de la teología del Nuevo Testamento reposa en Jesús como Creador. El cristianismo, sin Cristo como Creador, es un cristianismo sin él como Redentor. Y sin Cristo como Redentor, el cristianismo se convierte en nada más que una variante del judaísmo. Si dedicamos a la Creación los primeros capítulos de este libro fue por ser tan básica para todo lo que el cristianismo y la Biblia enseñan.
Sábado o domingo
Con la Creación, y específicamente con Jesús como Creador, la importancia del séptimo día, sábado, se torna evidente. El sábado apunta a Jesús porque él es el Creador, siendo éste su papel básico y fundamental, la base sobre la que descansa todo lo demás que hace. Él posee la autoridad que tiene porque es el que «hizo el cielo y la
¿Legalistas?
Un último punto que vale la pena considerar: aquéllos que honran el sábado son a menudo acusados de legalismo, de intentar ganarse el cielo por sí mismos. Pero, ¿cómo puede ser que el único man­damiento dedicado al descanso haya sido convertido en el símbolo universal de la salvación por medio del esfuerzo humano?
¿Qué es lo que falla en ese enfoque?
Lejos de ser una metáfora de las obras, el sábado es el símbolo más fundamental del descanso que el pueblo de Dios siempre ha tenido en el Señor. Desde el mundo edénico previo a la Caída hasta el descanso del Nuevo Pacto que los seguidores de Dios siempre han disfrutado en la obra redentora de Cristo en su favor («Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios» [Hebreos 4:9]), el sábado es una manifestación en tiempo real del descanso que Cristo ofrece a todos (ver Mateo 11:28).
Los hay que pueden decir que están descansando en Cristo y son salvos por gracia. Pero honrar el sábado es una expresión visible de ese descanso, una parábola viviente de lo que significa ser cubierto por su gracia. El descanso semanal de las tareas seculares y mun­danas queda como símbolo del reposo que Jesús da a su pueblo a través de su obra de salvación una vez completa. «Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas» (Hebreos 4:10).
La obediencia a este mandamiento es una forma de decir: «Oye, estamos tan convencidos de nuestra salvación en Jesús, tan firmes y seguros en lo que Cristo ha hecho por nosotros, que podemos, de manera especial, descansar de cualquiera de nuestras tareas, pues sabemos lo que Cristo ha realizado por la humanidad a través de su muerte y resurrección».
Parecería lógico que por adherirse firmemente a los mandamientos contra el adulterio, el robo, la codicia o la idolatría, la gente pudiera ser acusada, al menos un poco razonablemente, de legalismo y de salvación por las obras (esto, suponiendo que alguien pudiera ser acusado de legalismo por obedecer a cualquiera de los mandamien­tos). Pero, ¿acaso trata alguien de ganarse el cielo con sus obras por descansar en sábado?
La ironía de todo esto es que por descansar haya gente acusada de esforzarse para ganar la salvación, un argumento que tiene más o menos tanto sentido como el de un parricida que suplique mise­ricordia porque es huérfano.


14
Asuntos de familia

 

M
uchos representan a menudo los Diez Mandamientos divididos en dos secciones: los cuatro primeros en una tabla, y los seis últimos en la otra, posiblemente a causa de la ex­tensión relativa (el segundo y el cuarto mandamientos son bastante largos).
A la vez, sin embargo, esa disposición reconoce que los primeros cuatro mandamientos tratan específicamente de nuestra relación con Dios, mientras los seis últimos se concentran en nuestra rela­ción con otras personas. La primera sección está orientada hacia el cielo, siendo la segunda más terrenal.
Por conveniente que resulte, esa división es en muchos senti­dos artificial. Como ha mostrado el capítulo anterior, los cuatro primeros mandamientos, por evidente que sea su énfasis teológico-espiritual, influyen enormemente en los elementos prácticos y relaciónales de la vida humana, y eso es porque nuestra relación con Dios modela directamente nuestra relación con los demás.
«En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su her­mano tener necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Juan 3:16-18).
El mandamiento más natural
A primera vista, el quinto mandamiento parece extrañamente re­dundante. ¿Acaso no ama la mayor parte de la gente, en la mayoría de las situaciones, a su padre y a su madre? ¿Por qué, entonces, man­darles que hagan lo que es tan natural como respirar? Un precepto sólo para honrar a los padres, cuando en la mayoría de los casos las personas los aman, parece tan extraño, más o menos, como ordenar a alguien, que se muere de sed, que chupe el vaho formado en el borde de un vaso lleno de agua fría, cuando lo más probable es que, si le dejaran solo, lo que haría es beberse el vaso entero.
¿Por qué mandar lo que es natural?
Porque estamos en un mundo tan entregado al pecado que lo natural ha quedado pervertido y distorsionado hasta el punto de que no todos están inclinados a hacer lo que sería la cosa más obvia y elemental del mundo.
Por ejemplo, prueba a obligar a una niña de 12 años a amar a su padre, quien la violó y contagió el sida (honrar a su padre ya le sería bastante difícil). O plantéate decirle a un muchacho, cuyo padre le golpeó con un bate de béisbol dejándolo en coma, que debería amar a su padre (de nuevo, tan sólo honrarle no sería fácil). Por eso nos dice el mandamiento que honremos a nuestros padres. No nos manda que sintamos amor por ellos, pues Dios sabe que algunos no podrían, o quizá incluso que no deberían amar a sus padres de la manera habitual.
Lo que este mandamiento nos está diciendo, básicamente, es que la unidad familiar es el fundamento de toda sociedad huma­na, y que necesitamos conservarla intacta lo mejor que podamos, sean cuales sean las circunstancias. Aun después de que los niños crezcan y se vayan, los lazos familiares se mantienen vivos, y hon­rando a nuestros padres reconocemos los vínculos y ayudamos a preservarlos. Esto es importante, pues al final la clave para nuestra felicidad a menudo radica en nuestras relaciones, especialmente las familiares.
Dios nos creó originalmente para ser una familia: madres, padres, hijos. Por eso los Diez Mandamientos están tan orientados hacia lo familiar. Buscan proteger las relaciones familiares. Con ello, los mandamientos contribuyen a asegurar nuestra felicidad personal. Es cierto que una familia que se ama y permanece unida no garantiza la felicidad, pero es difícil pensar en algo que pueda favorecerla más.
Reciprocidad
En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo se explaya sobre el mandamiento de honrar a los padres: «Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. «Honra a tu padre y a tu madre» —que es el primer mandamiento con promesa— para que te vaya bien y seas de larga vida sobre la tierra. Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor» (Efesios 6:1-4).
Su énfasis se pone en los hijos, o en lo que ellos han de hacer. Obedece a tus padres -les exhorta- y hónralos. También repite, con sus propias palabras, el resto del mandamiento, lo que enfatiza las cosas buenas que pasarán si los hijos honran a sus padres, de donde se deduce que ésta es una clave decisiva para la felicidad, la estabilidad, la buena vida familiar y las relaciones positivas entre sus miembros. Dios nos ha dado un mandamiento para ayudarnos a proteger esa vida familiar. En otras palabras, como venimos dicien­do a lo largo de Vida sin límites, lo que hacemos tiene consecuencias aquí y ahora, para bien o para mal.
Pero, tras referirse al quinto mandamiento y al deber de los hijos hacia los padres, Pablo se vuelve a éstos, particularmente al padre, y les dice que no contraríen a sus hijos sino que los eduquen en una saludable relación con Dios. No hay duda de que se nos manda honrar a nuestra madre y a nuestro padre, al margen de qué tipo de padres sean; pero eso sería mucho más fácil si los padres hicieran lo que Pablo les dice: no provocar a sus hijos, sino amarlos, tratarlos con respeto, darles el tipo de vida que pueda facilitar que, cuando sean adultos, los honren.
Imagínate cuánto mejorarían nuestros hogares, nuestras familias y nuestras vidas si todos los padres amasen, criasen y tratasen bien a sus hijos, y si los hijos, como respuesta, hiciesen lo mismo con sus padres durante todas sus vidas. Sería un mundo mucho mejor y más feliz, ¿verdad?
El mecanismo es recíproco. Cómo te relacionas con tus hijos cuan­do son pequeños modelará en gran medida el modo en que ellos te correspondan cuando sean mayores. ¿Cuántas familias desdichadas, desestructuradas, han arruinado las vidas de millones, pasando su desgracia de una generación a otra, y todo porque los padres trata­ron mal a sus hijos y los hijos reaccionaron de la misma forma? El quinto mandamiento, si fuera observado, haría mucho por romper este interminable círculo vicioso de sufrimiento y desgracia.
La decena de millones más próxima
Un narcotraficante mata a otro narcotraficante. Un marido asesina a su mujer, o la mujer le pega un tiro a su marido. El miembro de una banda asesina al miembro de una banda rival. Estas noticias son tan corrientes que a menudo se relegan a las páginas secundarias del periódico, cuando no a la misma página que los anuncios de hipotecas.
Por supuesto, sólo son asesinatos aislados. Un crimen aquí, cuatro allá, seis en otra parte, ocho en una ciudad lejana… poca cosa. Es en la historia donde hallamos las estadísticas más espectaculares. El genocidio de Ruanda, el Holocausto, la Revolución Cultural chi­na, las atrocidades de Stalin… la lista sigue y sigue, y eso nada más respecto al pasado reciente.
«Ha habido en este siglo», comentaba Richard John Neuhaus en los no­venta, «tantas personas asesinadas por otras que las estimaciones de los historiadores discrepan por decenas de millones, así que finalmente acuer­dan partir la diferencia o redondear el cómputo de víctimas hacia la decena de millones más próxima».
Resulta dolorosamente irónico que el mandamiento que prohíbe matar venga justo después del que manda honrar a los padres. El quinto mandamiento, como dijimos, parecería de lo más natural, y sin embargo Dios nos conmina a hacerlo; en cambio, asesinar parecería de lo más antinatural, y se nos prohíbe que lo hagamos. De nuevo, tan afectados como estamos por el pecado, se nos ordena hacer lo que debería surgir de manera natural, y se nos prohíbe lo que debería ser contra natura.
No matarás
La mayoría de las personas, sean cuales sean sus creencias, com­prende la razón» y la base lógica que subyace al sexto mandamiento. Ni la familia, ni la comunidad, ni la sociedad sobrevivirían si esta prohibición no fuera entendida, siquiera intuitivamente, y luego puesta en práctica.
Sin embargo Jesús hace algo significativo con este mandamiento:
«Oísteis que fue dicho a los antiguos: «No matarás», y cualquiera que mate será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga «Necio» a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga «Fatuo», quedará expuesto al infierno de fuego.
»Por tanto, si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y ve, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces vuelve y presenta tu ofrenda» (Mateo 5:21-24).
Sean los que sean los asuntos culturales concretos a los que Jesús se está refiriendo aquí, el principio es universal, y resulta asombro­so. Uno no necesita a Moisés, ni la ética cristiana, para saber que el asesinato es algo malo. Jesús, sin embargo, retrotrae el mandamiento desde el extremo de quitar una vida para aplicarlo a los pensamien­tos y emociones que a menudo preceden al acto mismo. Radicaliza lo obvio. Todos sabemos que asesinar está mal. Pero, ¿equiparar el asesinato con los pensamientos, los sentimientos o las palabras…?
Imagínate que la gente se enfrentara con su enojo antes de que éste se manifestase en forma de violencia. Jesús nos está diciendo que desarraiguemos, primero, la forma de pensar que puede llevar a las horrorosas consecuencias que siempre siguen al asesinato. Así convierte un mandamiento sobre el asesinato en uno relativo al perdón, la reconciliación y la sanidad mental, y lo hace tanto para el «asesino» como para el «asesinado».
Cristo quiere librarnos de la amargura, del odio, del sufrimiento que se derivan de albergar el tipo de sentimientos que podrían, si se les estimula, llevar a matar. No hace falta que aprietes el gatillo para que tu vida se tuerza, o incluso se arruine; basta el deseo que podría llevarte a apretarlo.
Jesús tomó un mandamiento pensado para asesinos potenciales y lo aplicó a todos los seres humanos (madres, padres, hermanas, hermanos, amigos, vecinos), ofreciendo con ello la clave de la sani­dad mental, la paz y la reconciliación. La mayoría de las personas no tienen que preocuparse de si cometen asesinatos físicos, pero sí que han de luchar contra la ira, la amargura y el resentimiento, cosas que pueden arruinar sus vidas llevándoles a cometer asesinato en su corazón y, cuando menos, a matar a su propia alma.
Pero este mandamiento, interpretado a través de las palabras de Cristo, nos ofrece algo mucho mejor. La vida es demasiado corta para permitir que el odio, la amargura y la ira la consuman. Jesús nos exhorta a acudir a él para que él pueda ofrecernos una salida a todo eso. ¡Cuánto mejores serían nuestras familias y nuestras re­laciones si llevásemos esto al corazón! No puedes cambiar a otros que pueden estar hirviendo de ira y amargura. Pero no tienes por qué hacerlo; en vez de ello, debes enfrentarte con tu propia alma, la única por la que tú tendrás que responder.
Sea lo que sea lo que uno pueda pensar de su papel en la historia, el que fuera presidente estadounidense Richard Nixon, cuando dejó la Casa Blanca tras el escándalo Watergate, captó la esencia de lo que Jesús quería decir. De pie ante el personal de la Casa Blanca justo antes de su partida, Nixon dijo:
«Recordad siempre que otros pueden odiaros, pero quienes os odien no ganan a menos que vosotros también los odiéis, en cuyo caso os destruiréis a vosotros mismos».
Ésa es la esencia del sexto mandamiento.
El regalo
Figúrate lo siguiente: un padre deja a su hijo en herencia una fa­bulosa fortuna. Su potencial para el bien es enorme si el hijo sigue los principios básicos establecidos por su padre, quien era consciente de que cualquier violación de los mismos llevaría a su hijo a la ruina, por ser tan poderoso el regalo en sí mismo. El hijo, rechazando esos principios, usa el dinero para darse el gusto en sus placeres, pasiones y deseos egoístas. En lugar de que la riqueza haga el bien de unas formas que el hijo nunca hubiera podido imaginar, produce mise­ria no sólo para él sino para muchos otros. Qué trágico resultado, cuando el regalo llevaba aparejado tanto potencial para el bien.
La analogía es obvia. Si los seres humanos necesitaron alguna vez evidencias del amor de Dios hacia ellos, ahí está el regalo del sexo. Y, no obstante, si alguna vez ha habido un regalo mal utilizado, uno que, habiendo sido previsto para el bien, haya resultado ser la causa de tanto desastre humano, ahí está el don del sexo nuevamente.
Sin embargo, no tenía por qué haber sido así. Dios sentó una norma simple y básica, un precepto que si hubiera sido seguido ha­bría ahorrado a millones y millones de personas muchísimo dolor y sufrimiento. Es el séptimo mandamiento: «No cometerás adulterio» (Éxodo 20:14).
¿Qué estadísticas, qué tablas o qué fórmulas pueden medir la rabia, el dolor y el perjuicio causados por la violación de este man­damiento? ¿Cuántas infancias, hogares, matrimonios y vidas ha destruido finalmente la práctica del sexo fuera de los límites que Dios le puso (entre hombre y mujer mutuamente casados)?
¿Suena mojigato? ¿Pasado de moda? ¿Estrecho?
Pregúntale a cualquiera de los millones de niños que vieron sus hogares destrozados por un padre adúltero si el mandamiento es mojigato en modo alguno. ¿Considerarían el mandamiento pasa­do de moda los millones que sufren enfermedades de transmisión sexual contraídas mediante sexo fuera del matrimonio, especial­mente aquellas mujeres devenidas estériles a raíz de esa enfermedad? Aún son más los millones de chicas solteras, embarazadas en su adolescencia, que ahora quisieran haber cumplido ese precepto. Y los que mueren de sida contraído mediante sexo extramatrimonial no verían el mandamiento como demasiado estrecho.
En 1970, en plena «revolución sexual», la revista Life publicó un artículo que decía: «En primer lugar, debemos liberar nuestras mentes de la idea de que haya regla moral alguna para la conducta sexual. El placer sexual nunca es malo».
¿Nunca es malo? Fuera del matrimonio entre un hombre y una mu­jer, siempre es malo, y millones de vidas arruinadas lo demuestran.
Dios dio el sexo a los seres humanos como un regalo y, en el con­texto correcto, están llamados a disfrutarlo (¡mucho, por cierto!). Aquí está lo que el Nuevo Testamento dice sobre el sexo entre un marido y una esposa:
«Sin embargo, por causa de las fornicaciones tenga cada uno su propia mujer, y tenga cada una su propio marido. El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la ora­ción. Luego volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia» (1 Corintios 7:2-5).
El Nuevo Testamento les dice a las parejas casadas, básicamente, que no se priven el uno al otro del amor sexual. ¡Lo único que ad­vierte en relación con el sexo es contra la abstinencia de él! La Biblia no es mojigata en materia sexual. Por el contrario Dios quiere que la humanidad lo disfrute hasta el más pleno potencial posible, y nada puede destruir eso tanto como el adulterio o la práctica sexual fuera de la seguridad del matrimonio.
Hablando acerca del séptimo mandamiento, Jesús extrajo sus im­plicaciones más amplias. «Oísteis que fue dicho: «No cometerás adul­terio». Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón» (Mateo 5:27-28).
¿Por qué es tan tajante? Porque Jesús conoce lo poderoso que es el instinto sexual humano (no sólo él lo creó, sino que, como humano, lo experimentó), y a la vez lo devastador que su mal uso puede resultar. El advertía a la gente, especialmente a los hombres (a quienes les cuesta mucho más controlarlo, por lo general, que a las mujeres), que lo enfrentaran en el primer nivel en el que surge: en el corazón y en la mente. Lucha con él ahí, donde es mucho más fácil controlarlo. Detén el torrente de la pasión antes de que te destruya a ti y a tus seres queridos.
La caída
El joven Jeff era más listo que nadie. Pregúntaselo a él si no. Se graduó entre los primeros no sólo de su instituto, sino también de la Escuela de Negocios de Harvard (obteniendo un MBA en 1979).
En doce años, y para sorpresa de nadie (tampoco suya), se con­virtió en presidente ejecutivo y presidente del consejo de adminis­tración de una de las mayores compañías del mundo.
Esta figuraba en el número 7 de la lista «Fortuna 500» [ranking de empresas estadounidenses clasificadas por su facturación bruta], con 101.000 millones de dólares en ingresos anuales. Y Jeff andaba todavía por los cuarenta y tantos.
Jeff, por supuesto, estaba muy bien remunerado: ganaba millones de dólares en gratificaciones (concretamente, más de 14 millones de dólares anuales como salario), incluyendo un año en el que ingre­só 132 millones de dólares, los cuales le permitían disfrutar de un agradable estilo de vida: mansiones, viajes caros a Europa, recorridos en moto por el desierto mexicano, gincanas en los descampados australianos… Tú lo nombrabas, y si Jeffrey lo quería, Jeffrey lo conseguía. Después de todo, ¿acaso no lo merecía, siendo tan listo y tan talentoso como era?
Sin duda, había alcanzado el pináculo del éxito, si éste se define como dinero, poder, influencia y prestigio.
Desafortunadamente, tenía un ligero problema. Era un ladrón. Se enriquecía a sí mismo y a sus amiguetes a costa de su propia compañía, Enron, que finalmente se hundió en la segunda mayor bancarrota de la historia estadounidense, lo que provocó que miles de trabajadores perdieran sus empleos y sus planes de pensiones. Aunque Jeffrey Skilling testificó altaneramente ante el Congreso acerca de su inocencia, en 2006 (tras gastar decenas de millones en abogados) fue hallado culpable de fraude y sentenciado a más de 24 años de prisión, lo que para un hombre de 52 era como decir (casi) el resto de su vida.
Naturalmente, por trágica que sea la historia de Skilling (que ahora gana, en la cárcel, entre 12 centavos y 1,25 dólares, según el trabajo que haga), deberíamos reservarnos las lágrimas para muchos de los 20.000 ex empleados de Enron que perdieron los ahorros de su vida cuando la empresa fue a la quiebra en 2001, especialmen­te porque la mayor parte de sus planes de pensiones habían sido invertidos en acciones de Enron. Cuando las acciones empezaron a caer, los ejecutivos de la compañía no les permitieron venderlas, pese a que ellos   —Skilling y los suyos— estaban deshaciéndose de las suyas a toda pastilla.
Cuando la compañía que él dirigía se hundió, Jeffrey obtuvo mi­llones de dólares (en un momento dado, vendió acciones por un valor de 60 millones de dólares). Mientras, miles de empleados, que se habían creído las palabras de la dirección de que la empresa iba bien, contemplaban cómo sus planes de pensiones se evaporaban habida cuenta de que las acciones de Enron cayeron desde más de 90 dólares a menos de uno.
Las personas que tenían, más o menos, tanto dinero acumulado en sus planes de jubilación como el que, digamos, ganaba Skilling en un par de meses, ahora se quedaron sin nada: sin trabajo, sin seguro sanitario, sin pensión.
Diana Peters fue una de esas personas. Durante la semana de Acción de Gracias de 2001, cuando corrían los rumores sobre los problemas de la compañía (a pesar de los desmentidos de los direc­tivos), a su marido le diagnosticaron un cáncer cerebral imposible de operar.
El lunes siguiente Diana fue a trabajar a Enron, donde su jefe anunció que todos tenían treinta minutos para recoger sus pertenen­cias personales y salir, pues se habían quedado sin trabajo. Hacia las nueve de la mañana, ella no tenía trabajo ni seguro sanitario, pero sí un marido con un tumor cerebral, por no hablar de la pérdida de 75.000 dólares en ahorros para la jubilación (probablemente lo que Jeffrey gastaba en alguna de sus vacaciones).
Aunque Medicare [programa sanitario administrado por el estado norteamericano para mayores de 65 años y otras personas que re­únan ciertos requisitos] y la Seguridad Social la ayudaron a cubrir los gastos médicos de su marido, también la obligaron a buscarse un trabajo temporal; así que Diana se puso a limpiar oficinas con su hijo los fines de semana, sólo para sobrevivir. ¡Todo esto mien­tras Skilling y su camarilla le chupaban a la compañía cientos de millones!
Multiplica esa historia por millares de otras, algunas incluso peo­res, y entenderás la tragedia de Enron.
El octavo mandamiento
Por supuesto, ¿quién necesita a Moisés, o incluso a Jesús, para conocer la verdad de las palabras «No robarás» (Éxodo 20:15; BJ)? A nadie, ni siquiera a un ladrón, le gusta que le roben. Sin embar­go, las prisiones de todo el mundo rebosan de individuos que han violado el mandamiento (y sólo están los que han sido atrapados).
Ciertamente, no todo robo trae las enormes consecuencias de Enron, que arruinó las vidas, no sólo de los ladrones y sus familiares inmediatos, sino de millares de otros también.
Sin embargo, el latrocinio no tiene por qué ser tan extenso para tener terribles resultados. No es sólo la pérdida de bienes materiales, por grave que sea; es además la sensación de indignación, vejación e injusticia sufrida por la víctima.
Un aura de «sacralidad» existe en torno a la propiedad, a la idea de que algo es tuyo. Bien involucre una parcela de tierra o un caramelo, la propiedad es algo natural y básico para el ser humano, y cuando es violada, sea a través de un fraude corporativo o de la astucia de un carterista, nuestra dignidad humana se siente mancillada igual­mente. No es extraño que todos reaccionen tan duramente contra ello.
Pero no sólo importa lo que robar le hace a la víctima (lo cual es obvio); es también lo que le hace al ladrón, incluso si nunca es descubierto. ¿Quién necesita una ley escrita para saber que robar está mal? Se halla grabado en nuestra conciencia.
Entonces, y más si se tiene en cuenta lo que agregan la sociedad y la ley de Dios, quienes roban lo hacen desoyendo su conciencia. Sin embargo, con cada infracción esa grabación va limándose hasta que se difumina bajo una sarta de arteras justificaciones y raciona­lizaciones que nunca sofocan por completo la picazón interior.
Lo que es peor, al acostumbrarse a acallar (o al menos, a tratar de hacerlo) la conciencia en un determinado ámbito de actuación, las personas se vuelven más proclives a desatenderla en otros, y no pasa mucho tiempo antes de que hagan descaradamente cosas que en otro tiempo las hubieran horrorizado. Y, como ya hemos visto, nuestras acciones inmorales afectan a los demás, en especial a los más próximos.
La mandràgora de Maquiavelo
Hace casi cinco siglos, Nicolás Maquiavelo escribió una comedia titulada La mandrágora, sobre un mentiroso intrigante llamado Calímaco. Buscando seducir a la bella esposa de otro hombre (co­nocida por su fidelidad), Calímaco recaba la ayuda de un alcahuete llamado Ligurio, quien diseña un plan en el que la esposa, incapaz de tener hijos, recibe una poción que —así se le promete— le per­mitirá tenerlos. El único problema, le dicen, es que la poción, un tipo especial de veneno, matará a la primera persona que se acueste con ella después de que ella se la beba, y la mujer ciertamente no quiere que esa persona sea su marido, así que tendrá que buscarse un amante provisional (¿adivinas quién es?). La estratagema funcio­na y, por medio de engaños y maquinaciones sin límite, Calimaco consigue su objetivo.
Lo realmente llamativo en esta obra es que ninguno de los per­sonajes logra consumar sus deseos sin mentiras y engaños. Incluso los «inocentes» quedan atrapados en eso, incluido el fraile Timoteo, quien -después de que Ligurio le ofrezca dinero (supuestamente para ayudar a los pobres)- accede finalmente a asumir su parte.
«Ahora compruebo», le dice Ligurio al fraile, «que tú eres efecti­vamente el hombre religioso que yo creía».
Cuando la obra termina, todos los personajes —mintiendo, esta­fando y engañando— han conseguido lo que querían. La tesis de Maquiavelo es que mentir y engañar es bueno si permite conseguir las metas que uno se propone. Para él los fines, cualesquiera que puedan ser, justifican los medios, sean los que sean.
¿Y por qué no, después de todo? Reflexiona acerca de ello. A lo largo de este libro hemos examinado dos conceptos de la realidad opuestos e incluso contradictorios: en primer lugar, una visión atea secular según la cual nuestra existencia surgió del puro azar, de la combinación accidental de átomos que a través de un proceso evolutivo, implacable pero carente de propósito, creó una huma­nidad condenada a su eterna extinción por las mismas fuerzas frías e insensibles que primero la trajeron aquí. Y, frente a eso, la visión opuesta, según la cual somos el producto de un acto cargado de sentido realizado por un Dios que planeó nuestra existencia, que nos ama, que estableció un orden moral en el mundo, y que nos ofrece la esperanza de vida eterna.
Ahora bien, si lo primero es cierto, que somos el producto de la confluencia de fuerzas accidentales, y que, a través de un ciclo de violencia implacable y depredador basado en la «supervivencia del más apto», los más fuertes, los más listos y los mejor adaptados triunfan a expensas de los más débiles, entonces, ¿qué hay de malo en mentir o engañar si ayuda a sobrevivir e incluso a prosperar? Lejos de ser inmoral, mentir para progresar, incluso en detrimento de los otros (o especialmente en detrimento de los otros), parecería acorde con las propias leyes naturales.
En contraste, la esencia de la virtud cristiana, consistente en la negación de uno mismo y el sacrificio del yo para el bien de los demás, estaría en oposición a las leyes de la naturaleza. Y lo mismo ocurriría con el noveno mandamiento de la ley de Dios («No dirás contra tu prójimo falso testimonio» [Éxodo 20:16]), especialmente cuando «decir falso testimonio» te acarrease un provecho personal, al margen de lo que ese engaño le hiciera a tu prójimo. En el mo­delo evolucionista, si mentir te hace prosperar a costa de alguien, entonces hacerlo sería lo correcto.
Conciencia culpable
¿Por qué, sin embargo, casi todo el mundo, incluso los que no creen, no conocen, o no les importa el noveno mandamiento, sufren desde una punzada de culpa hasta una abrumadora opresión cuando mienten? ¿Por qué la mayoría de la gente siente de manera intuitiva que mentir es malo? ¿Cómo es que los propios evolucionistas ateos intuyen que mentir no es bueno ni siquiera cuando les traerá benefi­cios personales? ¿Y por qué sienten que algo falla cuando, de acuerdo con su propio modelo de los orígenes, mentir es simplemente otra expresión de las fuerzas que nos crearon?
Porque somos seres morales en un mundo moral creado por un Dios moral, ésa es la razón. Por deteriorados que estemos, con la degradación genética de miles de años de pecado, nuestros escrú­pulos morales siguen ahí, todavía instalados en nosotros. Y aunque la práctica de cualquier mala acción, con el tiempo, tiende a neu­tralizar nuestra íntima resistencia a ella, el hecho de que ese freno estuviera ahí en un principio testifica acerca de su realidad, por más que muchos se hayan alejado de él.
Fíjate, además, que todos los demás mandamientos analizados hasta ahora tienen que ver sólo con acciones. El noveno manda­miento es el único referido a nuestras palabras, a nuestro lenguaje. Esto supone llevar la moralidad a otro nivel, más profundo, pues si obedecemos a Dios aquí, obedeceremos en otros terrenos también. Alguien que no está dispuesto a mentir, es probable que tampoco lo esté a robar, a matar o a adulterar.
Las personas raramente cometen un solo pecado. Los que roban, mienten; los que matan, mienten; y los que adulteran, mienten. Se ven obligados a ello. En contraste, ¿cuántos de los que no mienten roban, matan o se permiten adulterar? Si alguien puede rendirse al Señor al nivel de sus palabras, si se compromete con él hasta el punto de no mentir, gracias al poder divino, entonces, ¿qué proba­bilidades hay de que quebrante otros mandamientos?
Ciertamente, no necesitamos creer en Jesús para reconocer que no debemos mentir. Para lo que le necesitamos es para tener el poder de no hacerlo, aun cuando la tentación sea grande, las recompensas inmediatas parezcan abundantes, y nuestra motivación moral inter­na —cada vez más floja— ya no sea suficiente para impedirnos hacer lo que sabemos que está mal.
La agobiante presión de la envidia
El último mandamiento de los Diez dice: «No codiciarás la casa de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Éxodo 20:17).
Si el noveno mandamiento llevaba la moralidad a otro nivel (el de nuestras palabras), éste llega incluso más dentro: a nuestros propios pensamientos. Los mandamientos progresan desde las acciones hasta las palabras y hasta los pensamientos (Dios lo tiene todo previsto). El meollo del asunto es que si tú controlas lo que está en tu cabeza, hacerte cargo de lo demás que te concierne será relativamente fácil.
Además, el mandamiento nos habla de protección. Si aceptamos que alguien que no miente es menos probable que cometa otros pecados, piensa ahora en alguien que ni siquiera albergue malos pensamientos. ¿Cómo sería más fácil, y más probable, salvarte a ti y a otros de una gran dosis de dolor: dejando de codiciar al cónyuge de tu prójimo, o poniendo fin a la aventura una vez que ésta ya ha tenido un coste?
El mandamiento no dice: «No tendrás deseos ni pasiones». Dios nos creó como seres dotados con esas cosas. Equiparar el deseo mis­mo con encapricharte de la mujer de tu prójimo es como comparar a un hombre que hace el amor con su mujer, con uno que solicita los servicios de prostitución de una menor. El problema radica en el objeto de ese deseo, no en el deseo mismo.
¿Quién no ha sentido lo que la envidia abrumadora es capaz de hacer en el alma? Puede barrer a una persona como una tormenta de fuego, quemando y destruyendo todo lo demás hasta que todo lo que quede sea una dolorosa frustración que domina los restos carbonizados. No puedes ser feliz, estar satisfecho o en paz conti­go mismo siendo envidioso. Si no son controladas o sometidas, la envidia y la codicia de lo que tienen otros hará miserable tu vida (¿quién necesita este libro para saber eso?).
De entre todos los malos pensamientos, ¿por qué este manda­miento destaca el de ambicionar lo que no es nuestro? Soplar sobre una cerilla nada más encenderla es mucho más fácil que apagar el incendio de un bosque. Piensa en cuántos sufrimientos y pérdidas humanas empezaron con el deseo de aquello que, para empezar, era de otro. ¿Cuántos crímenes, cuántos pecados, cuántas vidas han sido arruinadas…? Todo ello, en esencia, a raíz de un deseo de algo que no nos pertenecía.
¿Quién no ha sentido el apretón de la envidia? Siempre habrá alguien, en alguna parte, algún «prójimo», que tenga más o que posea algo mejor que nosotros; por eso este mandamiento es una manera que tiene Dios de decir: «¡Olvídalo!» Si no, esos deseos te arrollarán, consumiéndote y arruinándote tras llevarte a situacio­nes a las que nunca te encaminarías si pudieras ver el final desde el principio.
Abundan las historias sobre cómo Larry Ellison, el multimillona­rio fundador y presidente de Oracle, se muere de envidia porque Bill Gates es más rico que él y posee una empresa más grande. (En otras palabras, ¡ahí tenemos a un multimillonario envidioso del dinero de otro!).
En la mayoría de las presentaciones gráficas de los Diez Mandamientos, los dos mandamientos de la parte inferior de cada tabla, sobre los que reposa el resto de la ley, son el cuarto (relativo al sábado) y el décimo (el mandato contra la codicia). Juntos lo abarcan todo. Dios es nuestro Creador. El hizo todas las cosas (Juan 1:1-3), y al observar el sábado reconocemos su soberanía sobre el conjunto de nuestras vidas, incluidos nuestros pensamientos. Asimismo reconocemos que es dueño de todo, tanto de lo nuestro como de lo del prójimo.
Si honramos fielmente estos dos mandamientos, guardaremos mejor todos los demás, lo que enriquecerá abundantemente nues­tras vidas.
Dos principios
Por supuesto, una cosa es decir que no codiciemos y otra muy distinta es no hacerlo. Todo el mundo puede saber lo que son los Diez Mandamientos, pero obedecerlos, especialmente el relativo a la envidia, es otra cosa. La mayoría no tenemos problema en no cometer un asesinato. Pero no codiciar algo del prójimo…
¿Cómo podemos controlar nuestros pensamientos al respecto?
Primero, podemos ser agradecidos por lo que ya tenemos. «No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar sa­ciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:11-13). «Sean vuestras costumbres sin avaricia, con­tentos con lo que tenéis ahora, pues él [Dios] dijo: «No te desam­pararé ni te dejaré»» (Hebreos 13:5).
Es cierto que, tengas lo que tengas, alguien tendrá más. Pero también que, tengas lo que tengas, alguien tendrá menos. Un hombre sin zapatos se compadecía de sí mismo hasta que vio a un hombre sin pies… De eso se trata.
Además, si el décimo mandamiento funciona al nivel de los pen­samientos, entonces es en ese nivel en el que tenemos que tratar con él. Alguien que devora material pornográfico no va a tenerlo fácil para no codiciar al cónyuge de su prójimo, ¿verdad? Si llena­mos nuestras mentes de cosas malas, entonces tendremos malos pensamientos.
La batalla de la mente tiene que tener lugar en el nivel de la mente. No podemos apagar nuestros cerebros. Incluso cuando dormimos, penetran sensaciones en nuestras cabezas. La clave es lo que canaliza­mos a través de los sentidos. Lo que leemos, miramos y escuchamos determinará aquello en lo que pensamos. Así de simple.
«Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo ho­nesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Filipenses 4:8).
Cuanto más se concentren las personas en cosas dignas, menos pensarán en codiciar lo que no es suyo.
Alguien dijo una vez que la clave para vivir como Cristo es con­centrarse en Cristo, particularmente en las escenas que culminan su vida. Mientras fijamos la atención en su gran sacrificio por nosotros, en la total entrega de sí mismo por el bien de los demás, en su dispo­sición a sufrir y a morir para que otros puedan vivir, en su perdón a los enemigos, y en su completa muerte al yo, ¿cómo podrían seguir siendo igual nuestras vidas?
No podrían. Haciendo de Cristo nuestro ejemplo, estaremos tan ocupados ayudando a quienes tienen menos que nosotros, que no tendremos tiempo para envidiar a los que tienen más. O, como dijo Pablo:
«No busquéis vuestro propio provecho, sino el de los demás. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: El, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Más aún, hallán­dose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:4-8).
Aquéllos que, a través del poder de Dios, cuidan no sólo de sí mismos sino también de los demás, incluso de su «prójimo» (inde­pendientemente de sus posesiones), van a conocer la realidad de la promesa de Cristo:
«Así que, si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres» (Juan 8: 36). Pues, como lo sabe cualquiera que la ha sentido, la envidia (la codicia, la avaricia…) es una miserable forma de esclavitud.


Extractado de Harper’s Magazine, agosto 2004, p. 14.

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