Israel, ¿fue escogido por Dios?

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Al llamar a Abrahán, Dios puso en operación un plan definido para que el Mesías viniera al mundo y para presentar la invitación evangélica a todos los hombres (Gén. 12:1-3; PP 117; PR 273). Dios encontró en Abrahán a un hombre dispuesto a obedecer sin reservas la voluntad divina (Gén. 26: 5; Heb. 11: 8) y a cultivar en su descendencia un espíritu similar (Gén. 18: 19). Por eso, de un modo especial, Abrahán llegó a ser "amigo de Dios" (Sant. 2: 23) y "padre de todos los creyentes" (Rom. 4: 11). Dios hizo con él un solemne pacto (Gén. 15: 18; 17: 2-7), y su descendencia, el pueblo de Israel, heredó el sagrado privilegio de ser el representante escogido por Dios en la tierra (Heb. 11: 9; PP 117) para salvar a toda la raza humana. La salvación vendría "de los judíos", pues el Mesías sería judío (Juan 4: 22), y vendría por medio de los judíos, pues ellos serían los mensajeros de salvación a todo el género humano (Gén. 12: 2-3; 22: 18; Isa. 42: 1, 6; 43: 10; Gál. 3: 8, 16, 18; PVGM 228).

Dios celebró en el monte Sinaí un pacto con Israel como nación (Exo. 19: 1-8; 24: 3-8; Deut. 7: 6-14; PP 310; DTG 56-57). Las bases del pacto y sus propósitos finales eran los mismos que los del pacto con Abrahán. El pueblo voluntariamente aceptó a Dios como su soberano, con lo cual la nación se transformó en una teocracia (PP 397, 653). El santuario se convirtió en la morada de Dios entre ellos (Exo. 25: 8); sus sacerdotes fueron consagrados para ministrar delante de él (Heb. 5: 1; 8: 3); sus servicios proporcionaron una lección objetiva del plan de salvación, y simbolizaron la venida del Mesías (1 Cor. 5: 7; Col. 2: 16-17; Heb. 9: 1-10; 10: 1-12). El pueblo podía acercarse a Dios personalmente y por medio del ministerio de un sacerdocio mediador que los representaba ante Dios. Dios dirigiría a la nación mediante el ministerio de los profetas, sus representantes designados. Estos "santos hombres de Dios" (2 Ped. 1: 21), de generación en generación instaron a Israel a arrepentirse y a practicar la justicia, y mantuvieron viva la esperanza mesiánica. Por orden divina, se conservaron siglo tras siglo los sagrados escritos, e Israel llegó a ser custodio de esos oráculos (Amós 3: 7; Rom. 3: 1-2; cf. PP 118).

El establecimiento de la monarquía hebrea no afectó los principios básicos de la teocracia (Deut. 17: 14-20; 1 Sam. 8: 7; PP 653). El Estado todavía había de administrarse en el nombre de Dios y por su autoridad. Aun durante el cautiverio, y más tarde bajo el dominio extranjero, Israel siguió siendo en teoría una teocracia, si bien en la práctica no lo fue plenamente. Sólo cuando sus dirigentes formalmente rechazaron al Mesías y declararon ante Pilato que no tenían "más rey que César" (Juan 19: 15), la nación de Israel se retiró irrevocablemente de los alcances del pacto y de la teocracia (DTG 686-687).

Por medio del antiguo Israel, Dios tenía el plan de proporcionar a las naciones de la tierra una revelación viviente de su propio carácter santo (PVGM 228; PR 272-273), y una muestra de las gloriosas alturas que el hombre puede alcanzar cuando coopera con los infinitos propósitos de Dios. Al mismo tiempo permitió que las naciones paganas anduvieran "en sus propios caminos" (Hech. 14: 16), para proporcionar un ejemplo de lo que el hombre puede lograr sin Dios. De este modo, durante más de 1.500 años se llevó a cabo delante del mundo un gran experimento que tenía el propósito de probar los méritos relativos del bien y el mal (PP 324). Finalmente quedó demostrado "ante el universo que, separada de Dios, la humanidad no puede ser elevada", y que "un nuevo elemento de vida y poder tiene que ser impartido por Aquel que hizo el mundo" (DTG 28).

Al llamar a Abrahán, Dios puso en operación un plan definido para que el Mesías viniera al mundo y para presentar la invitación evangélica a todos los hombres (Gén. 12:1-3; PP 117; PR 273). Dios encontró en Abrahán a un hombre dispuesto a obedecer sin reservas la voluntad divina (Gén. 26: 5; Heb. 11: 8) y a cultivar en su descendencia un espíritu similar (Gén. 18: 19). Por eso, de un modo especial, Abrahán llegó a ser "amigo de Dios" (Sant. 2: 23) y "padre de todos los creyentes" (Rom. 4: 11). Dios hizo con él un solemne pacto (Gén. 15: 18; 17: 2-7), y su descendencia, el pueblo de Israel, heredó el sagrado privilegio de ser el representante escogido por Dios en la tierra (Heb. 11: 9; PP 117) para salvar a toda la raza humana. La salvación vendría "de los judíos", pues el Mesías sería judío (Juan 4: 22), y vendría por medio de los judíos, pues ellos serían los mensajeros de salvación a todo el género humano (Gén. 12: 2-3; 22: 18; Isa. 42: 1, 6; 43: 10; Gál. 3: 8, 16, 18; PVGM 228).

Dios celebró en el monte Sinaí un pacto con Israel como nación (Exo. 19: 1-8; 24: 3-8; Deut. 7: 6-14; PP 310; DTG 56-57). Las bases del pacto y sus propósitos finales eran los mismos que los del pacto con Abrahán. El pueblo voluntariamente aceptó a Dios como su soberano, con lo cual la nación se transformó en una teocracia (PP 397, 653). El santuario se convirtió en la morada de Dios entre ellos (Exo. 25: 8); sus sacerdotes fueron consagrados para ministrar delante de él (Heb. 5: 1; 8: 3); sus servicios proporcionaron una lección objetiva del plan de salvación, y simbolizaron la venida del Mesías (1 Cor. 5: 7; Col. 2: 16-17; Heb. 9: 1-10; 10: 1-12). El pueblo podía acercarse a Dios personalmente y por medio del ministerio de un sacerdocio mediador que los representaba ante Dios. Dios dirigiría a la nación mediante el ministerio de los profetas, sus representantes designados. Estos "santos hombres de Dios" (2 Ped. 1: 21), de generación en generación instaron a Israel a arrepentirse y a practicar la justicia, y mantuvieron viva la esperanza mesiánica. Por orden divina, se conservaron siglo tras siglo los sagrados escritos, e Israel llegó a ser custodio de esos oráculos (Amós 3: 7; Rom. 3: 1-2; cf. PP 118).

El establecimiento de la monarquía hebrea no afectó los principios básicos de la teocracia (Deut. 17: 14-20; 1 Sam. 8: 7; PP 653). El Estado todavía había de administrarse en el nombre de Dios y por su autoridad. Aun durante el cautiverio, y más tarde bajo el dominio extranjero, Israel siguió siendo en teoría una teocracia, si bien en la práctica no lo fue plenamente. Sólo cuando sus dirigentes formalmente rechazaron al Mesías y declararon ante Pilato que no tenían "más rey que César" (Juan 19: 15), la nación de Israel se retiró irrevocablemente de los alcances del pacto y de la teocracia (DTG 686-687).

Por medio del antiguo Israel, Dios tenía el plan de proporcionar a las naciones de la tierra una revelación viviente de su propio carácter santo (PVGM 228; PR 272-273), y una muestra de las gloriosas alturas que el hombre puede alcanzar cuando coopera con los infinitos propósitos de Dios. Al mismo tiempo permitió que las naciones paganas anduvieran "en sus propios caminos" (Hech. 14: 16), para proporcionar un ejemplo de lo que el hombre puede lograr sin Dios. De este modo, durante más de 1.500 años se llevó a cabo delante del mundo un gran experimento que tenía el propósito de probar los méritos relativos del bien y el mal (PP 324). Finalmente quedó demostrado "ante el universo que, separada de Dios, la humanidad no puede ser elevada", y que "un nuevo elemento de vida y poder tiene que ser impartido por Aquel que hizo el mundo" (DTG 28).


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