El sacerdocio, parte 3

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Mientras Moisés estaba en el monte recibiendo las instrucciones de Dios acerca de la edificación del santuario, los israelitas se cansaron de esperarlo. Había estado ausente más de un mes, y no estaban seguros de que volvería. “No sabemos qué le haya acontecido”, dijeron. Por lo tanto, pidieron a Aarón que les hiciese dioses como los que habían tenido en Egipto, a fin de que pudiesen adorarlos y disfrutar de las fiestas que habían celebrado entre los egipcios. Aarón estaba dispuesto a hacer lo que pedía el pueblo, y pronto fue hecho un becerro de oro, del cual el pueblo dijo: “Israel, éstos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto” (Éxodo 32:4).

Aarón edificó un altar, y proclamó fiesta a Jehová. Se sacrificaron holocaustos y ofrendas de paz, “y sentóse el pueblo a comer y a beber, y levantáronse a regocijarse” (versículo 6). Por supuesto, Moisés no sabía nada de esto hasta que Dios le informó: “Presto se han apartado [los israelitas] del camino que yo les mandé, y se han hecho un becerro de fundición, y lo han adorado, y han sacrificado a él, y han dicho: Israel, éstos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto” (versículo 8).

Indudablemente para probar a Moisés, Dios le propone ahora destruir al pueblo y hacer de él una gran nación. Pero Moisés intercede por el pueblo y pide a Dios que lo perdone. Dios accede misericordiosamente a su petición. “Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo” (versículo 14).

Moisés no estaba evidentemente preparado para el espectáculo que se ofreció a sus ojos cuando bajó del monte. El pueblo estaba gritando y bailando, hasta el punto que Josué concluyó: “Alarido de pelea hay en el campo” (versículo 17).

Cuando Moisés vio hasta qué punto se había extraviado Israel, que estaba realmente participando en los bailes lascivos de los paganos, que habían aprendido en Egipto, “enardeciósele la ira”. Acababa de recibir del Señor las dos tablas de la ley que contenían los diez mandamientos, escritos por el dedo de Dios, “grabada sobre las tablas”. “Arrojó las tablas de sus manos, y quebrólas al pie del monte” (versículos 16, 19).

Uno habría de pensar que en circunstancias ordinarias el romper estas tablas sería un gran pecado delante de Dios. Indudablemente el acto era simbólico. Israel había pecado. Había violado la ley. En prueba de esto, Moisés rompe las tablas que Dios le acaba de dar. Dios no lo reprende: tan sólo vuelve a escribir los mismos mandamientos en otras dos tablas. Esto también puede tener un significado simbólico. La ley no está destruida porque se la viole. Dios la escribe de nuevo.

 El pecado que Israel había cometido era muy grave. Dios había hecho grandes cosas para ellos. Los había librado de la esclavitud. Había abierto para ellos el Mar Rojo. Había proclamado la ley desde el Sinaí entre true[1]nos y relámpagos. Dios había hecho pacto con ellos, y la sangre había sido asperjada sobre ellos tanto como sobre el libro del pacto. Y ahora se habían apartado de Dios y olvidado todas sus promesas. Había llegado el tiempo para una acción decisiva. Debía saberse quién estaba de parte del Señor, porque seguramente no se habían extraviado todos. Moisés dirigió un llamamiento: “¿Quién es de Jehová? Júntese conmigo”. Israel vaciló. De entre toda la vasta muchedumbre, sólo una tribu tuvo el valor de avanzar. “Y juntáronse con él todos los hijos de Leví” (versículo 26).

Esta acción valerosa de parte de la tribu de Leví influyó indudablemente en su elección para el servicio de Dios. En una crisis, se puso de parte de lo recto, y Dios la recompensó. Fue elegida en vez de los primogénitos como pertenecientes a Dios en un sentido específico para servir en el tabernáculo (Números 3:5-13). A una familia, la de Aarón, había sido confiado el sacerdocio. El resto había de “servir en el ministerio del tabernáculo” y guardar “todas las alhajas del tabernáculo del testimonio” (versículo 7, 8.) Los “sacerdotes ungidos; cuyas manos él hinchió para administrar el sacerdocio”, habían de cumplir el servicio más directo de Dios en el tabernáculo, como encender las lámparas; quemar el incienso, ofrecer todas las clases de sacrificios en el altar del holocausto; asperjar la sangre; preparar, colocar y comer el pan de la proposición; conservar el conocimiento de la ley y enseñarla (Números 3:3; Éxodo 30:7, 8; Levítico 1:5; 24:59; Malaquías 2:7). Los sacerdotes eran Indos levitas, pero no todos los levitas eran sacerdotes. El cargo sacerdotal estaba reservado a Aarón y sus descendientes (Números 3:1-4; Éxodo 28:1).

Los sacerdotes eran una clase puesta aparte del resto del pueblo. Ellos solos podían desempeñar en el templo los cargos más íntimos de los sacrificios. Aunque Ne permitía en los primeros tiempos a cualquier persona erigir un altar dondequiera que le agradase, y ofrecer sacrificios sobre él, más tarde vino a ser una ley que únicamente en Jerusalén podían ofrecerse sacrificios, y qua únicamente los sacerdotes podían oficiar. Eso dio a los sacerdotes tremendo poder e influencia. Ejercían el dominio de todo el culto externo de teda la nación. Controlaban las dependencias del templo. Únicamente por su medio podía Israel tener acceso a las bendiciones del pacto simbolizadas por la aspersión de la sangre y el ofrecimiento del incienso. Ellos solos podían recorrer los recintos sagrados del templo propiamente dicho y relacionarse con Dios.

Los sacerdotes tenían también control de muchos asuntos civiles y personales. Decidían cuándo un hombre era inmundo ceremonialmente, y tenían poder para excluirlo de la congregación. Se referían los casos de lepra a su examen, y de su palabra dependía la decisión si un hombre había de quedar desterrado de la sociedad o si se había de derribar una casa (Levítico 13:14). “Guárdate de llaga de lepra, observando diligentemente, y haciendo según todo lo que os enseñaren los sacerdotes levitas: cuidaréis de hacer como les he mandado. Acuérdate de lo que hizo tu Dios a María en el camino, después que salisteis de Egipto” (Deuteronomio 24:8, 9).

Únicamente los sacerdotes podían devolver un hombre a su familia después de la exclusión. Tenían jurisdicción en ciertos casos en que se sospechaba la infidelidad. (Números 5:11-31). Por su interpretación de la ley llegaron a ejercer gran influencia y autoridad en muchos asuntos que afectaban la vida diaria. En asuntos difíciles de la ley, los sacerdotes estaban asociados con el juez para hacer las decisiones judiciales, no solamente en asuntos religiosos, sino en aquellos que eran puramente civiles, “en negocios de litigio en tus ciudades” (Deuteronomio 17:8.) Su decisión era final. Se amonestaba al hombre a hacer “según la ley que ellos te enseñaren, y según el juicio que te dijeren”. “Y el hombre que procediere con soberbia, no obedeciendo al sacerdote que está para ministrar allí delante de Jehová tu Dios, o al juez, el tal varón morirá: y quitarás el mal de Israel” (versículos 11, 12). [Véase también Deuteronomio 19:17].

Es fácil concebir que un cuerpo de hombres que tenía el control del culto de una nación, de la enseñanza y la interpretación de la ley, de las relaciones personales íntimas, de la ejecución de las decisiones legales, habría de ejercer una poderosa influencia para bien o para mal sobre el pueblo. Cuando se añade a este prestigio el emolumento que acompañaba a su vocación, un emolumento que, por lo menos en tiempos ulteriores, ascendía a vastas sumas, podemos creer que los sacerdotes llegaron a ser una organización muy exclusiva.

Las prerrogativas del sacerdocio eran grandes, y sus derechos se guardaban muy celosamente. Únicamente Aarón y sus descendientes podían oficiar en el culto de los sacrificios (Éxodo 28; 29; Levítico 8-10; Números 16- 18.) Nadie podía llegar a ser sacerdote si no había nacido en la familia. Esto daba inmediatamente gran importancia al asunto del nacimiento, y a los datos genealógicos que demostraban ese nacimiento. Incumbía a cada sacerdote probar su descendencia de Aarón por evidencias indisputables. No debía haber la menor duda en la sucesión. Cada paso debía ser muy claro.

Era tarea de ciertos sacerdotes examinar la genealogía de cada candidato. Esto pasó más tarde a ser cargo del Sanedrín, que dedicaba parte de su tiempo a este trabajo. Si un sacerdote demostraba su derecho genealógico al cargo y pasaba la prueba bíblica requerida —si no tenía ninguna deformidad corporal que lo descalificase— se lo vestía de ropas blancas, y su nombre quedaba inscrito en la lista oficial de los sacerdotes autorizados. Es posible quo el pasaje de Apocalipsis 3:5 se base en esta costumbre. Por otra parte, si no satisfacía a los examinadores, so lo vestía de negro.

La deformidad física, en caso de que los anales genealógicos fuesen satisfactorios, no privaba, al sacer[1]dote de compartir el sostén que se daba al sacerdote del templo (Levítico 21:21-23). Si el defecto no era demasiado pronunciado, podía llegar hasta servir en un cargo menor, como el cuidar de la leña empleada en el servicio del altar, o como guardián.

Por ser muy sagrado el cargo sacerdotal, los reglamentos referentes a quiénes los sacerdotes podían o no desposar, se aplicaban estrictamente. Un sacerdote no podía casarse con una mujer repudiada o divorciada. No podía casarse con una prostituta o una virgen que hubiese sido violada (Levítico 21:8). Podía por lo tanto casarse únicamente con una virgen pura o una viuda, aunque al sumo sacerdote se le prohibía casarse con una viuda. “Y tomará él mujer con su virginidad. Viuda, o repudiada, o infame, o ramera, éstas no tomará: mas tomará virgen de sus pueblos por mujer” (Levítico 21:13, 14).

También habían de ser los sacerdotes cuidadosos en cuanto a la contaminación ceremonial. No podían tocar un cuerpo muerto a menos que fuese de un pariente muy cercano. Y hasta eso se le negaba al sumo sacerdote (Levítico 21:1-3; 11). De hecho, en cada acto de su vida, los sacerdotes habían de ser conscientes de su necesidad de mantenerse apartados de todo lo que podría contaminarlos. Y este cuidado respecto a la contaminación física era tan sólo emblema de la mayor pureza espiritual. “Santidad a Jehová” había de ser la consigna del sacerdote.

Los sacerdotes y los levitas no tenían herencia en la tierra como las demás tribus. “De las ofrendas encendidas a Jehová, y de la heredad de él comerán. No tendrán, pues, heredad entre sus hermanos: Jehová es su heredad, como él les ha dicho” (Deuteronomio 18:1, 2).

En vez de una porción de la tierra, Dios dio a los sacerdotes ciertas partes de los sacrificios que la gente traía. De todo sacrificio anual, excepto del holocausto, que había de quemarse completamente en el altar, y ciertos otros sacrificios, los sacerdotes recibían la paleta, las dos quijadas y el cuajar (Deuteronomio 18:3). Los sacerdotes recibían también las primicias del cereal, del vino, del aceite y de la lana de las ovejas. En adición, se les daba a los sacerdotes harina, ofrendas de alimentos cocidos al horno o en la sartén, mezclados con aceite o secos (Levítico 2:3, 10; 1; 2; 3; 4; 5; 24:5-9). Recibían la piel de los holocaustos (Levítico 7:8). En caso de guerra, cierta porción de los despojos tocaba también al sacerdocio, tanto de los hombres, del ganado, como del oro. A veces esto representaba una suma considerable (Números 31:25-54). Todas las ofrendas elevadas y agitadas eran de los sacerdotes (Números 18:8-11). Todas las ofrendas de voto pertenecían igualmente a los sacerdotes (versículo 14).

Los primogénitos de Israel, tanto de los hombres como de los animales, pertenecían al sacerdote, aunque debían “redimir el primogénito del hombre”, es decir, que Israel había de pagar una suma estipulada, de cinco siclos, por cada niño primogénito (versículos 15-19). En el año del jubileo, los campos que no eran redimidos, o que habían sido vendidos y no podían ser redimidos, pasaban a los sacerdotes (Levítico 27:20, 21). En caso de delitos referentes a cosas sagradas, el transgresor había de pagar no solamente la suma original estimada, sino añadir un quinto a ella, y darla al sacerdote (Levítico 5:16). En caso de que se hiciese un perjuicio a un vecino, cuando no fuese posible hacer restitución a la parte perjudicada, la orden era que se diera “la indemnización del agravio a Jehová, al sacerdote” (Números 5:8). El impuesto regular del templo de medio siclo por cada alma de Israel, “el dinero de las expiaciones”, había de ser usado para el servicio del tabernáculo, es decir, para cubrir los gastos incurridos en el servicio de Dios, y no iba directamente al sacerdote (Éxodo 30:11-16). Además de las ya mencionadas fuentes de ingresos, había muchas otras más pequeñas, que no necesitan considerarse aquí.

Los ingresos aquí enumerados eran adicionales al diezmo recibido por los sacerdotes. Todo Israel había recibido la orden de pagar el diezmo (Levítico 27:30-34). Este diezmo había de ser dado a los levitas, y les pertenecía (Números 18: 21-24). Del diezmo que los levitas recibían así, habían de tomar “en ofrenda mecida a Jehová e1 diezmo de los diezmos”, y “daréis de ellos la ofrenda do Jehová a Aarón el sacerdote” (Números 18:26- 28). Parece que en tiempos ulteriores los diezmos se pagaban directamente a los sacerdotes (Hebreos 7:5). Algunos han pensado que esto se inició más o menos en el tiempo del segundo templo, cuando muy pocos levitas volvieron del cautiverio y vino a ser necesario emplear netineos en su lugar, pero esto no es muy claro (Esdras 8:15-20). Como quiera que sea, los sacerdotes recibían los diezmos directa o indirectamente del pueblo, y como originalmente los sacerdotes eran pocos en número, los ingresos de esta fuente eran probablemente más que suficientes para sus necesidades.

Los sacerdotes eran ministros de Dios nombrados divinamente como mediadores entre Dios y los hombres, autorizados particularmente para oficiar ante el altar y en el servicio del santuario. En los días en que los libros no eran comunes, eran no sólo intérpretes de la ley, sino que en muchos casos eran la única fuente de conocimiento en cuanto a los requerimientos de Dios. Por ellos era instruido el pueblo en la doctrina del pecado y su expiación, en la justicia y la santidad. Por su ministerio la gente aprendía cómo podía acercarse a Dios; cómo podía obtener el perdón; cómo podía agradar la oración a Dios; cuán inexorable es la ley; cómo ha de prevalecer al fin el amor y la misericordia. Todo el plan de la salvación les era revelado en la medida en que podía ser revelado en las figuras y las ofrendas. Cada ceremonia tendía a grabar en las mentes la santidad de Dios y los seguros resultados del pecado. También les enseñaba la provisión maravillosa hecha por la muerte del cordero. Aunque era un ministerio de muerte, era glorioso en su promesa. Hablaba de un redentor, que había de llevar el pecado, compartir las cargas y servir de mediador. Era el evangelio en embrión.

 En el servicio del sacerdocio tres cosas se destacan sobre todo lo demás: la mediación, la reconciliación, la santificación. Cada una de éstas merece un comentario especial para destacarla.

Los sacerdotes eran ante todo mediadores. Esta era su obra preeminente. Aunque el pecador podía traer la ofrenda, no podía asperjar la sangre ni quemar la carne sobre el altar. Tampoco podía comer el pan de la proposición, ni ofrecer el incienso, ni aun despabilar las lámparas. Todo esto debía hacérselo algún otro. Aunque podía acercarse al templo, no podía entrar en él; aunque podía proporcionar el sacrificio, no podía ofrecerlo; aunque podía matar el cordero, no podía rociar la sangre. Dios le era accesible únicamente por la mediación del sacerdocio. Podía allegarse a Dios únicamente en la persona de otro. Todo esto le hacía recordar vívidamente el hecho de que necesitaba que alguien intercediese e interviniese por él. Esto puede resaltar mejor si suponemos un caso que bien puede haber sido cierto.

 Un pagano que desea sinceramente adorar al verdadero Dios oye que el Dios de Israel es el verdadero Dios, y que vive en el templo de Jerusalén. Emprende el largo viaje y por fin llega al lugar sagrado. Ha oído que Dios mora entre los querubines del santísimo, y decide entrar en ese lugar a fin de adorarle. Pero apenas da unos pasos en el atrio, lo detiene un letrero en el cual se dice que ningún extranjero puede pasar más allá excepto con peligro de su vida. Se queda perplejo. Quiere adorar al verdadero Dios del cual ha oído hablar, y también se le ha dicho que Dios desea que le adore. Sin embargo, ahí se lo detiene. ¿Qué ha de hacer? Pregunta a uno de los adoradores, quien le dice que debe obtener un cordero antes de poder acercarse a Dios. Inmediatamente se provee del animal requerido y vuelve a presentarse. ¿Podrá ahora ver a Dios? Se le dice que no puede entrar.

—¿Entonces para qué este cordero?—pregunta.

—Para que puedas darlo al sacerdote a fin de que lo sacrifique.

—¿Puedo entrar entonces?

—No hay manera posible por la cual puedas entrar en el templo ni ver a Dios. No se obra así. —Pero, ¿por qué no puedo ver a vuestro Dios? Quiero adorarlo.

 —Nadie puede ver a Dios y vivir. Es santo, y únicamente el que es santo puede verlo. El sacerdote puede entrar en el primer departamento, pero hay todavía un velo entre él y Dios. Únicamente el sumo sacerdote puede en una fecha fija entrar en el santísimo. No puedes entrar tú mismo. Tu única esperanza es que alguno se presente allí por ti.

El hombre queda profundamente impresionado. No se le permite entrar en el templo. Únicamente el que es santo puede entrar. Debe tener a alguien que medie por él. La lección se graba profundamente en su alma: no puede ver a Dios; debe tener un mediador. Únicamente así pueden ser perdonados los pecados y efectuarse la reconciliación.

Todo el servicio del santuario se basa en la mediación. Aun cuando el pecador trajese el cordero; aun cuando lo matase; el servicio podía ser hecho eficaz únicamente por un mediador que rociase la sangre e hiciese aplicación del sacrificio.

El segundo detalle descollante del servicio era la reconciliación. El pecado nos separa de Dios. Es lo que oculta su rostro de nosotros y le impide oírnos (Isaías 59:2.) Pero por medio de las ofrendas de los sacrificios, y en el incienso que asciende con las oraciones, puede nuevamente llegarse a Dios. La comunión fue restaurada; la reconciliación efectuada.

Así como la mediación era el propósito básico del sacerdocio, la reconciliación era el propósito de los sacrificios que se ofrecían diariamente durante el año. Por su medio, se restauraban las relaciones amigables entre Dios y el hombre. El pecado había hecho separación; la sangre reunía. Esto se realizaba por el ministerio del perdón. La declaración es que cuando toda la congregación había pecado y había traído su ofrenda por el pecado; cuando los ancianos habían puesto sus manos sobre la ofrenda y presumiblemente confesado ese pecado, “obtendrán perdón” (Levítico 1:20). Además, se dio la orden de que cuando un gobernante hubiese pecado y hubiese cumplido con los requerimientos, “tendrá perdón” (versículo 26). La promesa abarcaba igualmente a cualquiera del pueblo común: “Será perdonado” (versículos 31, 35). Por medio del pecado se había producido el enajenamiento; pero ahora todo estaba perdonado.

Somos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Romanos 5:10). La reconciliación es efectuada por la sangre (2 Crónicas 29:24). En el primer departamento del santuario entraba el sacerdote día tras día para comunicarse con Dios. Allí se elevaba el santo incienso y penetraba aún más allá del velo en el lugar santísimo; allí estaba el candelabro, emblema de Aquel que es la luz del mundo; la mesa del Señor que invitaba a la comunión; y allí se rociaba la sangre. Era el lugar de acercamiento a Dios, de comunión. Mediante el ministerio del sacerdote se ofrecía el perdón, se efectuaba la reconciliación, y el hombre era puesto en comunión con Dios.

El tercer detalle importante del servicio del santuario es el de la santificación, o santidad. La cantidad de peca[1]do albergada en el corazón mide nuestra distancia de Dios. El extranjero podría haber entrado tan sólo hasta el atrio del templo. El alma penitente podía llegar hasta el altar. El sacerdote mediador podía entrar en el lugar santo. Únicamente el sumo sacerdote, tan sólo un día al año, y eso después de extensa preparación, podía entrar en el santísimo. Revestido de blanco, podía acercarse con temblor al trono de Dios. Aun entonces, el incienso debía ocultarlo parcialmente. Allí podía ministrar no solamente como quien busca perdón del pecado, sino que podía pedir osadamente que fuese borrado.

El servicio hecho durante el año, simbolizado por el ministerio del primer departamento, no era completo en sí mismo. Necesitaba ser completado por el del segundo departamento. El perdón obra tan sólo después de la transgresión. El daño ya ha sido hecho. Dios perdona el pecado. Pero habría sido mejor si el pecado no hubiese sido cometido. Para esto está al alcance el poder custodio de Dios. El simplemente perdonar la transgresión después que ha sido cometida no basta. Debe haber un poder quo nos guarde de pecar. “Vete, y no peques más”, es una posibilidad del evangelio. Pero el no pecar más es la santificación. Tal es el blanco eventual de la salvación. II evangelio no está completo sin él. Necesitamos entrar con Cristo en el lugar santísimo. Algunos lo harán. Estos .seguirán al Cordero dondequiera que vaya. Serán sin mancha ni arruga. “Ellos son sin mácula delante del trono do Dios” (Apocalipsis 14:5). Por la fe entran en el segundo departamento.

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