El fracaso de Israel

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Dios proporcionó a los israelitas "toda clase de facilidades para que llegaran a ser la más grande nación de la tierra" (PVGM 231). Cuando produjo "uvas silvestres" en vez de los frutos maduros del carácter, Dios preguntó: "¿Qué más podía hacer a mi viña que yo no haya hecho en ella?" (Isa. 5: 1-7). No había otra cosa que Dios pudiera haber hecho en favor de ellos; pero a pesar de todo fracasaron. Por no "someterse a las restricciones y mandamientos de Dios", no pudieron "llegar a la alta norma que él deseaba que ellos alcanzasen", ni recibieron "las bendiciones que él estaba dispuesto a concederles" (PP 396).

Aquellos israelitas que se esforzaron por cooperar con la voluntad revelada de Dios, recibieron personalmente una medida de los beneficios que Dios había prometido a la nación. Esto ocurrió en el caso de Enoc (Gén. 5: 24), Abrahán (cap. 26: 5), y José (cap. 39: 2-6; PP 215). Así sucedió con Moisés, de quien se dice que hasta el día de su muerte "sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor" (Deut. 34: 7). Lo mismo aconteció con Daniel, "un ejemplo brillante de lo que el hombre puede llegar a ser, aun en esta vida, si hace de Dios su fuerza y aprovecha sabiamente las oportunidades y los privilegios que están a su alcance" (4T 569; ver Dan. 1: 8, 20; PR 360; cf. DTG 767). Semejantes fueron los casos de Samuel (PP 619-620), Elías (PVGM 242), Juan el Bautista (ver com. Mat. 3: 4), Juan el discípulo amado (ver com. Mar. 3: 17), y muchos otros. La vida de Cristo es el ejemplo perfecto del carácter que Dios quiere que se reproduzca en su pueblo (ver com. Luc. 2: 52). "El ideal que Dios tiene para sus hijos está por encima del alcance del más elevado pensamiento humano. El blanco a alcanzarse es la piedad, la semejanza a Dios" (Ed 16).

La gloriosa era de David y Salomón señaló lo que podría haber sido el comienzo de la edad de oro de Israel (PR 22- 23). Un visitante real exclamó en Jerusalén: "Ni aun se me dijo la mitad" (1 Rey. 10: 1-9). La gloria que caracterizó la primera etapa del reinado de Salomón se debió en parte a su fidelidad durante ese tiempo, y en parte, al hecho de que su padre David apreció plenamente los excelsos privilegios y las responsabilidades de Israel (ver Sal. 51: 10-11; Isa. 55: 3; cf. Hech. 13: 22).

Antes de que los israelitas entraran en la tierra prometida, Dios les advirtió que no olvidaran que las bendiciones que recibirían si cooperaban con él, serían regalos divinos (Deut. 8: 7-14), y que no serían, en primera instancia, el resultado de su propia sabiduría y habilidad (vers. 17-19). Salomón cometió un gran error cuando no comprendió cuál era el secreto de la prosperidad de Israel (ver la Introducción al Eclesiastés), y salvo unas pocas y notables excepciones, tanto los dirigentes como el pueblo se fueron hundiendo más y más, generación tras generación, hasta sumergirse en la apostasía (Isa. 3: 12; 9: 16; Jer. 5: 1-5; 8: 10; Eze. 22: 23-31; Miq. cap. 3).

El reino se dividió después de la muerte de Salomón (1 Rey. 11: 33-38). Esa división, aunque trágica, sirvió para aislar por un tiempo al reino de Judá de la marea de idolatría que pronto cubrió al reino del norte, a Israel (Ose. 4: 17). A pesar de los osados y celosos esfuerzos de profetas como Elías, Eliseo, Amós y Oseas, el reino del norte se deterioró en forma rápida, y finalmente fue llevado al cautiverio asirio. A los habitantes de esa nación "no se les prometió una restauración completa de su poder anterior en Palestina" (PR 222).

Si Judá hubiese permanecido leal a Dios, su cautiverio no hubiera sido necesario (PR 413). Vez tras vez Dios advirtió a su pueblo que la desobediencia daría por resultado el cautiverio (Deut. 4: 9; 8: 19; 28: 1-2, 14, 18; Jer. 18: 7-10; 26: 2-6; Zac. 6: 15; etc.). Les anunció que progresivamente disminuiría su fuerza y su prestigio como nación, hasta que todos fueran llevados cautivos (Deut. 28: 15-68; 2 Crón. 36: 16-17). El propósito de Dios era que el ejemplo de Israel sirviera como advertencia para Judá (Ose. 1: 7; 4: 15-17; 11: 12; Jer. 3: 3-12; etc.); pero no aprendió la lección, y poco más de un siglo después su apostasía fue completa (Jer. 22: 6, 8-9; Eze. 16: 37; 7: 2-15; 12: 3-28; 36: 18-23). El reino fue destruido (Eze. 21: 25-32), y sus habitantes arrancados de la tierra que había sido de ellos sólo en virtud de los alcances del pacto (Ose. 9: 3, 15; Miq. 2: 10 cf. Ose. 2: 6-13). Aprenderían en la adversidad, en el cautiverio en Babilonia, las lecciones que no habían asimilado durante los años de prosperidad (Jer. 25: 5-7; 29: 18-19; 30: 11-14; 46: 28; Eze. 20: 25- 38; Miq. 4: 10-12; DTG 20). También impartirían a los paganos babilonios un conocimiento del verdadero Dios (PR 217-218, 275-276). Con referencia a la dirección profética durante el cautiverio, ver la p. 599.

Dios no abandonó a su pueblo ni aun durante el cautiverio. Quiso renovar su pacto con él (Jer. 31: 10-38; Eze. 36: 21-38; Zac. 1: 12, 17; 2: 12), incluyendo las bendiciones respectivas (Jer. 33: 3, 6-26; Eze. 36: 8-15). Todo lo que se había prometido aún podría cumplirse, si tan sólo le amaban y le servían (Zac. 6: 15; cf. Isa. 54: 7; Eze. 36: 11; 43: 10-11; Miq. 6: 8; Zac. 10: 6).

Conforme a su magnánimo propósito, las promesas del pacto habrían de cumplirse "en gran medida durante los siglos que siguieron al regreso de los israelitas de las tierras de su cautiverio. Dios quería que toda la tierra fuese preparada para el primer advenimiento de Cristo, así como hoy se está preparando el terreno para su segunda venida" (PR 519).

Es importante observar que todas las promesas del Antiguo Testamento que anticipaban el tiempo de la restauración de los judíos fueron dadas antes de su regreso del cautiverio (Isa. 10: 24-34; 14: 1-7; 27: 12-13; 40: 2; 61: 4-10; Jer. 16: 14-16; 23: 3-8; 25: 11; 29: 10-13; 30: 3-12; 32: 7-27, 37-44; Eze. 34: 11-15; 37; Amós 9: 10-15; Miq. 2: 12-13; etc.). Así comprendió Daniel estas promesas (Dan. 9: 1-8). Reconoció que el cautiverio confirmaba la "maldición" que había caído sobre ellos por su desobediencia (vers. 11-12), y que por eso Jerusalén estaba desolada (vers. 16-19). Entonces vino Gabriel para asegurarle que su pueblo sería restablecido y que finalmente vendría el Mesías (vers. 24-25). Pero el ángel dijo que el Mesías sería rechazado y que se le quitaría la vida por causa de las abominaciones de Israel, y Jerusalén y el templo una vez más quedarían en ruinas (vers. 26-27). Israel, como nación, tendría su segunda y última oportunidad de cooperar con el plan divino en el lapso comprendido entre el retorno de Babilonia y el rechazo del Mesías (Jer. 12: 14-17). "Setenta semanas"-O sea 490 años literales- fueron determinadas para los judíos, "para terminar la prevaricación, y poner fin al pecado, y expiar la iniquidad, para traer la justicia perdurable" (Dan. 9: 24).

Sin embargo, finalmente se hizo evidente que los judíos nunca alcanzarían la norma que Dios requería de ellos, lo cual Malaquías hace notar con toda claridad (cap. 1: 6, 12; 2: 2, 8-9, 11, 13-14, 17; 3: 7, 13-14; PR 520). El culto rutinario suplantó a la religión sincera (DTG 21; cf. Juan 4: 23-24; 2 Tim. 3: 5). Se respetaban las tradiciones humanas en lugar de la voluntad revelada de Dios (ver com. Mar. 7: 6-9). Lejos de transformarse en la luz del mundo, el pueblo judío "se encerró en sí mismo y se aisló del mundo para salvaguardarse de ser seducidos por la idolatría" (PR 523; cf. Deut. 11: 26-27; Mar. 7: 9). Perdieron de vista el espíritu de la ley por su minucioso apego a la letra de la misma. Olvidaron que Dios aborrece la multiplicación de las formas religiosas externas (Isa. 1: 11-18; Ose. 6: 6; Miq. 6: 7; Mal. 2: 13), y que sólo pide del hombre que haga justicia, ame la misericordia y se humille ante Dios (Miq. 6: 8; cf. Mat. 19: 16-17; 22: 36- 40).Pero en su misericordia, Dios todavía soportó a su pueblo, y a su debido tiempo vino el Mesías (Mal. 3: 1-3; DTG 28). "Si el pueblo le hubiese recibido, Cristo habría evitado a la nación judía su condenación" (PR 526) aun en el último momento. Cuando terminó el período de prueba de los 490 años, la nación judía aún permanecía obstinada e impenitente, y por eso perdió su papel de privilegio como representante de Dios en la tierra.


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