Vivir como reyes

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Vivir como reyes

Sé que no lo merecía. No obstante, Dios me permitió participar en el desarrollo de su iglesia en Jerusalén. Este gran privilegio me dio la opor­tunidad de tener contacto con Pablo, quien siempre me tuvo en alta es­tima (el sentimiento era recíproco).
Enterados de que vendría a Jerusalén, algunos estábamos ansiosos por hablar con él sobre el avance de la predicación del evangelio entre aquellos a los que llamábamos «gentiles». ¡Qué lejos estábamos de imaginar que esta sería su última visita a Jerusalén!
Recuerdo claramente cuándo llegó y que, tras saludarnos, procedió inme­diatamente a darnos su informe. ¡La emoción que su rostro y sus palabras reflejaban al relatar una a una los prodigios que Dios había estado realizando mediante su ministerio era realmente contagiosa! (Hechos 21:18-20).
Pero el informe de Pablo no solo nos puso al corriente de lo que había realizado desde su última visita a Jerusalén (Hechos 18:22). Con la misma emoción, Pablo nos contó la manera en que varios cristianos de origen gentil se habían organizado a fin de enviar, a través de él, una ofrenda para ayudar a nuestros hermanos (cristianos de origen judío) que estaban necesitados. Ansioso por poner este dinero en manos de quienes teníamos a cargo la obra en Judea, de hacerlo llegar a quienes tanta falta hacía, en el fondo de su cora­zón Pablo también anhelaba que este acto de desprendimiento contribuyera a estrechar la relación entre los cristianos de origen gentil y los de origen judío; razón por la que, además de Lucas y Timoteo, Pablo vino a Jerusalén acompa­ñado precisamente por representantes de algunas de las iglesias que habían dado la ofrenda.
Mientras viajaba con ellos, Pablo tuvo su conocido encuentro con los lí­deres de la iglesia de Éfeso, en Mileto. En esa ocasión, entre otras cosas, apro­vechó para recordarles que, pese a que aquella iglesia contaba entre sus miem­bros con gente adinerada, él nunca había tratado de obtener de ellos beneficio personal alguno. Siendo que nunca había sacado provecho de su posición, ni siquiera para suplir sus propias necesidades, Pablo fue capaz de recordarles: «Para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: «Más bien­aventurado es dar que recibir»» (Hechos 20:34, 35).
Efectivamente, recolectar aquella ofrenda costó al apóstol mucho trabajo y aun severas privaciones de parte de los creyentes gentiles. Pero, siendo el resultado de llevar a la práctica las enseñanzas de Cristo, la ofrenda traída por Pablo nos mostró, sobre todo, lo que es capaz de hacer un amor desinteresado y sin distinciones como el mostrado por ellos.
Lamentablemente, entre los presentes en aquella reunión, también hubo quienes fueron incapaces de apreciar en toda su plenitud el espíritu de amor fraternal y el objetivo que había inspirado aquel donativo. Pese a que las ge­nerosas contribuciones que tenían frente a ellos eran un claro testimonio de la realidad transformadora del evangelio, debido a sus prejuicios, su atención se desvió.
Pidiéndole que fuera al templo y participara, junto con otras cuatro per­sonas, de un rito de purificación, y que incluso pagara los gastos de esta cere­monia, su única preocupación era mostrar que Pablo aún observaba las leyes ceremoniales. Pensaron que, por no conformarnos a la ley ceremonial, los cris­tianos pronto nos acarrearíamos el odio de parte de los judíos. Por lo que la idea de «quedar bien» con nuestros opresores, de intentar «cuidar las aparien­cias», definitivamente estaba equivocada. Desde su perspectiva, sin embargo, este fue motivo suficiente para obligar a Pablo a buscar así la «unidad» de la iglesia y, cuando lo creyeron conveniente, también intentaron hacerlo entre los miembros de iglesia.
En efecto, mi iglesia no era perfecta. Por eso, cuando supe que actitudes similares comenzaron a traducirse en actos de discriminación y favoritismo en varias congregaciones, específicamente fuera de Jerusalén, decidí escribirles lo que hoy conoces como el capítulo 2 de mi libro; sección cuyo contenido, en caso de que tu iglesia atraviese poruña situación parecida, seguramente pueda serle de gran utilidad. ¿Deseas saber por qué?
El pecado contra el prójimo
A fin de continuar con la lista de características e implicaciones prácticas de la fe iniciada en el capítulo 1, Santiago procede a plantear a sus lectores un caso específico y por demás idóneo a sus propósitos: «Si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y ropa espléndida, y también entra un po­bre con vestido andrajoso, y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: «Siéntate tú aquí, en buen lugar», y decís al pobre: «Quédate tú allí de pie», o «Siéntate aquí en el suelo», ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos y venís a ser jueces con malos pensamientos?» (Santiago 2:2-4).
Aunque no especifica que sus lectores estuvieran haciéndolo, Santiago da por sentado este proceder entre ellos y, por lo tanto, intenta contrarrestarlo de la manera más clara que le es posible. Dado que un cristiano ha de vivir de acuerdo con principios y no con prejuicios, la manifestación de su fe es incom­patible con el favoritismo, esto es, con la práctica de hacer distinción de per­sonas: «Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas» (Santiago 2:1). O, si seguimos más de cerca el sentido del lenguaje original de este versículo: «no continúen mezclando la fe de nuestro glorioso Señor Jesucristo con prácticas de favoritismo».
Y aunque no es tan grave como el caso descrito por Santiago, esto me hace recordar las ocasiones en que en el transporte público he visto a ciertos «caba­lleros» que, a fin de no ceder su asiento, fingen estar dormidos cuando ven que se aproxima a ellos alguna dama de edad avanzada o incluso una mujer em­barazada. Sueño que, curiosamente, desaparece como por acto de magia cuan­do la que «necesita» el asiento es una joven atractiva. ¿Podría tal conducta si­quiera parecerse a lo que implica vivir de acuerdo con unos principios?
Puesto que la meta a alcanzar es la semejanza a Dios, quien no hace acep­ción de personas (Deuteronomio 10:17-19; Efesios 6:9), puesto que el único que merece recibir gloria y honor es Jesús (Santiago 2:1), Santiago espera que sus lectores vivan siguiendo el ejemplo y ejerciendo una fe como la de Jesús también. Ejemplo que, en su momento, el mismo Santiago puso en práctica al declarar que el propósito de Dios era conceder a los gentiles los mismos privilegios y bendi­ciones que se habían otorgado a los judíos (Hechos 15: 13-21).
Ahora bien, aunque en primera instancia pueda parecer que el lugar y el momento al que Santiago se refiere es la sinagoga durante la hora del culto, existe otra posibilidad que, además de útil, me parece mucho más congruente con el marco de la epístola y con la misma terminología usada por nuestro autor. Asumiendo que la persona de atuendo lujoso no es un miembro de la comunidad de creyentes, la situación referida en estos versículos cuadra mejor con la de un proceso judicial. Una clase de proceso que los judíos en general también acostumbraban realizar en las sinagogas (Lucas 12:11). Gracias a la evidencia del Nuevo Testamento y otros escritos judíos de la época, hoy se sabe que, a menudo, las sinagogas funcionaban también como tribunales judiciales, tal como el siguiente texto rabínico lo ilustra:
¿Cómo sabemos que si dos vienen at tribunal, uno vestido con andrajos y el otro con lino fino, ellos [el tribunal] deberían decirle a él [el hombre bien vestido]: «Vístete como él, o vístelo como tú»?
De hecho, si tenemos en cuenta el contexto de todos los pasajes del Nue­vo Testamento donde se menciona que Dios no hace acepción de personas, notaremos que esta afirmación siempre aparece en el contexto de la aplicación divina de la justicia, prácticamente a manera de una resolución judicial (com­pare Santiago 2:1 con Romanos 2:11; Efesios 6:9 y Colosenses 3:25). Este mismo contexto también se detecta en nuestro pasaje: «¿No os oprimen los ricos y no son ellos los mismos que os arrastran a los tribunales?» (Santiago 2:6).
Tampoco es casualidad, pues, que el mandamiento de amar al prójimo (Levítico 19:18) se haya dado originalmente en un contexto similar. Note qué dice Levítico 19 tan solo tres versículos antes de dicho mandato: «No cometerás injusticia en los juicios, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo» (Levítico 19:15).
Considerar la escena de Santiago 2 en un marco semejante, por lo tanto, no solo nos ayuda a entenderla mejor, sino que amplía nuestro ámbito de aplicación de la misma. Al fin y al cabo, hemos de reconocer que, aunque existen cristianos que considerarían incorrecto tratar con desprecio a alguien en el templo, en especial durante la hora del culto, su actitud en otras circuns­tancias, digamos en el lugar de trabajo o a la hora de hacer un negocio, no solo podría, sino que sería diferente.
Por ello, dada la gravedad y la naturaleza de este problema, Santiago re­prueba abiertamente al menos tres acciones producto de esta conducta. Cuan­do alguien actúa con exclusivismo y parcialidad no representa correctamente el carácter de Dios (Santiago 2:1-5). En segundo lugar, ponerse del lado de los ricos, procurar «quedar bien» con aquellos que «blasfeman» el nombre de Cristo, es ponerse, irónicamente, del lado de los mismos opresores (versículos 6-7). Finalmen­te, quienes actúan así no son únicamente culpables de un comportamiento equivocado que solo intenta guardar las apariencias, sino también de cometer pecado (versículos 8-13). ¿Pecado? Sí, eso es lo que dice claramente el texto. Hacer acepción de personas no es una debilidad o un defecto de carácter, ni mucho menos puede excusarse por ser una práctica común en la sociedad en la que vivimos. ¡Es pecado! (Santiago 2:9).
Puesto que «el que se mofa del pobre afrenta a su Hacedor, y el que se alegra por su calamidad no quedará impune» (Proverbios 17:5; RV89), un compor­tamiento así también es un insulto a Dios mismo. Por lo mismo, previendo que incluso el mandato de «amar al prójimo» pudiera llegar a usarse como excusa para el favoritismo, Santiago no se limita a reprobarlo, sino que también subraya los resultados, así como el contexto correcto del mandato de amar al prójimo: «Si de veras cumplís la ley real conforme a las Escrituras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, hacéis bien» (Santiago 2:8, RV89; la cursiva es nuestra).
Dado que Santiago la menciona de nuevo, hablemos un poco más sobre la ley y sobre su función en esta parte de la epístola.
La Ley y el prójimo
Puesto que se dirige a una comunidad judía, Santiago insiste en hablar de la ley de manera positiva, llamándola ahora «ley suprema» (Santiago 2:8) o, mejor dicho, «ley real», (algo más cercano al sentido original en griego). Desde su perspectiva, para los cristianos, la voluntad de Dios tendría que representar precisamente eso. Pero, además de citar el mandamiento del amor al prójimo (Levítico 19:18), al referirse a la «ley real», Santiago tiene en mente otra sección específica de la voluntad divina: la que solemos llamar «los Diez Mandamien­tos» (Santiago 2:11).
Insistiendo a sus lectores que ambas secciones tenían que ser parte de su estilo de vida, que Santiago les diga esto es mucho más comprensible al recor­dar que, para los judíos, la palabra ley (torah) no tenía connotaciones legales ni jurídicas tal como las tiene en la actualidad. Para ellos, la ley representaba, más bien, la enseñanza proveniente de Dios. Sí, era la instrucción de un Dios cuyo deseo es que sus hijos, al ponerla en práctica, además de beneficiarse, puedan reflejar su carácter (Levítico 19:2-4; 18:4, 5; Deuteronomio 6:1-9; Mateo 22:36-40; 1 Juan 4:8). Ese anhelo divino se cumplió en Cristo ya desde su misma niñez:
«Cuando le preguntaban por qué no participaba en las diversiones de la juventud de Nazaret, decía: «Escrito está: ‘Me he gozado en el camino de tus testimonios, más que toda riqueza. En tus mandamientos meditaré, consi­deraré tus caminos. Me regocijaré en tus estatutos: no me olvidaré de tus palabras'»».
Así pues, además resaltar la vigencia de la ley de Dios, que Santiago aluda al decálogo parecería tener otro propósito. Mientras que el decálogo presenta en su mismo orden la importancia de la correcta relación con Dios (los prime­ros cuatro mandamientos), así como el de las relaciones interpersonales idea­les (mandamientos del quinto al décimo), al citarlo, nuestro autor subraya la verdad universal de que el amor a Dios no puede estar separado del amor in­condicional al prójimo.
Sin entrar luego a definir qué leyes siguen vigentes y por qué, Santiago nos lleva a reflexionar sobre la actitud que hemos de asumir frente a la volun­tad expresa de Dios. Por cuanto el plan de Dios no ha cambiado, la ley continúa en el mismo corazón del Pacto que él desea establecer con nosotros, sus hijos: «Ahora, pues, si dais oído a mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro […]. Vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa…» (Éxodo 19:5, 6). Por ello, cuando comprendamos que la ley de Dios, la «ley real», no es un mero código de deberes, y cuando su voluntad se convierta verdade­ramente en parte de nuestro estilo de vida, comprenderemos también que la ley y el evangelio no están en contraposición, ya que la gracia no excluye en ningún momento a la obediencia, más bien nos capacita para ella.
En suma, ya que «esa ley presupone una nueva manera de vivir; unos principios más elevados de conducta y una manera de ser religiosos bajo el presupuesto del amor, para quien ama, la acepción de personas a causa de su estatus económico no es posible. Quien ama solo se fija en que la otra persona es su prójimo». Algo que, considerando el lenguaje usado por el mismo San­tiago, puede decirse que equivale entonces a «vivir como reyes».
El amor y el prójimo
Una vez que hemos entendido que favorecer a un grupo por encima de otro no es en absoluto vivir de acuerdo con los principios de la «ley real», me parece que estamos listos para abundar un poco más sobre lo que en realidad implica amar al prójimo.
Amar al prójimo es, sin duda, la norma ética por excelencia del cristianis­mo. De ahí que Jesús mismo sintetizara «toda la ley y los profetas» en esa de­claración (Mateo 22:40). Entender esto llevó un día a Agustín de Hipona a acuñar su famosa frase: «Ama y haz lo que quieras». En efecto, puesto que Santiago también llama a la ley de Dios «la ley de la libertad» (2:12), obser­varla es ejercer la libertad que el Señor mismo nos concede para hacer su vo­luntad; voluntad cuyo propósito incluye liberarnos de nuestros intereses egoís­tas y capacitarnos para amar al prójimo y servirlo. Y es que, pese a estar obviamente relacionado con las emociones, el amor bíblico no es un senti­miento, sino un principio.
Sí, «amar» tiene que ver mucho más con nuestra actitud hacia Dios y los demás, y con las acciones motivadas por dicha actitud, que con lo que sentimos. ¿Necesita más evidencias bíblicas al respecto? Considere entonces que Cristo pidió a sus seguidores que amaran a sus enemigos (Lucas 6:27). Si amar en la Biblia solo tuviera que ver con los sentimientos, ¿significaría esto que un cris­tiano genuino es aquel que siente «algo agradable» por los que lo maltratan u ofenden? ¿Quieren decir estas palabras que, pese a que alguien le haga daño a su familia, usted tendría el deber de sentir aprecio por el agresor? ¿Y qué suce­dería si llegaran a quitarle la vida a su hijo? Aun así, por el hecho de ser cris­tiano, ¿estaría usted obligado a sentir algo «bueno» por el asesino?
Lejos de hablarnos de un ideal inalcanzable, este versículo demuestra de manera práctica qué significa en realidad amar a los enemigos. Sin pedir que experimentemos un «sentimiento», sino que llevemos a cabo una serie de ac­ciones concretas (bendecirlos, hacerles bien y orar por ellos), es claro que el amor bíblico tampoco tiene que ver aquí con sentir algo, sino con hacer algo; razonamiento que seguramente entendieron los oyentes originales de Cristo y es ejemplificado por la siguiente historia.
En el año 2003, un pastor adventista, su esposa y su hijo fueron asesinados en la isla de Palau (cerca de Filipinas), donde servían como misioneros. Aunque la enorme tragedia que esto representó para sus familiares puede resultarnos difícil de imaginar, todavía más difícil es entender la actitud que la madre de aquel pastor asumió durante el funeral de sus familiares.
Fuera de programa, y con un aplomo que solo la paz proveniente de Dios puede dar, esta dama pasó al frente y contó que había visitado, en la cárcel, al asesino de su familia a fin ofrecerle su perdón. Tras ello, siendo que la madre del asesino estaba presente en el funeral, se dirigió a ella diciéndole que la entendía, ya que, de alguna forma, ambas sufrían en ese momento la pérdida de un hijo.
Acto seguido, aquella admirable mujer solicitó a la comunidad de Palau presente que no tomara represalias en contra de esa mujer o sus familiares (algo que se permite y es relativamente común en aquel lugar); acción que, igual que las anteriores, no deja de causarme admiración, pero que también me intrigó durante varios años. Sobre todo porque, aunque la conozco, nunca tuve la oportunidad de preguntarle qué sintió cuando tuvo frente a ella al asesino. Ni siquiera me resultaba fácil imaginarlo hasta que, meses atrás, una dama me contó que ella sí había podido preguntárselo. En su lugar, ¿cuál habría sido la reacción más lógica que usted habría tenido al conocer al asesino de su fami­lia? ¿Realmente cree que en ese momento le habría sido posible sentir algo agradable hacia quien le había causado tanto daño?
¿No? Pues a ella tampoco. Sin embargo, pese a no sentir nada agradable, al proceder de la forma como lo hizo, las acciones y la actitud de esta cristiana sin duda son un notable ejemplo de lo que es el amor bíblico. Amor que, al provenir de Dios, no se limita a sentir algo, sino que capacita al que lo posee para hacer algo, incluso por aquellos que, de otra forma, solo nos provocarían emociones negativas.
En efecto, el amor no es un sentimiento, es un principio y, por lo tanto, el amor no hace acepción de personas, ni mucho menos procura dañar o des­truir. Bien al contrario, debido a que nos hace responsables de nuestro próji­mo, el amor que Dios ha puesto en nosotros por su Espíritu, aquel que se de­muestra poniendo en práctica la «ley real», debiera contribuir a la construcción de comunidades cristianas más unidas y más fuertes. ¿No le parece?
Por ello, siendo que las expectativas que incluso muchos incrédulos tienen de la vida cristiana están determinadas por la sinceridad del amor que obser­van que brindamos a quienes nos rodean, nunca hemos de olvidar que la única forma de practicar dicho amor es permitir que se produzca como fruto directo de la obra del Espíritu Santo en nosotros. No lo olvide, 1 Corintios 13 nunca será posible sin Gálatas 5:22.
Con toda razón, Santiago nos llama a recordar entonces: «Así hablad y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad, porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no haga misericordia; y la mise­ricordia triunfa sobre el juicio» (Santiago 2:12, 13).
¿Y quién mejor que Cristo para ejemplificarnos esto nuevamente? El si­guiente retrato de su niñez así lo demuestra:
«Con frecuencia se le preguntaba: ¿Por qué insistes en ser tan singular, tan diferente de nosotros todos? Escrito está, decía: «Bienaventurados los íntegros de camino, los que andan en la ley de Jehová. Bienaventurados los que guardan sus testimonios, y con todo el corazón lo buscan: pues no hacen maldad los que andan en sus caminos». […] Repetidas veces se le pregunta­ba: «¿Por qué te sometes a tantos desprecios, aun de parte de tus herma­nos?» «Escrito está», decía: ‘Hijo mío, no te olvides de mi ley; y tu corazón guarde mis mandamientos: porque largura de días, y años de vida y paz te aumentarán. Misericordia y verdad no te desamparen; átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón: y hallarás gracia y buena opinión en los ojos de Dios y de los hombres'»».
Puesto que al ser evaluada de acuerdo a la ley de Dios no había nada en la vida de Cristo que lo acusara de practicar favoritismos o de no haber amado a Dios y al prójimo, poco antes de su muerte, pudo decir: «Viene el príncipe de este mundo y él nada tiene en mí» (Juan 14:30). ¡Tal fue el veredicto en tomo al caso de quien siempre vivió practicando en la tierra los principios del reino celestial!
Conclusión
Hace algunos años, el Creador me dio el privilegio y la responsabilidad de convertirme en padre, ¡jamás olvidaré aquella hermosa mañana en la que, tras conocer a mi primogénita, todas las nubes parecían dibujar su rostro! Tiempo después, el Señor tuvo a bien concederme otra bendición: la oportunidad de ser profesor de Teología. Y aunque no tengo la menor duda de que ambas fun­ciones son valiosas, es un hecho que, debido a sus implicaciones, mi labor como padre ciertamente es de mucha mayor importancia que mi actividad do­cente. Lo es, porque mi labor como padre tiene que ver con lo que soy, mientras que la docencia tiene que ver más con lo que hago.
Pues bien, si semejante razonamiento es correcto, permítame entonces aplicarlo a la naturaleza de la ley y al estilo de vida del cual nos ha estado hablando Santiago. Siendo que la ley de Dios también tiene la función de instruirnos y darnos a conocer el carácter del Padre celestial, al referirse a la ley como el antídoto en contra del favoritismo, Santiago tiene un propósito definido. Su objetivo es que entendamos que la eficacia de la ley no depende de un mero conocimiento de sus enseñanzas o de nuestra admiración por su naturaleza didáctica. Lo que él espera es que recordemos que, así como el privilegio de ser padre es mayor que el de ser maestro, la función que la ley tiene de revelar el carácter del Padre celestial también es mucho más impor­tante, ya que dicha revelación tendría que repercutir ciertamente en lo que hacemos, pero sobre todo en lo que somos.
Que aplicar siempre imparcialmente los principios de la ley en nuestro trato con el resto de sus hijos venga a ser lo que Dios espera: otro medio eficaz por el cual, usted y yo, miembros de su «corte real», podamos revelar el carác­ter de Aquel que nunca hace acepción de personas. ¡Es tiempo de vivir como reyes!

Referencias
Sópater, de Berea; los Tesalonicenses, Aristarco y Segundo; Gayo de Derbe; y de Asia, Tíquico y Trófimo (Hechos 20:4).

La discriminación a causa de la vestimenta puede entenderse mejor al saber que los romanos acostum­braban dar a sus esclavos solo un vestido nuevo al año. De hecho, siendo que su vestimenta ordinaria era una especie de taparrabo, a los esclavos se les solía llamar ‘los que están desnudos’ Para más deta­lles véase Guillles Becquet y otros, La carta de Santiago: Lectura socio-lingüística (Navarra España: Verbo Divino, 1988), pág. 34. Asimismo, la expresión «ropa lujosa» alude a la vestimenta de un dignatario público que, en el mundo greco-romano, incluía las togas usadas por sus altos funcionarios.

En el original griego, la expresión ‘distinción de personas’ aparece en plural. Esto implica que Santiago conocía varias manifestaciones de parcialidad practicadas por sus lectores, siendo el ejemplo usado en estos versículos solo una de las manifestaciones de dicha tendencia. Esta expresión, gráfica como pocas, literalmente, significa ‘levantar el rostro’ de alguien, tal como se hacía cuando una persona levantaba la cabeza de quien se postraba ante ella en señal de un saludo respetuoso.

Aunque en la mayoría de las versiones dice «fe en nuestro en nuestro glorioso Señor» y, según algunos especialistas, dicha traducción posiblemente sea correcta, el texto griego literalmente dice «fe de nuestro glorioso Señor» (Santiago 2:1).

«Si aquellos que se declaran ser los sucesores de Pedro hubieran seguido su ejemplo, habrían estado siempre contentos con mantenerse iguales a sus hermanos» (Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles, cap. 19, pág. 145).

La palabra ‘congregación’, en griego bíblico, es ‘sinagoga’ (synagogé).

En la literatura especializada el debate sobre la identidad de los ricos mencionados en Santiago es muy intenso. Aquí asumo la postura de que no son cristianos. Una buena defensa de esta postura se halla en George M. Stulac, «Who are ‘The Rich’ in James?» en Presbyterion 16/2 (1990), págs. 89-102.

Talmud babilónico Shebu’ot 31a. Según esta misma fuente, cuando dos personas como estas se presenta­ban ante el tribunal, ambas eran invitadas a tomar asiento [Shebu’ot 30b). Sin embargo, yendo en contra de esta costumbre rabínica, Santiago denuncia que sus lectores han llegado al punto de ordenar al pobre que se quede de pie o, lo que es peor, decirle: «Siéntate bajo el estrado de mis pies» (traducción mía). Orden que delata que al pobre se lo tenía en tan poca estima que podía estar, figuradamente hablando, bajo el escalón sobre el cual un gobernante descansaba sus pies, algo equivalente a ocupar la posición de un enemigo derrotado (vea Salmo 110:1).

Dicha conclusión también es respaldada por el hecho de que, en los versículos 9 y 11, Santiago llama «transgresor», tanto al que desobedece la ley, como al que hace acepción de personas.

Las razones de esta denuncia son más claras al notar cómo usa Santiago los verbos en esta sección. Re­probando que al rico se le permita continuamente sentarse en el lugar de honor, mientras que al pobre habitualmente se lo mantiene sentado en el suelo (2:3), Santiago espera que el comportamiento de sus lectores no se caracterice por mantener una actitud discriminatoria como esa (2:1), sino por la práctica de mostrar siempre amor al prójimo (2:8). Este versículo, al usar la misma palabra para calificar esta práctica, así como el tipo de «lugar» ofrecido al rico (kalós, en ambos casos), también contrasta lo que Santiago esperaba que sus lectores hicieran con lo que en realidad estaban haciendo.

«El apóstol Santiago, que escribió después de la muerte de Cristo, habla del Decálogo como de la «ley real*, y de la «ley perfecta, la ley de libertad»» (Elena G. de White, El conflicto de los siglos, cap. 28, pág. 460). (Éxodo 34:28; Deuteronomio 4:13). Es «real» o «suprema» porque el resto de los principios que han de gober­nar nuestras relaciones están subordinados y englobados en ella.

Para más detalles, véase Alejo Aguilar, Búsquenme y vivirán (México, D. F.: Gema editores, 2011), págs. 41-53.

El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 71.

La mentalidad hebrea no clasifica las leyes en morales, ceremoniales, civiles o de salud, ya que todas por igual son mandatos del mismo Dios.

Giacomo Cassese, Epístolas universales (Minneapolis: Augsburg Fortress, 2007), pág. 20.

«El amor es un precioso don que recibimos de Jesús. El afecto puro y santo no es un sentimiento, sino un principio. Los que son movidos por el amor verdadero no c arecen de juicio ni son ciegos. Enseñados por el Espíritu Santo, aman supremamente a Dios y a su prójimo como a sí mismos» (Elena G. de White, El ministerio de curación, pág. 277).

Tal como aparece en: «The de Paiva Forgiveness Story: Forgiving the Unthinkable», Adventist Affirm 18/2 (verano, 2004), disponible en http://www.adventistsaffirm.org/article.php?id=129.

Esto puede verse extraordinariamente en las siguientes palabras de Jesús: «Y Jesús decía: -Padre, perdó­nalos, porque no saben lo que hacen…» (Lucas 23:34). Efectivamente, la Biblia no dice que Cristo haya sentido algo bondadoso por quienes lo estaban torturando, pero sí nos aclara que tuvo una actitud que, pese a experimentar los más agudos dolores, le llevó a orar pidiendo por su perdón.

Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, págs. 71, 72.

 


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