Libro Complementario 08 Enero – Marzo 2012

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Fulgores de Dios
Jo Ann Davidson 

Capítulo 8

Dios en guerra

Muchos países designan por lo menos un día al año para honrar las trágicas muertes de soldados que dieron su vida en batalla. En los Estados Unidos, el Memorial Day [Día del recuerdo] ocu­rre en el mes de mayo. Una visita a Wàshington, D.C., con sus muchos monumentos relativos a la guerra, es un recordativo de los horrores de este flagelo. El Cementerio Nacional de Arlington tiene hectáreas de pequeños señaladores blancos sobre las tumbas de los amados miembros de muchas familias. El muro de mármol negro del Vietnam War Memo­rial [Monumento de la guerra de Vietnam] enumera miles de nombres grabados de jóvenes de ambos sexos –hermanas, hermanos, hijos, hijas, primos, padres y madres que sus familias todavía extrañan– cortados antes de que pudieran vivir sus vidas. El número mismo de nombres hace que uno se pregunte cuán diferente habría sido la historia de los Estados Unidos si todos esos soldados no hubieran sido masacrados en el vigor de su vida por una guerra, y en cambio hubieran enriquecido al mundo con sus capacidades y sus fortalezas. Los monumentos de la guerra tes­tifican correctamente del mortal costo de esta tragedia. La guerra es una realidad terrible de este mundo, y es apropiado que una vez al año sean honrados los que han hecho el sacrificio máximo de sus vidas.
De acuerdo con las Escrituras, está ocurriendo una gran guerra cós­mica entre Cristo y Satanás. Virtualmente, cada libro de la Biblia habla acerca de la actividad guerrera de Dios, al describir fieras hostilidades con su enemigo desde la caída (Génesis 3). En esa ocasión, Adán y Eva eligieron creer las arteras y mentirosas palabras de la serpiente, que demostraba que Dios tenía un enemigo y que el pecado ya había invadido el universo. Cuando maldijo a la serpiente después de las decisiones equivocadas de la pareja, Dios señaló claramente los dos lados de este gran conflicto: «Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar» (Génesis 3:15). Desde entonces, cada persona ha sido afectada por este conflicto malvado.
Después de cruzar el Mar Rojo, los hijos de Israel cantaron: «Jehová es varón de guerra» (Éxodo 15:3). Decenas de miles de israelitas desarmados habían escapado apenas de la muerte a manos del monarca egipcio, que estaba decidido a desafiar a Dios y esclavizar a su pueblo. Su liberación milagrosa era una evidencia notable de la naturaleza guerrera de Dios.
El Nuevo Testamento continúa presentando la batalla cósmica entre Cristo y Satanás, con la cruz como su clímax. Pablo se refiere a este con­flicto con un lenguaje claramente bélico:
«Y a vosotros, estando muertos en pecados […] os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados […] despojando a los principados y las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Colosenses 2:13-15).
Cristo, el Guerrero divino, no vino para hacer guerra contra los enemigos políticos de Israel (en ese tiempo, los romanos), sino a luchar contra un enemigo aún más mortal: el diablo mismo. Y le costó la vida.
Es casi imposible expresar palabras en relación con la naturaleza de la muerte de Cristo en la cruz. En ese momento, tal muerte era considerada vergonzosa y miserable, reservada para los criminales más despreciables. La crucifixión de Cristo también parecía ser el éxito máximo de Satanás. Él pensó que había logrado una meta que parecía más allá de su alcance. Pero la cruz, en realidad, fue el cénit de la gloria. Lo que pareció ser la muerte de Dios y la disolución de la Trinidad realmente fue la de­mostración más gloriosa posible de la justicia y la misericordia. Aunque Jesús era aparentemente impotente y murió en la cruz, realmente estaba alcanzando la victoria sobre su archienemigo.
Este es el centro del evangelio, y está basado en una inversión asom­brosa. Dios ganó el conflicto supremo, no matando sino muriendo. La Escritura concluye como comienza, destacando la brutal guerra entre Cristo y Satanás, pero ahora presenta la victoria divina final. En realidad, uno de los retratos más dramáticos de Jesús como un poderoso guerrero aparece en el Apocalipsis:
«Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y lim­pio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES» (Apocalipsis 19:11-16).
Aunque la batalla decisiva fue librada y vencida, la guerra cósmica todavía continúa, sumando numerosas bajas. Muchas iglesias cristianas exhiben un monumento del recuerdo para la batalla decisiva en este conflicto de larga duración. Usan una réplica de lo que Dios mismo erigió: la cruz.
Pero, allí en el monte Calvario, en esa áspera cruz, colgó un criminal condenado que la mayor parte de la gente no reconoció como Dios. «Es cierto», decían con ironía, «tú eres el Mesías. Pero no me parece que eres como Dios», se burlaban y ridiculizaban mientras moría. La crucifixión estaba destinada a infligir el dolor y la humillación máximos. Lo rudo del evento es un aspecto vital para comprender la increíble gracia que se ofrece desde esa cruz. La cruz no era una vista bienvenida en ese enton­ces. Y, con representaciones elegantes y artísticas de la cruz en iglesias, boletines de iglesia y materiales cristianos, es fácil olvidar cuán fea y despreciable era realmente la cruz cuando Jesús murió. Era el castigo máximo en el primer siglo.
Las celebraciones modernas de la Pascua y la Navidad se diferencian por un fenómeno curioso. Las conmemoraciones públicas para la época de la Pascua nunca son tan extensas como las de la Navidad, con sus decoraciones festivas exuberantes que adornan los frentes de casas y negocios. Las estaciones de radio difunden la música de Navidad durante semanas. Por supuesto, la actividad comercial moderna de la Navidad tiene muy poco que ver, si acaso algo, con el nacimiento del Cristo niño. No obstante, apenas puede negarse que la Navidad ha llegado a ser el centro del calendario del año. La época de la Pascua no atrae la misma atención. Y las festividades de la Pascua duran generalmente un día, y a menudo se vinculan con huevos de Pascua y conejos de chocolate.
Es importante destacar que esta prioridad moderna es inversa a la de la Escritura. En el Nuevo Testamento, la Navidad no es el foco princi­pal. Los informes de la vida del Mesías de los cuatro evangelios centran su atención en los eventos que llevan a la crucifixión, y la incluyen. El asombroso milagro de la encarnación de Cristo, la historia de Navidad, en comparación, apenas se menciona. Los primeros capítulos de Mateo y Lucas contienen el registro apreciado del milagro de la Navidad. Sin embargo, el Evangelio de Marcos comienza con Juan el Bautista y no con­tiene ninguna mención a Belén: Cristo ya es un adulto cuando comienza el relato de Marcos. En forma similar, el Evangelio de Juan también comienza con Juan el Bautista. Marcos y Juan omiten los detalles del nacimiento de Jesús. Mateo y Lucas lo incluyen, sí, pero son selectivos en comparación con la vida adulta de Jesús.
No obstante, tanto Lucas como Mateo, después de contar el nacimiento del bebé Jesús, cambian rápidamente el énfasis. En realidad, los cuatro escritores de los evangelios, en lugar de proporcionar un informe detallado de la niñez de Jesús y de su vida adulta temprana, pasan rápidamente a los eventos que conducen a la crucifixión y la incluyen. Aunque solo dos evangelios mencionan el nacimiento de Cristo, los cuatro evangelios se centran cuidadosamente en la semana de la muerte de Cristo. De un tercio a la mitad de los cuatro evangelios, de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, se dedican a una semana: todos concentran su atención en la cruz.
A pesar del asombroso milagro del nacimiento de Cristo en Belén, sus treinta años en Nazaret, su profunda enseñanza, y sus poderosos mi­lagros de compasión y poder, estos eventos vitales no son el foco central del registro de la vida de Cristo en el Nuevo Testamento. Lo que domina los evangelios es la muerte de Jesús. Cristo a menudo se refirió a ella, dando afirmaciones explícitas en camino a Jerusalén con sus discípulos y un grupo de seguidores. Mientras caminaban, Jesús describió lo que le sucedía a él:
«He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles; y le escarnecerán, le azotarán, y escupirán en él, y le matarán; mas al tercer día resucitará» (Marcos 10:33, 34).
Increíblemente, sin pensar en la declaración de Jesús, Santiago y Juan le hicieron un pedido: querían tener los cargos de mayor autoridad al lado del Señor cuando estableciera su Reino, lo que ellos suponían que sucedería pronto. Los otros discípulos se indignaron, pero no porque los dos hermanos fueron insensibles en relación con la cercana muerte de Cristo. Más bien, se resistieron por haber perdido la oportunidad de ser los primeros en hacer el temerario pedido de preeminencia.
Se desató una disputa, y Jesús tuvo que intervenir, recordándoles otra vez la naturaleza de su Reino. La preeminencia o la grandeza no son resultados de la promoción propia y las conexiones políticas sino del sacrificio. «Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45).
Cristo resumió su misión declarando que su obra cumbre no sería sus enseñanzas o sus milagros, o aun ser coronado Rey, aunque eso es lo que los discípulos todavía presumían. Más bien, ha venido para morir, indi­cando claramente, como un eco, la descripción del Siervo Sufriente que se encuentra en Isaías 53. Jesús insiste en que él ha venido para derramar su vida como sacrificio, como Sustituto de la raza humana condenada a muerte por causa del pecado. Y esto es lo que realmente define su Reino.
Aun en la Última Cena, instituida por Cristo mismo la noche antes de su muerte -el único acto conmemorativo que él personalmente autorizó-, conmemora no su nacimiento, su vida, sus palabras o sus milagros, sino su muerte. Cristo deseaba, sobre todas las cosas, ser recordado por su muerte.
A la luz de esto, a la luz de su mortal batalla con Satanás, que Jesús, el Poderoso Guerrero, peleó y ganó en la guerra cósmica, sería bueno reflexionar sobre el profundo significado de la cruz. La muerte de Cristo no es un detalle periférico o una consideración opcional en los evange­lios; es el foco principal. Dos aspectos vitales de la expiación de Cristo necesitan ser repasados con frecuencia:
Primero de todo: los cristianos nunca dudaron del amor de Cristo. Muchos himnos honran rectamente su gran amor por toda la humani­dad. Aun los niños cantan felices: «Cristo me ama, esto sé». El amor de Cristo es cálidamente afirmado por todos los creyentes. Sin embargo, el amor del Padre es otra cosa. Muchos tropiezan sobre el amor del Padre. Por lo tanto, para que no haya un malentendido de que, por medio de su muerte en el Calvario, Jesús estaba tratando de persuadir a un Padre- Dios enojado para que sea perdonador, recuerda inmediatamente las propias palabras de Jesús: «De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito», y «no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama» (Juan 3:16; 16:26, 27); el énfasis fue agre­gado). Aparentemente, Juan no podía sacarse de la mente esta verdad maravillosa, porque escribe: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios». «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él» (1 Juan 3:1; 4:9).
El apóstol Pablo también comprendió la verdad acerca del amor del Padre: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Efesios 2:4-7).
En Romanos 8, escribió un pasaje que se usa a menudo para asegurar el amor inextinguible de Cristo. Sin embargo, contiene una breve frase que matiza el significado:
«Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:38, 39; el énfasis fue añadido).
Esta frase de tres palabras, a menudo pasada por alto, subraya que nada puede separarnos del amor de Dios, que es en Jesús. La Escritura insiste en que el amor del Padre es la fuente, no la consecuencia, de la expiación. Dios no nos ama porque Cristo murió por nosotros; Cristo murió por nosotros porque Dios nos ama. Es bueno repetir que la horrible muerte de Jesús no era necesaria para impulsar al Padre a amar a aquellos que de otro modo él odiaría; no fue hecho para producir un amor que no existía. Más bien, era una manifestación del amor que ya estaba en el corazón de Dios.
El segundo aspecto de la expiación que necesitamos repasar es que la Escritura también nos instruye cuidadosamente en el sentido de que el perdón que Dios ofrece por medio de la cruz no es disimular o pasar por alto el pecado como si fuera un problema trivial, como podría hacer un padre excesivamente indulgente, diciendo: «Oh, te perdono; está todo bien». Tampoco Jesús murió por causa de que los sentimientos de Dios fueron afectados por la pecaminosidad humana. La Escritura es muy clara en cuanto a que aunque el amor de Dios por sus hijos es indestruc­tible, está profundamente en contra del pecado: hay un gran número de textos bíblicos que enfatizan, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, que la intensa ira de Dios con respecto al pecado no puede ser evitada. En realidad, la ira de Dios es uno de los atributos divinos más frecuentemente mencionados en la Biblia. Jesús mismo nos advierte: «No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno» (Mateo 10:28). La Biblia es clara como el cristal: ¡Dios nunca perdona el pecado, nunca! Él perdona a pecadores. Y la cruz revela cuán mortal es el pecado, y cuán costosa es nuestra redención.
Los cristianos modernos a veces calculan que «pequeños» errores, tales como una amargura no perdonadora, pequeñas mentiras blancas, la impaciencia y la intemperancia, no son realmente tan «malas», y enton­ces se imaginan que Dios tiene la misma complacencia hacia el pecado. Como el pecado no levanta nuestra ira, encontramos difícil de creer que el pecado provoque la ira de un Dios santo. Sin embargo, la Escritura insiste en la seriedad del pecado y que nos separa de Dios. Ningún es­critor bíblico admite que alguien un día podría sencillamente llegar al cielo a la deriva, sin arrepentirse ni aceptar el perdón.
Es esencial tener estos dos conceptos fundamentales claros de la enseñanza bíblica sobre la expiación: Dios ama profundamente a cada persona, pero odia el pecado.
Nuestra familia estuvo viviendo un año en Israel. Cuando mi esposo, Richard, supo que los samaritanos todavía sacrifican ovejas en la Pas­cua, cada año, sobre el monte Gerizim, pensó que debíamos asistir a la ceremonia. Admito que yo vacilaba. Las tensiones en el Cercano Oriente estaban altas en ese momento, y necesitaríamos un permiso especial del Gobierno para viajar allá. Yo pensé que no valía la pena todo el problema y el peligro posibles. Pero, lo que realmente ocurría era que, finalmente, tuve que afrontar honestamente mis sentimientos acerca del sistema de sacrificios del Antiguo Testamento (y las veces que «secretamente» lo ponía en duda). Había estado acariciando pensamientos que esperaba neciamente que Dios nunca notaría mientras cuidaba del universo, peguntándome por qué el Creador no podría haber enseñado lecciones acerca del pecado y el perdón de algún otro modo.
A último momento, decidí ir. Mientras esperábamos que el acto de la Pascua comenzara en esa ladera ventosa del monte Gerizim, estuve un poco furiosa conmigo misma por haber ido, no obstante algo curio­sa, y luego otra vez admitía sentimientos negativos contra el sistema de sacrificios ordenado por Dios. Los samaritanos no tenían idea de lo que sucedería. La atmósfera carnavalesca me enfureció. Después de la cere­monia, estaba más molesta que antes. Era horrible, y yo tenía náuseas. Pasé mucho tiempo el resto de esa tarde acariciando mi actitud contraria cuando, abruptamente, una nueva vislumbre asaltó mi pensamiento. Y el pensamiento me asombró: el pecado es así de terrible.
De repente, me convencí de que el sistema de sacrificios no era algo que los humanos hacían para Dios, sino algo que Dios usaba para tratar de enseñar una lección sumamente difícil de captar. ¿De qué otro modo podía fijar en nuestras mentes cuán ofensivo y costoso es el pecado? ¿De qué otra manera podía describir a su propio Yo inocente, sufriendo el castigo y la muerte que causa el pecado? Pues así como los inocentes corderos allí sobre el monte Gerizim luchaban contra el cuchillo de la muerte, así el Mesías sin pecado, en la fortaleza de su juventud, luchaba con el horror de la muerte hasta que sangre brotó de su frente. En Getsemaní, él cayó postrado, aferrándose a la tierra, y clamando en agonía: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39).
«Todo el cielo y los mundos no caídos en el pecado habían sido testigos de la controversia entre Cristo y Satanás. Con intenso interés habían seguido las escenas finales del conflicto. Habían contemplado al Salvador entrar al jardín del Getsemaní, su alma abrumada por un horror de oscuridad que nunca antes había experimentado. Una agonía abrumadora había extraído de sus labios el amargo grito de que esa copa, si fuera posible, pasara de él. Un asombro terrible había llenado su divino espíritu con temor y temblor, al sentir que la presencia del Padre lo abandonaba. Estaba triste, con una amargura de tristeza que excede la de la última lucha contra la muerte; la transpiración de san­gre brotó de sus poros, y cayeron en gotas sobre el suelo. Tres veces la oración pidiendo liberación había sido extraída de sus labios. El Cielo había estado sin poder soportar la visión, y había enviado un mensajero de consolación al postrado Hijo de Dios, débil y moribundo bajo la culpabilidad acumulada del mundo».
El problema del pecado no es un asunto menor, en el que el Dios del cielo tiene un sentimiento herido. Jesús sufrió una muerte con una tortura terrible que separó a Dios de Dios. Era una ejecución divina, y tanto el Padre como el Hijo estaban angustiados. Cristo soportó la santa ira de Dios contra el pecado hasta lo máximo sobre sí mismo porque Dios ama a los pecadores más de lo que amaba su propia vida. «Dios, el Creador infinito, llegó a ser un sacrificio perfecto en favor del alma hu­mana distorsionada. Él no solo muere, sino lo hace como un espectáculo público de vergüenza».
Mientras estos conceptos me inundaban en nuestro viaje de regreso a Jerusalén esa noche, quedé pensando: «Pero, Dios, ¿cómo puedes amar tanto? ¿Cómo puedes amar tanto?» Finalmente me di cuenta de cuánto necesitaba aprender acerca del verdadero amor y el verdadero perdón.
«Hay poco que podamos señalar en nuestras vidas que merezca algo fuera de la ira de Dios. Nuestros mejores momentos han sido mayormen­te grotescas parodias. Nuestro mejor amor ha sido casi siempre nublado con egoísmo y engaño. Pero hay algo que podemos señalar: No es algo que hayamos hecho o que hayamos sido alguna vez, sino algo que fue hecho por nosotros por otro. No nuestras propias vidas, sino la vida de uno que murió por nosotros y todavía vive. Esta es nuestra gloria y única esperanza».
La guerra es una espantosa realidad en este mundo presente. La Gue­rra Cósmica es la más infame de ellas. La salvación es provista a un costo inmensurable, el derramamiento de la santa sangre de Dios.
«En esta vida, podemos apenas empezar a comprender el tema ma­ravilloso de la redención. Con nuestra inteligencia limitada podemos considerar con todo fervor la ignominia y la gloria, la vida y la muerte, la justicia y la misericordia que se tocan en la cruz; pero ni con la mayor tensión de nuestras facultades mentales llegamos a comprender todo su significado. La largura y anchura, la profundidad y altura del amor redentor se comprenden tan solo confusamente. El plan de la redención no se entenderá por completo ni siquiera cuando los rescatados vean como serán vistos ellos mismos y conozcan como serán conocidos; pero, a través de las edades sin fin, nuevas verdades se desplegarán continua­mente ante la mente admirada y deleitada».
La Reforma protestante alegaba que la fe cristiana siempre será mal interpretada si no se entiende bien la cruz. Cristo y su muerte están en el mismo centro de los caminos salvadores de Dios en la Escritura. En efecto, sin la cruz estamos sin la lupa a través de la cual el amor y la santidad de Dios se ven más claramente. Es el lugar donde el carácter de Dios brilla en forma más luminosa y donde se basa su solución del problema del pecado. La admisión a esta tierra santa significa la hu­millación de nuestro orgullo y el arrepentimos de nuestra tendencia natural a evadir el juicio de Dios sobre nuestra pecaminosidad. Invo­lucra estar dispuestos a reconocer cuán corruptos somos realmente, aceptando el sereno juicio de Dios sobre nuestras vidas caídas en vez de la evaluación favorable que tendemos a darnos a nosotros mismos. Actualmente, la enemistad que deberíamos sentir hacia el pecado es ahora, a menudo, dirigida contra Dios. Pero, el asombro del cielo (y también debería ser el nuestro) es que Dios, el Juez de toda la Tierra, es también nuestro Salvador, y lleva nuestra sentencia de muerte sobre sí mismo: ¡qué noticia magnífica!
No es extraño que Elena de White haya aconsejado que haríamos bien si «dedicásemos una hora de meditación cada día para repasar la vida de Cristo […] especialmente las [escenas] finales de su vida terre­nal». Su libro sobre la vida de Cristo, El Deseado de todas las gentes, exhibe el mismo foco de concentración sobre la cruz que los cuatro evan­gelios. Gran parte de sus páginas se concentran en la pasión de Cristo.
Ella sugiere que, si profundizamos nuestra comprensión de la ex­piación de Cristo, «nuestras oraciones [serán] más aceptables a Dios, porque […] serán […] inteligentes y fervientes». Ella siempre exalta las maravillas de la cruz.
«El divino-humano Portador del pecado puede quitar nuestros pe­cados. El pensamiento es demasiado grande para nuestra comprensión. Oh, cuán honrados somos en tener un Salvador que puede salvar hasta lo sumo a todos los que van a Dios por él. El Señor Jesús puede comuni­carnos verdades espirituales que ninguna palabra nuestra puede expre­sar adecuadamente». «La cruz de Cristo será la ciencia y el canto de los redimidos durante toda la eternidad».

 

Referencias
El libro del Apocalipsis se refiere a la entrada del pecado en el universo como la guerra en el cielo, donde «Miguel y sus ángeles luchaban contra el dra­gón; y luchaban el dragón y sus ángeles; pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente anti­gua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él» (Apocalipsis 12:7-9).

Ver también: «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (Hebreos 10:31).

No es exacto pensar que la ira de Dios es una emoción violenta o una pa­sión descontrolada. El autor John Stott la define como «el antagonismo sereno, inexorable, incesante y sin componendas al mal en todas sus formas y manifes­taciones» (John R. W. Stott, The Cross of Christ [Downers Grove, Ill.: IVP, 1986], p. 190). El escritor Philip Ryken es perceptivo al declarar: «Siendo que es correcto y bueno que Dios odie toda cosa mala, la ira es una de sus perfecciones divinas. No es algo de lo cual avergonzarse, por lo tanto, sino algo para ser alabado» (Philip Graham Ryken, «Atoning Blood», en Precious Blood: The Atoning Work of Christ, Richard D. Phillips, ed. [Wheaton, Ill.: Crossway Books, 2009], p. 59).

La Verdad Presente, (18 de febrero de 1886), párrafo 3. La descripción que hace Elena de White de este momento en el Getsemaní revela más de la agonía: «Jesús ora esa oración que los ángeles nunca antes escucharon. Es la voz del impotente que sufre la que habla. ‘Oh, Padre mío’, dice, ‘si es posible, que esta copa pase de mi’. Su corazón parece estallar con la agonía, y de su frente pálida caen gotas de sangre. La misma corriente de la vida parece fluir saliendo de su corazón san­grante.
«Los poderes de las tinieblas rodeaban al Hijo de Dios; el destino de un mundo perdido estaba en la balanza. Satanás estaba vistiéndolo con las ropas del pecado. Cristo se había puesto en el lugar del pecador, y él sentía que un enorme golfo lo separaba de su Padre. Fue un momento de agonía del alma para el Hijo de Dios. Fue la hora del poder de las tinieblas. ¿Bebería él la copa? ¿Tomaría él sobre su alma divina la culpabilidad de un mundo perdido, y consentiría en ser contado con los transgresores? Aquí fue que la misteriosa copa tembló en su mano. Las nubes de la ira pasaban sobre su cabeza, pero los ayes de un mundo perdido también se levantaban ante él; y él consintió en el sacrificio. ‘No obs­tante’, dijo, ‘no mi voluntad, sino la tuya sea hecha’ » (The Youth’s Instructor, 11 de abril de 1901).

En su libro The Crucified God, Jürgen Moltmann expresó la pérdida tanto para el Padre como para el Hijo: «El Hijo sufría muriendo, el Padre sufría la muerte del Hijo. El dolor del Padre aquí es tan importante como la muerte del Hijo. La separación del Padre que sentía el Hijo es comparable con la separación del Hijo que sentía el Padre. La pérdida para Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo es la aniquilación de la intimidad y del gozo. Por un tiempo, la Deidad estaba en guerra consigo misma, el momento más inconcebible en el universo. El costo está más allá de toda comparación» (Jürgen Moltmann, The Crucified God [San Francisco, Cal.: Harper, 1991], p. 243).

Dan B. Allender y Tremper Longman, III. Bold Love (Colorado Springs, Colo.: NavPress, 1992), p. 84.

Frederick Buechner, The Magnificent Defeat (Nueva York: Harper y Row, 1996), pp. 85, 86.

Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 709.

Elena de White, Maranatha el Señor viene, p. 75.

Elena de White, El camino a Cristo, pp. 88, 89.

Elena de White, Manuscript Releases, tomo 20, p. 153; El conflicto de los siglos, p. 709.

 

Categorías: La Deidad

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