Libro Complementario 01 Enero – Marzo 2012

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Fulgores de Dios
Jo Ann Davidson 

Capítulo 1

Dios es un autor

El primer día de cada una de mis clases que enseño en el Semina­rio Teológico Adventista en la Universidad Andrews, tomo un tiempo para describir a los alumnos las metas y los requisitos de la clase, incluyendo una introducción a los libros de texto. Quiero que mis estudiantes comprendan los puntos fuertes de los libros, y cómo el estudiarlos fortalecerá su capacidad de razonamiento. Es necesario el discernimiento, porque muchas «teologías» están compitiendo por nuestra atención hoy.
Para complicar las cosas, la mayoría de los sistemas religiosos tienen lo que se suele llamar un texto sagrado. El libro que los cristianos lla­man «Sagradas Escrituras» se considera a menudo como uno de ellos. Se piensa, y aun lo hacen algunos cristianos, como la mejor literatura espiritual que salió del cristianismo, pero luego se la iguala con los es­critos del budismo o del Islam, con el Bhagavad Gita del hinduismo, o aun con los excelentes materiales devocionales de Martin Luther King o de la Madre Teresa de Calcuta. La implicación es que cada tradición religiosa genera unas pocas personas espiritualmente avanzadas, que expresan reflexiones comparables. Algunos hasta alegan que es el colmo de una mente cerrada, o de la arrogancia de los cristianos, que insistan que su «texto sagrado» es el mejor o que es más importante que otros.
Sin embargo, ¿son todos los textos sagrados realmente iguales? ¿Por qué insisten los cristianos en que su Santa Biblia contiene la única verdad absoluta? ¿Por qué pretenden que el «libro de texto» primario de la fe cristiana tiene una autoría divina?
Por supuesto, la Biblia no es un libro de texto según la definición moderna de la palabra. Pero es un libro, sin duda. Y, además, singular. Los materiales bíblicos merecen ser evaluados con atención, notando las suposiciones fundamentales y los parámetros dentro de los cuales actúan muchos de los escritores bíblicos. Damos gracias, porque a menudo se los expresa claramente.
Primero, ninguno de los escritores bíblicos intentó alguna vez de­mostrar la existencia de Dios. Sin excepción, todos dan por sentado que él existe. Por ejemplo, los profetas bíblicos pretenden tener un conoci­miento real de un Dios infinito. Están absolutamente seguros de que Dios habla por medio de ellos cuando truenan: «¡Así dice Jehová!» El autor Fleming Rutledge dice con discernimiento:
«El testimonio de la Biblia es que todos los otros dioses bajo el sol son un producto de la conciencia humana, excepto únicamente el Dios del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento. Sea que lo creamos o no, debemos admitir que es una pretensión majestuosa. Estoy más convencido que nunca de que las Escrituras ponen delante de nosotros algo, o más bien a Uno, que está mucho más allá de cualquier cosa que la imaginación humana, sin asistencia especial, pudo soñar».
Además, los escritores bíblicos creen en Dios cuando declaran que él puede predecir el futuro y que el hacerlo destaca su divinidad:
«Alegad por vuestra causa, dice Jehová; presentad vuestras pruebas, dice el Rey de Jacob. Traigan, anúnciennos lo que ha de venir; dígannos lo que ha pasado desde el principio, y pondremos nuestro corazón en ello; sepamos también su postrimería, y hacednos entender lo que ha de venir. Dadnos nuevas de lo que ha de ser después, para que sepamos que vosotros sois dioses».
«He aquí se cumplieron las cosas primeras, y yo anuncio cosas nue­vas; antes que salgan a luz, yo os las haré notorias».
«Aun antes que hubiera día, yo era; y no hay quien de mi mano libre. Lo que hago yo, ¿quién lo estorbará?» (Isaías 41:21-23; 42:9; 43:13).
Por medio de los profetas, Dios anuncia grandes profecías de tiempo con respecto a la historia de las naciones y también de la venida del Me­sías. Algunas mentes modernas suponen que el Autor de las Escrituras no podría ser tan preciso, y sugieren que las profecías predictivas fueron escri­tas después del hecho. Sin embargo, esta actitud moderna de dudar de la capacidad de Dios para predecir el futuro nunca aparece en las Escrituras.
Además, todos los escritores bíblicos están absolutamente seguros de que, aunque infinito, Dios puede comunicarse con los seres humanos, y lo hace. Nunca conceden que el lenguaje humano es alguna clase de barrera para la comunicación directa de Dios. De hecho, con gran fre­cuencia, se menciona que Dios es la Persona real que habla por medio del profeta; por ejemplo, las palabras de Elías en 1 Reyes 21:19, a las que se refiere 2 Reyes 9:25 y 26 como la sentencia que «Jehová pronunció […] sobre él», en donde ni se menciona a Elías. El mensaje de un profeta siempre es considerado equivalente a un mensaje directo de Dios.
Esta identificación de las palabras de un profeta con las palabras de Dios es tan fuerte en el Antiguo Testamento que a menudo leemos que Dios habló «por medio de» un profeta. Y, desobedecer las palabras de un profeta era desobedecer a Dios. En Deuteronomio 18:19, Dios le indica a Moisés acerca del profeta venidero: «Cualquiera que no oyere mis pa­labras que él hablare en mi nombre, yo le pediré cuenta». Y, cuando Saúl desobedece la orden de Samuel en Gilgal, este lo reprende: «Locamente has hecho; no guardaste el mandamiento de Jehová tu Dios que él te había ordenado […] mas ahora tu reino no será duradero. […] por cuanto tú no has guardado lo que Jehová te mandó» (1 Samuel 13:13,14). Aunque Isaías 1:20 declara que «la boca de Jehová lo ha dicho», Pedro más tarde afirma que Dios habló «por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo» (Hechos 3:21).
Se presenta a los profetas del Antiguo Testamento, en forma consis­tente, como mensajeros enviados por Dios para hablar las palabras de él. De hecho, una característica distintiva de los verdaderos profetas es que no hablan sus propias palabras. El uso repetido de la fórmula intro­ductoria «así dice Jehová» –o su equivalente–, que se usó centenares de veces, unifica la plena autoridad de los mensajes proféticos dados por docenas de mensajeros.
En todo el Antiguo Testamento, se subraya repetidamente que los mensajes proféticos vinieron de Dios. Dios le dijo a Moisés: «Yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar» (Éxodo 4:12; cf. 24:3); a Jeremías y a Ezequiel: «He aquí he puesto mis palabras en tu boca» (Jeremías 1:9); «Les hablarás, pues, mis palabras» (Ezequiel 2:7; cf. 3:27). Y se tiene por responsables a las personas que rehúsen escuchar a un profeta, por no seguir «las palabras de Jehová, las cuales dijo por el profeta Jeremías» (Jeremías 37:2). Un profeta no está hablando de parte de Dios. Más bien, Dios habla por sí mismo a través de sus profetas. Y, se supone que el lenguaje humano es capaz de transmitir la comunicación divina.
Los profetas bíblicos experimentaron mucho más que meramente un «encuentro divino» que implantaba alguna convicción mística y/o admira­ción por Dios en sus corazones. Dios no transmite solamente sentimientos gloriosos sino que imparte información real. Siempre que Dios aparece en las Escrituras, dice algo. De hecho, es notable que una Persona del Dios triuno es conocida como la Palabra.
Estrechamente conectados con la palabra directa de Dios, uno en­cuentra muchos informes de un profeta que escribe las palabras de Dios que se toman como investidos con plena autoridad. Unos pocos ejemplos pueden recordarnos este punto vital: «Y Jehová dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un libro»; «Y Moisés escribió todas las palabras de Jehová» (Éxodo 17:14; 24:4); «Y cuando acabó Moisés de escribir las palabras de esta ley en un libro hasta concluirse […]» (Deuteronomio 31:24); «Y escribió Josué estas palabras [estatutos y leyes, y las palabras del Pacto renovado, vers. 25] en el libro de la ley de Dios» (Josué 24:26; sobre Josué como profeta, cf. 1 Reyes 16:34; Josué 1:5, 16-18); «Samuel recitó luego al pueblo las leyes del reino, y las escribió en un libro, el cual guardó delante de Jehová» (1 Samuel 10:25).
Aun el proceso del registro fue divinamente controlado, pues el es­critor es «inspirado» o «movido» (2 Pedro 1:21, Reina-Valera 1960 [RVR] y Biblia de Jerusalén [BJ]). Por ello, esta comunicación escrita tiene auto­ridad divina, como testifica Moisés: «No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella, para que guardéis los mandamientos de Jehová vuestro Dios que yo os ordeno» (Deuteronomio 4:2). La Escritura concluye con un sentimiento similar:
«Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro; si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro» (Apocalipsis 22:18, 19).
La revelación divina nunca es controlada por los seres humanos. No es un logro humano sino exclusivamente una actividad divina. Dios es el Autor de las Escrituras. Así, lo que encontramos en la Biblia no es una colección de intuiciones penetrantes acerca de la Deidad, o profundas percepciones humanas. Los escritores de ambos Testamentos, en forma consistente, testificaron que su conocimiento de Dios no era el producto final de su búsqueda diligente de lo divino, ni sus mejores pensamientos acerca de asuntos elevados. El conocimiento de Dios proviene exclusiva­mente de la iniciativa de Dios.
Los apóstoles del Nuevo Testamento escribieron con la misma auto­ridad absoluta que los profetas del Antiguo Testamento, insistiendo en que hablaban por el Espíritu Santo (1 Pedro 1:10-12), a quien acreditaban el contenido de su enseñanza (1 Corintios 2:12, 13). En forma significativa, el mismo Pablo, quien exhorta a los creyentes a trabajar unidos en paz, puede usar un lenguaje áspero para defender las verdades absolutas que él predicó (Gálatas 1:6-9). Como en el Antiguo Testamento, los escritores del Nuevo Testamento son muy «directivos», al pronunciar órdenes con absoluta autoridad (1 Tesalonicenses 4:1, 2; 2 Tesalonicenses 3:6, 12).
Los profetas y los apóstoles no describen de qué manera ellos reco­nocían la «palabra de Dios» cuando les llegaba, pero es claro que estaban seguros de que Dios había hablado. A veces dicen cosas que ellos no comprenden y que hasta objetan; no obstante, nunca dudan del origen divino del mensaje. Sin embargo, la Biblia no fue dictada verbalmente por Dios. El mensajero humano es guiado divinamente en la selección de palabras apropiadas, y así las palabras proféticas son llamadas «la Palabra de Dios». «El proceso de la inspiración no era mecánico. Dios no trató a los autores humanos como máquinas de recibir dictado o grabadoras, sino como personas vivientes y responsables». La individualidad de cada escritor es evidente; no obstante, los elementos humano y divino son virtualmente inseparables, como indica Elena de White:
«Pero la Biblia, con sus verdades de origen divino expresadas en el idioma de los hombres, es una unión de lo divino y lo humano. Esta unión existía en la naturaleza de Cristo, quien era Hijo de Dios e Hijo del hombre. Se puede, pues, decir de la Biblia lo que fue dicho de Cristo: ‘Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros’ (Juan 1:14)».
Ambos Testamentos, aunque fueron escritos por muchos autores humanos, revelan una continuidad, coherencia y unidad básicas. «La mejor explicación de esta unidad parece ser la actividad protectora de un solo Autor divino detrás de los autores humanos». Las extensas citas del Antiguo Testamento que aparecen en los escritos del Nuevo Testamento indican que el Antiguo Testamento era considerado como una revelación divina. Las mentes de los escritores del Nuevo Testamento están satura­das con el Antiguo Testamento. Se refieren a él y lo citan extensamente. Unos pocos de los centenares de ejemplos incluyen las palabras de Isaías (Isaías 7:14) citadas como «lo dicho por el Señor por medio del profeta» (Mateo 1:22). Citando «lo dicho por el profeta Joel» (Joel 2:28-32), Pedro inserta «dice Dios», atribuyendo a Dios las palabras de Joel (Hechos 2:16, 17). Cuando Pablo y Bernabé citan Isaías 49:6, lo presentan como algo que «nos ha mandado el Señor» (Hechos 13:47). Pablo escribe que el Es­píritu Santo habló por medio del profeta Isaías (Hechos 28:25). También cita el discurso de Dios en Éxodo 9:16 como «la Escritura dice a Faraón» (Romanos 9:17), otra vez igualando el Antiguo Testamento con lo que Dios dice. De un modo similar, el apóstol construye un argumento poderoso sobre el Antiguo Testamento para el evangelio, en el libro de Romanos.
Los cuatro evangelios hacen que sea notablemente evidente que Jesús se sometió sin reservas a la autoridad absoluta del Antiguo Testamento. Cita Génesis 2:24 como palabras que Dios dijo (Marcos 19:5). Habla de «toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mateo 4:4), citando el Antiguo Testamento (Deuteronomio 8:3), que es fundacional para su enseñanza. La pro­fecía del Antiguo Testamento es el modelo para su vida, como a menudo declaró: «Se cumplió lo dicho por el profeta», y «Escrito está».
Nunca reprendió a los teólogos judíos de su tiempo por estudiar el Antiguo Testamento, sino solo por permitir que la tradición humana oscureciera y aun falsificara la Palabra escrita de Dios (Mateo 15:1-13). Preguntó: «¿No habéis leído lo que hizo David […]? ¿O no habéis leído en la ley […]?» (Mateo 12:3, 5). Cuando le preguntaron sobre el tema del divor­cio, respondió: «¿No habéis leído […]?» (Mateo 19:4). Su respuesta a quienes les molestó que los niños aclamaran en el Templo fue «Sí; ¿nunca leísteis […]?» y luego citó del Antiguo Testamento (Mateo 21:16). Una vez, cuando dudaron de su autoridad, Jesús les contó una parábola, y concluyó con estas palabras: «¿Ni aun esta escritura habéis leído […]?» (Marcos 12:10).
En respuesta a la pregunta de un intérprete de la ley, Jesús le pregun­tó: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?» (Lucas 10:26). El intérprete contestó con una cita de los Diez Mandamientos, y Jesús afirmó: «Bien has respondido» (10:28). Respondiendo a los saduceos con respecto al matrimonio en el cielo, él dijo: «Erráis, ignorando las Escrituras […] ¿No habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando […]?» (Mateo 22:29, 31). Jesús preguntó a un fariseo destacado, Nicodemo: «¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?» (Juan 3:10). Interrogado acerca de los eventos finales, Jesús se refirió a Daniel (Mateo 24:15).
«Hoy, a veces se argumenta que la veracidad de la Biblia no necesaria­mente incluye los detalles históricos. No obstante, Jesús y los escritores del Nuevo Testamento aceptan la historicidad del Antiguo Testamento, alegando que las narraciones históricas del Antiguo Testamento verifi­can acciones futuras de Dios».
La calidad estética de las Escrituras no debería pasar inadvertida. La naturaleza exquisita de la antigua poesía hebrea ha sido por mucho tiempo exaltada. En las últimas décadas, la calidad literaria de las na­rraciones bíblicas finalmente ha sido reconocida, admitiendo que estas historias no fueron escritas principalmente para niños, sino que eran expresadas por adultos por medio de expresiones literarias dotadas de autoridad. Dios, el Autor de la Escritura, utiliza valores estéticos para intensificar su revelación. La inspiración divina involucra la forma así como el contenido.
Aunque la Biblia pueda parecer una colección enigmática de mate­riales aparentemente no relacionados: poesía, códigos legales, sermo­nes, cartas, profecías, parábolas, anales reales y genealogías, están todos unidos bajo una cubierta, y permite que la Escritura sea mal leída o mal interpretada. Muchos de los escritores bíblicos, aun Cristo mismo, ad­vierte contra enseñanzas y maestros falsos. Gracias a Dios, el Señor Jesús provee una clave vital de interpretación: «Escudriñad las Escrituras […] ellas son las que dan testimonio de mí» (Juan 5:39). El apóstol Pablo, un erudito judío altamente educado (Hechos 22:3), testifica que, cuando vio a Jesús en el Antiguo Testamento, de sus ojos se desprendió un velo (2 Corintios 3:14-16). Jesús interpretó el Antiguo Testamento para dos discípulos que viajaban a Emaús el Domingo de Resurrección, haciendo que sus corazones «ardan» (Lucas 24:32), presentándose como el tema principal de la interpretación de la Sagrada Escritura, y la clave para hacerlo. Todo el Antiguo Testamento está resumido en él.
Elena de White defiende enfáticamente la inspiración divina de toda la Biblia:
«¿Qué hombre hay que se atreva a tomar la Biblia y decir que esta parte es inspirada y aquella otra no lo es? Preferiría que me arrancaran ambos brazos antes de que jamás hiciera una declaración o impusiera mi juicio sobre la Palabra de Dios en cuanto a qué es inspirado y qué no lo es […]. Nunca permitáis que un hombre mortal juzgue la Palabra de Dios o dictamine cuánto de ella es inspirado y cuánto no es inspirado, o que esta porción es más inspirada que algunas otras porciones. Dios le amonesta que se retire de ese terreno. Dios no le ha dado una obra tal para hacer. […] Os exhortamos a que toméis vuestra Biblia, pero no pongáis una mano sacrílega sobre ella y digáis: ‘Esto no es inspirado’ sencillamente porque algún otro lo ha dicho. Ni una jota ni una tilde jamás deben ser sacadas de la Palabra. ¡No lo hagáis, hermanos! No toquéis el arca».
Dios mismo expresó igual idea:
«Jehová dijo así: El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra» (Isaías 66:1, 2; el énfasis fue añadido).
En la Escritura, nos confrontamos con el divino Autor que se expresa ricamente, con hermosura y con verdad, porque él suspira por sus hijos y procura de veras comunicarles su amor por ellos. Fleming Rutledge expresa mis sentimientos en forma magnífica:
«Cada vez que pienso que estoy perdiendo mi fe, la historia bíblica me atrapa otra vez con una vida que es de ella. Ningún otro documento religioso tiene este poder. Quedo convencido, a pesar de todos los ar­gumentos, que Dios realmente habita en este texto. Con Job, digo otra vez: ‘De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en polvo y cenizas» (Job 42:5,6). […] El Dios que les proclamamos hoy no es la ‘vaga abstracción’ de los filósofos o la ‘sombra sin sustancia’ de la Nueva Era. […] Él es el Dios viviente».

Referencias
Fleming Rutledge, Help My Unbelief (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 2000), p. 25.

Por ejemplo: «Palabra de Jehová que vino a Jeremías, diciendo: Ponte a la puerta de la casa de Jehová, y proclama allí esta palabra, y di: Oíd palabra de Jehová, todo Judá, los que entráis por estas puertas para adorar a Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Mejorad vuestros caminos y vuestras obras, y os haré morar en este lugar» (Jeremías 7:1-3, el énfasis fue añadido).

John Stott, The Authority of the Bible (Downers Grove, III.: InterVarsity Press [IVP], 1974), p. 158.

El conflicto de los siglos, p. 8. También: «No son las palabras de la Biblia las inspiradas, sino los hombres son los que fueron inspirados. La inspiración no obra en las palabras del hombre ni en sus expresiones, sino en el hombre mismo, que está imbuido con pensamientos bajo la influencia del Espíritu Santo. Pero las palabras reciben la impresión de la mente individual. La mente divina es di­fundida. La mente y la voluntad divina se combinan con la mente y la voluntad humanas. De ese modo, las declaraciones del hombre son la palabra de Dios» (Mensajes selectos, tomo 1, p. 24).

John Stott, Ibíd., p. 163.

Wayne Grudem declara acertadamente: «Tal vez no se ha declarado en forma suficientemente enfática que en ninguna parte del Antiguo Testamento o del Nuevo Testamento algún escritor da algún indicio de una tendencia a desconfiar o a considerar ligeramente no confiable cualquier otra parte de la Escritura. Centenares de textos estimulan al pueblo de Dios a confiar en las Escrituras completamente, pero ningún texto anima a ninguna duda o a la más mínima desconfianza en las Escrituras» (Wayne A. Grudem, «Scripture’s Self-Attestation and the Problem of Formulating a Doctrine of Scripture», en D. A. Carson y John D. Woodbridge, eds., Scripture and Truth [Grand Rapids, Mich.: Baker Book, 1992], p. 31; el énfasis es de Grudem).

«Comentarios de Elena G. de White», en el Comentario bíblico adventista, tomo 7, p. 931 (el énfasis fue añadido).

Rutledge, Ibíd.

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Categorías: La Deidad

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