La victoria sobre el legalismo

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Gálatas 5:12-26
 

Hace algunos años, mi esposa y yo asistimos a un seminario de historia denominacional dictado en la Universidad Andrews. Uno de los asistentes era un caballero de unos 75 años de edad, con quien compartimos en una oportunidad el almuerzo en la cafetería de la universidad. Durante la conversación, él dijo: "Yo era un legalista acérrimo e intransigente. Estoy seguro de que mi pre­sencia resultaba sumamente desagradable para la gente a la que me acercaba. Debo haber hecho miserable la vida de mi pobre esposa. Pero hace unos tres años, el pastor de mi iglesia presentó una serie de temas acerca de la justificación por la fe, y comencé a verme co­mo realmente era. Estoy agradecido de que Dios haya cambiado mi vida. El ha transformado mi corazón y ya no soy un legalista".
Mientras mi esposa y yo conversábamos con aquel hombre comprendimos que él realmente había sido un legalista y que ya no lo era. Más tarde, cuando estábamos en nuestra habitación, dijimos: "¡Alabado sea Dios. Si eso puede ocurrir con un hombre de 75 años, puede ocurrir con cualquier persona!" La edad no importa cuando Dios transforma los corazones.
Sí, la victoria sobre el legalismo es posible. Y ése es el tema de la segunda mitad de Gálatas 5. Creo que la manera más sencilla de comprender esa sección será verla en primer lugar como un todo, para luego analizar los detalles. Eso nos permitirá movernos entre los versículos con libertad en lugar de examinar versículo por versí­culo o sección por sección. Será una metodología mucho más ade­cuada en este caso particular. He aquí los versículos 16 y 17: "Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis".
El punto principal que debemos notar en estos versículos es el conflicto existente entre la naturaleza pecaminosa y el Espíritu. En los versículos 19-23 Pablo analizó detalladamente ambos conceptos. He aquí lo que dice acerca de la naturaleza pecaminosa: "Y manifies­tas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmun­dicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios" (vers. 19-21).
Pablo también se refirió al Espíritu y a su influencia en la vida del cristiano: "Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, pacien­cia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley" (versículos 22, 23).
Pablo concluye entonces el capítulo con un breve comentario acerca de cómo pueden los cristianos vivir por el Espíritu en lugar de vivir por la naturaleza pecaminosa: "Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos vana­gloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros" (versículos 24-26).
La pregunta que se impone aquí es: ¿Por qué llega Pablo tan lejos, cerca del final de su respuesta al partido judío, como para ocuparse del tema de la naturaleza pecaminosa y de la vida en el Es­píritu? La respuesta es muy simple: el legalismo destruye la verdade­ra espiritualidad y finalmente conduce a los legalistas hacia abajo, precisamente a la senda descendente que ellos están tan ansiosos por evitar, a una vida de pecado que está en armonía con la naturale­za pecaminosa. ¡Y recorren esa senda haciéndose la ilusión de que en realidad están avanzando hacia la santidad!
Mencioné antes en este libro que los miembros del partido ju­dío que llegaron a Galacia eran completamente sinceros en su deseo de ayudar a los creyentes gálatas para que experimentaran la salva­ción. Puedo imaginarlos orando de rodillas en la casa de alguno de sus simpatizantes y rogando a Dios que "abra el camino para que la verdad divina pudiera extenderse por toda Galacia". Yo mismo he hecho muchas oraciones como ésa. ¿Cómo podía ser que individuos tan sinceros estuvieran tan equivocados?
Desafortunadamente, también puedo visualizar cuán determi­nados estaban a destruir la influencia de Pablo en las iglesias de Ga­lacia. Puedo escuchar sus críticas a la teología del apóstol, su esfuer­zo por desacreditarlo cuestionando la legitimidad de su apostolado. No cabe duda de que todo lo decían empleando el vocabulario reli­gioso adecuado, pero Pablo reconocía la motivación que se hallaba detrás de sus devotas expresiones.
Volvamos al comienzo de la porción bíblica que estamos consi­derando en este capítulo. En verdad, necesitamos comenzar con Gálatas 5:15, lo cual analizamos en la conclusión del capítulo ante­rior. He aquí ese versículo junto con los dos que le siguen: "Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os con­sumáis unos a otros. Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfa­gáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis".
El hecho de que estuvieran "comiéndose" y "mordiéndose" unos a otros era el resultado de los esfuerzos de los miembros del partido judío por imponer sus opiniones en las congregaciones de Galacia. Los cristianos gálatas que se oponían a ellos probablemente carecían de la madurez necesaria para manejar el problema sin sen­tirse perturbados ellos mismos, y eso hizo que las peleas y la crítica estallaran en las diversas congregaciones.
Con esto en mente, leamos el versículo 16: "Andad en el Espíri­tu, y no satisfagáis los deseos de la carne", dijo Pablo.
Dos cosas resultan significativas respecto de este versículo. La primera es el hecho de que la hostilidad y la crítica resultantes del legalismo del partido judío eran una manifestación de la naturaleza pecaminosa ("los deseos de la carne") en ambos bandos. La crítica del partido judío contra Pablo y sus esfuerzos por obligar a los gentiles a aceptar las demandas de la ley ceremonial del Antiguo Testa­mento pudieron haber sido el origen del conflicto, pero ambos ban­dos estaban manifestando su naturaleza pecaminosa.
Encuentro muy significativo el hecho de que el legalismo es una demostración precisamente de la misma naturaleza pecaminosa que los legalistas condenan tan vehementemente en otros. He ahí por qué el legalismo es un pecado tan difícil de reconocer en noso­tros mismos. Los legalistas se sienten tan bien por el hecho de que no son "malos", que nunca se les ocurre que su espíritu condenato­rio puede ser tan pecaminoso como los pecados que condenan en otros.
Sin embargo —y esto nos conduce al segundo pensamiento importante presente en el versículo 16—, allí donde Pablo señala el problema, también destaca cuál es la solución: "Andad en el Espíri­tu, y no satisfagáis los deseos de la carne". La victoria sobre cual­quier forma de legalismo proviene de aprender cómo andar en el Espíritu.
Si el legalismo brota de la naturaleza pecaminosa, la clave para vencerlo consiste en aprender a vivir en el Espíritu. Me gustaría analizar lo que significa vivir en el Espíritu en el contexto del proce­so a través del cual obtenemos la victoria sobre el pecado. Comenza­remos con el primer paso que los cristianos deben dar para vencer el pecado en sus vidas y avanzaremos hasta el último. Pero para ello nos desviaremos por un momento de la Epístola a los Gálatas, por­que allí Pablo analiza sólo el primero y el último de esos pasos. Los otros pasos intermedios son totalmente bíblicos, aunque Pablo no los mencione aquí.
El primer paso para obtener la victoria sobre cualquier pecado consiste en reconocer que se trata de un pecado y que somos culpa­bles de él. Eso se llama convicción. La convicción es también el pri­mer paso del cristiano hacia una vida vivida en el Espíritu, pues éste es quien convence de pecado. "Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado" (Juan 16:8).
Una de las maneras más importantes como el Espíritu Santo nos convence de pecado es por medio de la Biblia. Y puesto que Pa­blo era un escritor bíblico, el Espíritu podía utilizar su epístola a los cristianos gálatas para convencerlos de pecado.
En verdad, la convicción de pecado nunca termina en la vida de los cristianos genuinos. Los cristianos están siempre dispuestos a permitir que el Espíritu les señale otra área de sus vidas que necesita ser sometida a Jesucristo, perdonada y limpiada por su sangre. La convicción es el primer paso en el proceso a lo largo del cual los pe­cadores llegan a ser cristianos, pues comienza aún antes de que sean cristianos. Jesús dijo que ninguno de nosotros podría ir a él si no fuera porque él toma la iniciativa de conducirnos (véase Juan 6:44), aunque es el Espíritu Santo quien en efecto actúa en nuestra mente y corazón para conducirnos a Jesús.
Dios no usó la carta de Pablo a los gálatas sólo para convencer­los del pecado del legalismo que el partido judío estaba tratando de imponerles; pienso que Dios usó aquella carta para tratar de con­vencer a los integrantes mismos del partido judío acerca de la verda­dera naturaleza de sus actitudes y de su conducta. Claro que no sa­bemos si algunos miembros del partido judío reconocieron la veraci­dad de las declaraciones paulinas, pero pienso que un gran número de cristianos gálatas, incluyendo a los cristianos de origen judío de Galacia, se rindieron sin duda a la convicción producida por el Espí­ritu Santo y abandonaron su legalismo. Espero que así haya sido.
El legalismo no es la tentación de unos pocos. Es la tentación de cada uno de nosotros. Creo que hay algo de legalismo en todo cristiano. Todos tenemos que resistirnos a la idea de que podemos hacer algo para merecer la salvación. Y sospecho que cada uno de nosotros se ve tentado de vez en cuando a imponer a los demás sus propias opiniones acerca de lo que consideramos moral. Cuando entendemos lo que Pablo dijo a los gálatas, Dios puede usar su epís­tola para convencernos a cada uno de nosotros del legalismo que hay en nuestro interior.
Desafortunadamente, como lo he señalado antes, los legalistas tienden a ser los últimos en reconocer su propio legalismo o en en­tender que éste es un pecado. ¿Significa eso que no hay esperanza para ellos?
Claro que no, o, como lo dijo Pablo: "En ninguna manera" (Gálatas 3:21). Tengo buenas noticias para usted. Sí hay esperanza para el legalista. Y puesto que hay un poco de legalismo en todos noso­tros, lo que digo se aplica a cada persona que está leyendo este libro, incluyéndome a mí.
Comencemos con la raíz del problema: a ninguno de nosotros le complace admitir que estamos equivocados. Sabemos teórica­mente que somos pecadores y no nos preocupa admitir eso en un sentido general. En verdad, eso nos hace sentirnos muy acompaña­dos, ya que cada persona es un pecador. Pero odiamos ser demasiado específicos acerca de nuestros pecados. "Sí, Señor, soy un pecador. ¡Pero seguramente no estás refiriéndote a aquello… a eso… o a lo otro!" Créame. ¡Los legalistas no son los únicos que se resisten a reconocer pecados propios y específicos! Todos nosotros hacemos eso todo el tiempo.
¿La opinión de quién pesa más cuando se trata de determinar si una conducta o una característica personal es pecaminosa: la de Dios, la suya o la mía? Pienso que todos estaríamos de acuerdo en que sólo cuenta la opinión de Dios. Así es que no tenemos derecho alguno de decirle nada a Dios acerca de nuestros pecados. Si de ve­ras nos importa la salvación, nuestro principal objetivo no ha de ser decirle a Dios lo que pensamos acerca de nuestra vida, sino escu­char lo que él piensa acerca de nuestra vida.
Puesto que el legalismo es un rasgo humano casi universal, cada uno de nosotros debería asumir el hecho de que muy probablemen­te nos hemos sentido tentados a ser legalistas, y probablemente lo so­mos en algunos sentidos, aunque más no sea un poco. Además, si te­nemos aún la más tenue tendencia al legalismo, Dios lo sabe. En verdad, cuanto más pequeña sea esa tendencia, menos conscientes seremos de su existencia, lo que significa que sólo Dios conoce esa realidad.
Con estos pensamientos en mente, he aquí lo que le sugiero que haga. Pida a Dios que le muestre cualquier tendencia que exista en usted hacia el legalismo. En otras palabras, invítelo a que pro­duzca en usted esa convicción. Dígale: "Dios, hazme saber si soy le­galista en alguna forma".
Si usted siente que no desea hacer esa oración, permítame compartir un par de pensamientos con usted. El primero de ellos es una pregunta que ya hice anteriormente: ¿Qué opinión es más im­portante para usted: la suya o la de Dios? ¿Siente usted temor de lo que Dios podría decirle? ¡Ese es un terreno peligroso para que un cristiano ponga su pie en él!
El segundo punto es el siguiente: esa oración —"Dios, hazme saber si soy legalista en alguna forma"— no va a saltar sobre usted para morderlo. Créame, se trata de una oración perfectamente segu­ra. No le producirá cáncer. Ni siquiera le dará dolor de estómago. Así que aun en el caso de que usted esté seguro de que no es un le­galista, no tenga miedo de esa oración. En verdad, cuanto más segu­ro esté usted de que no es un legalista, menos tiene que temer acerca de esa oración. Porque si usted está tan en lo cierto como cree, en­tonces Dios concuerda con usted y no intentará convencerlo de que usted es culpable de algo acerca de lo cual es inocente. Por otra par­te, seguramente usted estará de acuerdo en que si, a pesar de sentir­se seguro de lo contrario, usted es en verdad un legalista en ciertos sentidos, usted necesita al igual que todos saberlo y debería querer saberlo.
Así que anímese y eleve la oración: "Dios, muéstrame si ves que soy legalista en algún sentido".
Una vez que usted haya elevado esa plegaria, ¿qué puede ocu­rrir?
Probablemente nada en un principio. Dudo que Dios escriba algo en el firmamento. Es improbable que usted tenga una visión o escuche voces provenientes del espacio exterior. La convicción divi­na de que usted es un legalista, si tal es el caso, se producirá muy probablemente de una manera mucho más sutil. Simplemente repi­ta esa plegaria una vez al día durante no menos de un mes. Si usted es en verdad un legalista en algún sentido, mucho o poco, Dios co­menzará a mostrárselo claramente por medio de los acontecimientos de su vida cotidiana. Así es como él opera generalmente.
La convicción es el primer paso en el camino que conduce a los pecadores hacia la salvación. El arrepentimiento es el segundo paso. La convicción es la voz del Espíritu Santo señalándonos los errores que hay en nuestra vida. El arrepentimiento es nuestro reconoci­miento de que Dios tiene razón. La parte que nosotros desempeña­mos en la convicción es mayormente pasiva. El Espíritu Santo toma la iniciativa de colocar pensamientos en nuestra mente sin siquiera pedirnos permiso. Pero en lo que respecta al arrepentimiento, so­mos nosotros quienes debemos decidir si aceptamos lo que Dios nos dice acerca de nuestros pecados. Dios no nos obligará a arre­pentimos. No obstante, nadie jamás se arrepentiría por sí mismo, por iniciativa propia. Es Dios quien nos conduce al arrepentimiento. Aunque él no nos obligará a aceptar su veredicto acerca de nuestros pecados, nos da el poder necesario para tomar esa decisión. Esto puede ilustrarse con la imagen de un niño extendiendo su mano ha­cia un frasco con galletitas que se encuentra en lo alto de un estante sin poder alcanzarlo, y su madre alzándolo para que él pueda ex­traer una de dentro del recipiente.
En verdad, toda vez que decimos que Dios hace algo por noso­tros en el ámbito de nuestra mente, como convencernos o a ayudar­nos a que nos arrepintamos, es el Espíritu Santo quien realmente ha­ce esas cosas. El Espíritu Santo es el integrante de la Trinidad que habita en nosotros (véase Juan 14:17). En consecuencia, el arrepenti­miento es también parte de aquello a lo que Pablo se refiere en Gálatas cuando habla de "vivir en el Espíritu".
Supongamos que usted ha estado repitiendo por lo menos una vez al día la oración que le sugerí, y a veces dos o tres veces al día: "Dios, muéstrame si soy un legalista en algún sentido". Imagine que más o menos una semana después de eso, usted está hablando con un amigo por teléfono, cuando repentinamente surca su mente el pensamiento de que algunas de las palabras que acaba de pronun­ciar se parecen a algo que leyó uno o dos capítulos atrás en este li­bro. Unos días después, usted escucha que alguien utiliza en la igle­sia la misma clase de expresiones y vuelve a recordar que leyó algo al respecto en este libro. Lo mismo le sucede dos o tres veces durante la semana siguiente, y el sábado siguiente usted ya comienza a pre­guntarse si eso que le ocurre es evidencia de que el Espíritu Santo está tratando de decirle algo.
Dios dispone de mil maneras para producir en su mente la convicción de que usted es un legalista. La situación imaginaria que describí en el párrafo anterior es un ejemplo de cómo podría él hacerlo. Pero él tiene muchas otras maneras. En el transcurso de la primera semana durante la cual usted esté repitiendo aquella ora­ción, alguien podría acercarse directamente a usted y decirle con todas las letras: "Eres un legalista". ¡Eso podría ser una forma de respuesta a su oración!
Cualquiera sea la forma como Dios produzca en su mente la convicción de que usted es un legalista, el siguiente paso, como lo señalé anteriormente, debe ser el arrepentimiento. Desafortunada­mente, si usted se parece a la mayoría de nosotros los pecadores, no le gustará la idea de arrepentirse simplemente porque el Señor le haya mostrado que necesita hacerlo. Así que, ¿cómo puede usted arrepentirse cuando no quiere hacerlo?
Hay una forma de lograrlo que da resultado: oblíguese a sí mis­mo. Usted puede decidir arrepentirse, así como un bebé puede deci­dir que quiere alcanzar una galletita que se encuentra en un estante inaccesible para él. Pero usted no puede realmente arrepentirse hasta que el Espíritu Santo lo "alce" para que usted lo pueda lograr. Así que le sugiero dos plegarias adicionales. En primer lugar, diga: "Si eres tú quien me está hablando y si realmente estás tratando de decir­me que soy un legalista en relación con ese asunto, sigue produ­ciendo esta convicción en mí". La segunda plegaria es en realidad una adición a la primera: "Señor, si en verdad eres tú quien me está hablando, ayúdame a que quiera aceptar lo que me estás mostrando, aunque en este momento yo no sienta la disposición a aceptarlo". Eso equivale a pedirle a Dios que lo eleve para que usted pueda po­ner su mano dentro del frasco de las galletitas, es pedirle que lo ayude a arrepentirse.
Usted no tiene nada que perder al pronunciar esas plegarias. Dios no le dirá que usted es un legalista si en verdad no lo es. Por otra parte, si usted es un legalista, querrá saberlo para poder enfren­tar el problema. En cualquiera de los dos casos, ¡es usted quien sale ganando!
Vivir en el Espíritu no es tan malo después de todo, ¿verdad? En última instancia, es simplemente cooperar con lo que ya sabía­mos que Dios quiere hacer por nosotros y en nosotros.
Si Dios le muestra a usted que ha sido un legalista en algo que parece una pequeñez, piense que ello puede ser la clave o la eviden­cia de que usted también es legalista en otros sentidos que ni siquie­ra sospecha. Siga elevando esas oraciones. ¡Dios seguirá respon­diéndolas!
Si usted descubre que ha sido un legalista furibundo durante años, la súbita percepción de que ha dañado a muchas personas a lo largo de la vida podría dejarlo sumamente agobiado. Aquí es donde el tercer paso del proceso resulta absolutamente esencial: confesión y perdón. Pongo esas dos cosas juntas porque Dios lo hace: "Si con­fesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9).
La victoria sobre cualquier pecado requiere confesión. Los al­cohólicos que vencen su adicción por medio de Alcohólicos Anóni­mos han aprendido eso. Sólo hace cincuenta años el mundo conoció una manera de que los alcohólicos pudieran controlar su hábito. Antes de eso, fueron muy pocas las personas que realmente vencie­ron el alcoholismo. Estoy convencido de que Alcohólicos Anóni­mos tiene éxito porque emplea un método profundamente espiri­tual para enfrentar el problema. Y me parece sumamente significati­vo que varios de los doce pasos del método empleado por Alcohóli­cos Anónimos tienen que ver con la necesidad de reconocer y confe­sar el pecado; en el caso de ellos, el pecado del alcoholismo. He aquí los pasos que tengo en mente:
Paso 4: "Hagamos un análisis y un inventario moral valiente acerca de nosotros mismos".
Paso 5: "Admitamos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano la naturaleza exacta de nuestros errores".
Paso 8: "Hagamos una lista de todas las personas a las que he­mos lastimado, y desarrollemos la disposición a reparar todo ese da­ño que hicimos".
Paso 9: "Compense directamente a esas personas por el daño que les hizo siempre que eso sea posible, excepto en los casos en que hacer eso significaría perjudicar a otras personas".
Los doce pasos de los Alcohólicos Anónimos dan resultado en personas de toda clase de religión que los ponen verdaderamente en práctica. También funcionan en el caso de personas que no tienen una fe religiosa en particular. ¡Incluso funcionan con personas que no creen en Dios! Alcohólicos Anónimos ha demostrado que es así vez tras vez a lo largo del tiempo.
La pregunta es: ¿Por qué?
Creo que la respuesta es que Dios hizo que la mente humana funcione de esa manera. La confesión es una actividad profunda­mente espiritual. Admitir nuestras faltas ante nosotros mismos y confesarlas a quienes hemos dañado es el método divino para que cualquiera pueda vencer un mal hábito. Esa es la razón por la que Dios nos habla acerca de eso en las Escrituras.
Si usted desea sinceramente vencer el legalismo que Dios le es­tá mostrando, es esencial que usted haga algo por aquellas personas a quienes ha dañado con sus actitudes y palabras. Esto puede ser ex­tremadamente difícil. En verdad, algunas personas lo han encontra­do imposible. Pero las buenas noticias son que no tiene por qué ser así. Hay otra oración que usted puede elevar para manejar el dolor y la dificultad implícitos en la confesión: "Dios, ayúdame a querer confesar este pecado".
Una vez que usted ha confesado su falta, tiene el perfecto dere­cho de reclamar el pleno y completo perdón divino.
La Biblia dice que "si confesamos" —y cuando usted hace su confesión ya ha cumplido esta condición—, "él es fiel y justo para perdonar".
El perdón divino tiene dos aspectos. En primer lugar, se trata de una transacción legal que ocurre en los libros de registro del cie­lo. Dios escribe la palabra "perdonado" sobre ese pecado. En ver­dad, la Biblia dice que ¡lo borra (véase Isaías 44:22)! Dios lo trata a usted como si nunca hubiera cometido esa falta.
El segundo aspecto del perdón ocurre en su mente y en su cora­zón. Usted experimenta entonces una sensación de paz porque sabe que Dios lo acepta tal cual es. "Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo" (Romanos 5:1). Algunas personas encuentran que esta paz no se produce en ellos inmediatamente después de que confiesan un pecado. Si eso le ocurre, pídale a Dios que ponga esa paz en usted. Él lo hará a su tiempo y a su manera. Pienso que también es importante recordar que usted tal vez siga sintiendo tristeza o inclusive dolor por el daño que ha causado a otros. Esto es especialmente probable si esas per­sonas perjudicadas no aceptan su confesión ni lo perdonan. Pero eso no tiene por qué privarlo de su sensación de estar en paz con Dios.
Ahora estamos listos para referirnos al último paso del proceso para vencer el legalismo: la conversión.
"¡Pero si yo me convertí hace años! ¿A qué se refiere usted cuando dice que necesito conversión?", podría estar pensando us­ted.
Es probable que usted en verdad se haya convertido hace tiem­po. Pero, ¿cuán a menudo dijo Pablo que moría? ¿Y qué quiso decir con la expresión:"Cada día muero" (1 Corintios 15:31)? Como usted re­cuerda, Pablo utiliza en Romanos 6 la muerte y la resurrección de Jesús como una ilustración de la muerte del cristiano al yo y de su resurrección a una nueva forma de vida (véase Romanos 6:3, 4). Eso es la conversión. Así que si Pablo dijo que moría cada día, eso significa que también era resucitado a una nueva vida cada día. O, para llevar la ilustración hasta su conclusión lógica, Pablo era convertido cada día.
Me gustaría sugerir que la conversión incluye dos aspectos. La primera forma de la conversión es la que todos los pecadores experi­mentan cuando van a Cristo por primera vez. Demos a esta conver­sión el nombre de "conversión general". No obstante, como todos sabemos, Dios no nos da la victoria instantánea sobre todos nues­tros defectos de carácter en el momento cuando lo aceptamos co­mo nuestro Salvador personal. Vencer esos defectos requiere cierto tiempo. Necesitamos convertirnos de cada uno de esos defectos, y en el caso de algunos de ellos —probablemente en la mayoría de ellos— tendremos que experimentar la conversión muchas veces, hasta que la nueva manera de vivir se haya fijado permanentemente a nuestro carácter. Puesto que este aspecto de la conversión tiene que ver con áreas o pecados específicos de nuestra vida, demos a esas conversiones repetidas el nombre de "conversión específica". Creo que Pablo estaba refiriéndose a la conversión específica, no a la general, cuando escribió la parte de Gálatas que estamos examinan­do en este capítulo: "Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, ande­mos también por el Espíritu" (vers. 24, 25).
Tal vez usted se esté preguntando qué tienen que ver estos ver­sículos con la conversión. Y la respuesta es: "Mucho". Note que Gálatas 5:24 se refiere a la muerte de la naturaleza pecaminosa, y que los versículos 16 y 25 hablan de la nueva vida en el Espíritu. "Vivir por el Espíritu" significa estar convertido. En el versículo 16, Pablo dijo que la manera de no vivir según la vieja naturaleza peca­minosa es vivir en el Espíritu, es decir, estar convertido.
Analicemos específicamente la expresión "vivir por el Espíritu" y lo que significa estar convertido.
En Romanos 8:5, Pablo dijo algo similar a lo registrado en los versículos de Gálatas que acabamos de analizar: "Los que son de la carne, piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu".
Quiero que usted note un punto importante de Romanos que Pablo no menciona en Gálatas. Él habló allí del contenido del pen­samiento. Podemos tener nuestra mente puesta en lo que desea nuestra naturaleza pecaminosa o en lo que el Espíritu Santo desea. La pregunta es: ¿Qué significa tener la mente puesta en lo que el Espíritu desea? ¿Cómo logran eso los cristianos?
No es tan complicado como podría parecerle. Ya nos hemos re­ferido a eso. ¿Recuerda usted las plegarias que le sugerí elevar a Dios? Veámoslas nuevamente:
  1. Dios, muéstrame si soy legalista en algo.
  2. Señor, si eres tú quien me está hablando, y si realmente estás tratando de decirme que soy un legalista en eso, sigue produciendo en mí esa percepción.
  3. Señor, si eres tú quien me está hablando, ayúdame a querer aceptar lo que me estás diciendo aunque en este momento no me agrade aceptarlo.

Pensar en lo que el Espíritu desea significa elegir el camino de Dios por encima de lo que nuestra naturaleza pecaminosa desea. Y cada vez que usted eleva alguna de esas oraciones está decidiendo poner su mente del lado de Dios, pensando lo que el Espíritu de­sea.
No obstante, debo prevenirlo de que no siempre resulta fácil elevar esas oraciones. No siempre es fácil elegir el camino de Dios. No siempre es fácil pensar en lo que el Espíritu desea. He aquí có­mo describe Pablo este problema: "Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis" (Gálatas 5:17).
Su vieja naturaleza pecaminosa no se someterá ni permitirá que se le dé muerte sin oponer resistencia. Usted descubrirá que su de­seo de incurrir en el legalismo reaparecerá vez tras vez. Y a veces parecerá tan acertado. He allí lo engañoso del legalismo. Parece acer­tado. Y no sólo parecerá acertado; puesto que es parte de su natura­leza pecaminosa, usted querrá que siga funcionando. Usted querrá seguir siendo legalista.
¿Cómo hará frente a eso? Pablo nos da una clave en el versículo 24: "Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pa­siones y deseos".
¿Qué significa crucificar la carne (la naturaleza pecaminosa)? Bien, ¿qué significa crucificar algo? Significa conseguir unos trozos de madera, formar una cruz con ellos y clavar allí lo que usted se propone crucificar. Por supuesto que usted no puede extraer de su cerebro su naturaleza pecaminosa y clavarla en una cruz. Se trata de una metáfora. ¿Cuál es entonces el significado real detrás de esas palabras?
¿Cómo se sentiría usted si alguien lo acostara sobre una cruz, extendiera sus manos y las atravesara con clavos? ¿Y cómo se sentiría si esa misma persona fijara sus pies al madero vertical mediante otro clavo? Creo que no se sentiría muy a gusto. En verdad, ¡estoy segu­ro de que esa sería la experiencia más difícil de su vida!
Eso es lo que significa crucificar la naturaleza pecaminosa, muy probablemente la experiencia más dolorosa de su vida. Esa es la ra­zón por la que usted necesita estar muy cerca del Espíritu Santo mientras está pasando por esa experiencia. He allí la razón por la que usted necesita pronunciar esas tres plegarias y cualquier otra que a usted se le ocurra y que se parezca a ellas. Por cierto, me gus­taría ahora compartir con usted una cuarta oración que lo ayudará a crucificar su antigua naturaleza pecaminosa: "Señor, ayúdame a no querer ser un legalista". Cada vez que perciba un pensamiento lega­lista asomándose a su mente, cada vez que aquella vieja manera de vivir apele a sus emociones, eleve esa oración. "Señor, ayúdame a no querer ser un legalista". "Transfórmame para que ya no tenga el de­seo de ser un legalista".
Pronunciar esas oraciones será lo que menos le agrade en el momento cuando arrecie el deseo más intenso de ceder a su antigua naturaleza legalista. Pronunciarlas será un asunto de decisión, un ejercicio de la voluntad. Pero si las pronuncia, y las sigue diciendo cada vez que se sienta tentado a ceder a su vieja naturaleza legalista, le garantizo que darán resultado. Dios producirá ese cambio en su mente y en su corazón, y usted descubrirá que el legalismo se desva­nece de su vida, posiblemente más rápido de lo que usted jamás ha­bría soñado que fuera posible.

  1. aquí hay algunas buenas noticias para usted. Usted será mucho más feliz cuando venza su legalismo. Usted sentirá la mayor libertad cuando comprenda que no es responsable de la conducta de cada persona de la iglesia. Usted no tiene que tratar de controlar a los demás y sentirse frustrado o deprimido cuando ellos se niegan a cooperar.

Y tengo otra buena noticia para usted. El método que he compartido con usted para vencer el legalismo es eficaz para vencer cualquier otro pecado que usted esté tratando de abandonar.


La expresión "carne" es traducción exacta del original griego y tiene el sentido de: naturaleza humana pecaminosa. Otras versiones de la Biblia traducen esa expresión como "malos deseos" (Dios habla hoy).

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