La ley de Dios y la ley de Cristo

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Dr. Roberto Badenas
Teólogo

Hay quienes entienden que Jesús puso fin a la ley de Moisés, promulgando una ley nueva, a la que llaman «ley de Cristo» para distinguirla de la «ley de Dios» del Antiguo Testamento, resumida en el Decálogo . Por consiguiente, enseñan que existe una ruptura entre la dispensación judaica y la cristiana, marcada especialmente por estas dos leyes. Eso implica que el ideario ético que Dios propuso a los hijos Israel es, en cierto sentido, distinto de las pautas de comportamiento propuestas a los miembros de la iglesia.
Importancia del Decálogo
No podemos hablar de ley de Dios sin referirnos explícitamente al De­cálogo (del griego deka, diez, y logos, palabra), la colección de preceptos más famosa de la historia gracias al lugar excepcional que ocupan los Diez Mandamientos entre las demás leyes de la Tora, de las que son a la vez prólogo y resumen (Éxodo 20:1-7; Deuteronomio 5:6-21). Los textos señalan, como mínimo, tres diferencias significativas que colocan al Decálogo por encima del resto de las leyes del Pentateuco. En primer lugar, afirman que Moisés escribió las demás leyes en un libro (o rollo de pergamino) mientras que el Decálogo fue grabado por Dios mismo en dos tablas de piedra, llamadas, indistintamente «de la alianza» o «del testimonio» (Éxodo 31:18; 32:16; 34:1-28; Deuteronomio 4:13; 5:19; 9:10, etc.). En segundo lugar, precisan que el De­cálogo estaba guardado en el lugar santísimo del santuario, dentro del Arca del pacto, bajo los querubines, en el lugar que simbolizaba el trono de Dios, mientras que el libro de la ley se guardaba al lado, fuera del Arca (Deuteronomio 10:1-4). Finalmente, para designar a los preceptos del Decálogo y diferenciarlos de los demás, no los denominan «mandamientos» (mitsvot) sino debarim, un término que significa «palabras» y que suele referirse a las grandes revelaciones divinas (Éxodo 34:28; Deuteronomio 4:13, y 10:4).
Hay otras singularidades que ponen de relieve el carácter especial del Decá­logo. Por ejemplo, no se conoce ningún otro resumen de leyes morales tan breve y a la vez tan completo. El Decálogo, a pesar de su brevedad, es un códi­go ético que abarca prácticamente todos los aspectos de la vida. Ninguno de los pasajes bíblicos paralelos puede compararse con los Diez Mandamientos en ese sentido, ni en su forma ni en su fondo. No existe ningún compendio de leyes que contenga tanto y tan bien dicho en tan pocas palabras.
Su posición privilegiada como prefacio a las demás leyes, tanto en el li­bro del Éxodo (Éxodo 20:22-23:19) como en Deuteronomio (Deuteronomio 4:13; 5:6-21; 10:1-4), demuestra que el Decálogo funciona, en cierta manera, como la declaración de principios de la ley divina. Grandes comentaristas judíos, como Filón de Alejandría y Saadia Gaon, clasificaron los preceptos del Pentateuco en función del Decálogo, por considerarlo resumen y esen­cia de toda la ley.
Todos los mandamientos están formulados en segunda persona del sin­gular, la de mayor fuerza vinculante, como si la intención del legislador fuese dirigirse individualmente a cada uno de sus destinatarios. Con esta relación personal «yo-tu», el legislador se dirige personalmente a cada ser humano para comunicarle lo que espera de él. Este tratamiento no deja a nadie la posibilidad de eximirse bajo ninguna excusa.
El Decálogo no especifica ni prescribe ningún tipo de castigo en caso de transgresión. La lógica categórica de sus exigencias y la fuerza moral de su formulación se imponen por sí mismas, sin necesidad de amenazas. Aun­que algunos mandamientos parecerían legislables, otros no lo son, ya que resulta imposible sancionar en cuestiones que pertenecen a una categoría de sentimientos tan personales e íntimos como la codicia. En ese sentido, el Decálogo escapa a lo que normalmente llamamos «ley» y se sitúa más bien en la perspectiva de lo que podríamos denominar un «ideario». Sin embargo, el Decálogo no es tampoco una lista de principios morales gene­rales, del tipo «ama a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18, NVI). Es, más bien, un compendio de directrices básicas concretas para la vida, inclu­yendo las dimensiones espirituales y sociales. Unas reclaman el respeto a Dios y las otras sientan las bases del respeto al prójimo. Su formulación general y negativa marca unas pautas que deben ser tomadas como «míni­mos» y no como únicas directrices. La cifra redonda de diez confirma la idea de que no se trata de una lista exhaustiva, sino de una lista básica.
El hecho de que, en cuanto al contenido, todas las prescripciones (ex­cepto las del décimo mandamiento) aparecen desarrolladas en otros pasa­jes del Pentateuco, indica que la importancia del Decálogo no radica solo en el valor intrínseco de sus preceptos. La condena del homicidio, del adul­terio, del robo y del falso testimonio, así como la exigencia de honrar a los padres, se encuentra en la mayoría de las legislaciones. Lo primordial es la relación indisociable que el Decálogo establece entre el comportamiento moral y la espiritualidad, es decir, entre lo ético y lo religioso.
El orden de los mandamientos dista mucho de ser fortuito. El bloque de los preceptos que se refieren a las relaciones con Dios se cierra con el cuar­to, el reposo sabático, que abarca en un mismo precepto la reverencia al Creador y el respeto a uno mismo. Los seis que se refieren a las relaciones humanas están encabezados por el deber de honrar a los padres, que, en su calidad de procreadores, sirven de nexo entre el Creador y las criaturas. El orden de los cinco restantes es obviamente decreciente:

  1. Homicidio (delitos contra la vida, agresiones físicas).
  2. Adulterio (delitos contra la familia, transgresiones morales).
  3. Hurto (delitos contra la propiedad, deshonestidades económicas).
  4. Falso testimonio (delitos contra la reputación, atentados verbales).
  5. Codicia (delitos a nivel del deseo, agresiones mentales).

Como vemos, estos mandamientos abarcan explícitamente la totalidad de las actividades humana, a saber, la acción, la palabra y el pensamiento, como Jesús recordará en su Sermón del Monte (Mateo 5:21-37).
Resumiendo, podríamos decir que el Decálogo es comparable a una ley fundamental o «constitucional», en la que se inspiran y a la que se refieren todas las demás leyes del Pentateuco. Por eso resulta paradójico que el Decálogo, como paradigma de «la ley de Dios», siga suscitando cierto re­chazo por parte de algunos sectores cristianos, y sea contrapuesto a la lla­mada «ley de Cristo», como si fuesen antagónicas. Algunas declaraciones de los detractores de la ley veterotestamentaria son tan desconcertantes que cabría pensar que sus portavoces no conocen bien el texto que combaten. Se impone, pues, revisar a la luz del evangelio los contenidos del Decálogo, uno de los textos aparentemente más conocidos de la Biblia, pero también uno de los menos comprendidos.
Más allá de las prohibiciones
Al parecer, a algunos les molesta el tono negativo del Decálogo. Excepto dos mandamientos («Acuérdate del día de reposo» y «Honra a tu padre y a tu madre») todos los demás se presentan encabezados por un «no». Puesto que toda prohibición se percibe como un atentado contra la libertad, mu­chos se preguntan por qué Dios ha escogido esta forma negativa de apelar a la voluntad humana. Si desde niños detestamos que nos manden, no hay nada peor que nos prohíban. Las órdenes se cuestionan sistemáticamente, pero las prohibiciones parecen provocar automáticamente el deseo de ha­cer lo vedado. Sin embargo, es innegable que la prohibición deja un mar­gen de acción mayor que el mandato. Una orden abre solamente dos op­ciones: acatarla o transgredirla. En cambio, una prohibición cierra una puer­ta y deja las demás abiertas. Una prohibición supone mil permisos. No cabe duda que sería mucho más restrictiva una ley hecha exclusivamente de ór­denes. Veamos un ejemplo. En el Edén había un sólo árbol prohibido (Génesis 2:8-17; 3:1-13). Plena libertad para todas las opciones con una restricción mínima: cuidado con el «árbol del conocimiento del bien y del mal», cuyo extraño nombre revela ya su función. No comer de ese fruto significa abs­tenerse de experimentar el mal. La finalidad de dicha orden, como la de todas las divinas, no es reprimir sino protegemos de las terribles consecuencias de nuestros actos al margen de Dios.
Ahora bien, ¿estamos seguros de que el Decálogo es una lista de prohi­biciones? Si acudimos a una buena traducción, o aún mejor, a un texto en hebreo, observamos que este pasaje no está redactado en imperativo sino en futuro: «no tomarás el nombre de Dios en vano», «no matarás», «no hurtarás», etc. Hay una primera razón gramatical: el hebreo bíblico para mandar usa el imperativo, pero para describir un acto todavía no realizado, o una posibilidad, prefiere recurrir al modo verbal imperfecto que se tradu­ce en castellano por un futuro. Este giro lingüístico no carece de significa­do. Las estructuras gramaticales revelan los esquemas mentales de una len­gua o la intención de un autor. En el Decálogo las órdenes se sitúan en lo inmediato («seis días trabajarás», «honra a tus padres»), mientras que las prohibiciones se sitúan en el futuro, forma mucho más amplia que el im­perativo, que no permite otra comprensión.
Es cierto que el mandamiento «no hurtarás», por ejemplo, expresa la condena del hurto. Pero la forma futura en la que está redactado revela que no se está imponiendo sino proponiendo el respeto a la propiedad ajena.
La diferencia psicológica y teológica entre «no hurtes» y «no hurtarás» es lo suficientemente significativa para que merezca nuestra atención. Con esta forma verbal el texto dice que «cuando se te presente la tentación de hurtar, deseo que no lo hagas y espero que, finalmente, no lo harás». El tiempo futuro siempre está abierto a la libertad.
Esto implica que el Decálogo no nos ata de pies y manos con sus prohi­biciones. Nos trata con respeto. No como a niños desobedientes, presuntos transgresores a quienes hay que imponer normas porque no saben com­portarse, sino como a seres libres e inteligentes, capaces de escoger. Dios no nos legisla como lo haría un dictador. Nos propone las mejores pautas para el ejercicio de nuestra voluntad porque desea que un día nuestra conducta se ponga en armonía con ellas: «no hablarás contra tu prójimo falso testi­monio», «no serás infiel», etc.
El futuro es, pues, el tiempo de la esperanza. Así lo dejan a entender las explicaciones de Jesús en el Sermón del Monte. «No matarás» significa que mi agresividad puede transformarse en la dirección de la armonía con la vida. El mandamiento, esperando ya mi respeto y mi lealtad actuales, esti­pula lo que Dios pide hoy, pero su forma en futuro también anuncia lo que promete: un acatamiento y una obediencia mayores por venir: «si me sigues, llegará un día en que no matarás, ni siquiera herirás con palabras ofensivas o disgustos». El legislador invita a confiar en el poder de la gracia. Por eso, el Decálogo es, además de un resumen de la ley, un ideario ético, en el que la ley de Dios y la de Cristo coinciden.
En nuestra experiencia de pecadores redimidos, la introspección a me­nudo produce efectos contrarios a nuestros buenos propósitos. Al exami­nar nuestras acciones y verlas contaminadas de egoísmo, vacías de genero­sidad, el desánimo nos bloquea. El Decálogo, con sus futuros, y el Sermón del Monte, con sus promesas, piden confianza. Dios mismo se encarga de liberar nuestros actos de su lastre negativo. Vivir pendientes de nosotros mismos no hace más que crispamos, haciéndonos perder la paz del alma. En lugar de concentrar nuestra atención en nuestra realidad inestable o en nuestras motivaciones, el Decálogo invita a dejar de lado el «yo» como re­ferencia básica, a superar nuestro egocentrismo negativo, y a mirar hacia Dios (Isaías 45:22).
El último mandamiento, el único que parece tener en cuenta las moti­vaciones («no codiciarás»), nos exhorta a reconciliamos con nuestra exis­tencia. Su intención podría traducirse así: «asume tu realidad. Hay cosas que podrás alcanzar, otras no. No vivas alienado por lo imposible o lo innecesario. No vivas atormentado por lo que no eres ni tienes, ni puedes ser ni tener. Aprende a esperar, asumiendo tus límites, sin obsesiones para­lizantes. Un día llegarás a prescindir de ciertos deseos inútiles y dejarás de codiciar porque habrás aprendido a amar». A su manera, tanto la ley de Dios como Jesús en persona (ver Mateo 6:25-34), nos enseñan que si quere­mos realizamos plenamente como seres humanos, es fundamentar apren­der a seguir las propuestas divinas. Por eso querer ver diferencias entre la ley de Dios y la de Cristo es muy arriesgado y no tiene apoyo bíblico.
De un texto mutilado a una ley liberadora
He observado, tanto en las iglesias como en los hogares, muchos cua­dros que reproducen el Decálogo. La mayoría presentan un texto mutilado del que se ha excluido el prólogo: «Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre» (Éxodo 20:1-2). Dichos cuadros nada más enumeran los mandamientos. El hecho de que prescindan de esta introducción revela la forma en que algunos perciben la ley. No solo ven imperativos donde hay futuros, sino que pasan por alto el maravilloso pretérito perfecto «te saqué de Egipto, del país donde eras esclavo» (NVI), y comienzan a leer a partir de donde dice «no».
Lo primero que llama la atención en esta introducción de es que Dios no se presenta como «juez», sino como quien «te saqué de Egipto». Esta frase se encadena sin transición con la que sigue, haciéndolas inseparables. Literalmente podría leerse de la siguiente manera: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. Por tanto, ya no tendrás dioses ajenos a mí» (NBE). Es como si Dios dijera: Estabas oprimido por los farao­nes, produciendo ladrillos a fuerza de látigo, y yo te he liberado. Ahora vas a ser libre, además, de todos sus ídolos, del terror de los espíritus, de los brujos, del miedo a las fuerzas de la naturaleza y de todos los sacrificios para aplacarlos… Este primer mandamiento es el más importante, porque «cuando Dios no supone el centro de nuestras vidas, otros dioses toman posesión de nosotros».
Dios expresa su solicitud por los suyos como quien habla al esclavo al que acaba de conceder la liberación y ha adoptado como hijo, o a la escla­va liberada convertida en esposa. De un texto que empieza con una afirma­ción tan liberadora, no cabe retener tan solo prohibiciones y órdenes. Sería ver dos dioses en un mismo texto: uno liberador (el del éxodo y más tarde el de Jesús) y otro opresor (el de los mandamientos). Percibir los manda­mientos como condiciones de aceptación es pues bíblicamente falso, ade­más de teológicamente absurdo. Dios da su ideario a un pueblo ya libera­do, para ayudarle a alcanzar una calidad de vida superior, no para compli­carle la existencia o imponerle una nueva esclavitud. Quien liberó a su pueblo de Egipto, quiere con mayor razón liberarlo de sus problemas fami­liares y personales. Al darle una ley, Dios ha querido hacer del esclavo un sujeto de derecho.
Así pues, la ley divina se presenta a Israel en el marco de una redención: «Yo te he liberado de Egipto. Ahora eres súbdito mío. Ya no estás bajo la soberanía caprichosa de los faraones sino bajo la mía. ¿Qué espero de ti? Mi Decálogo te lo recuerda. Deseo que te liberes de quienes hasta ahora te han dominado y de sus idearios ("no tendrás dioses ajenos delante de mí"). No solamente de las fuerzas que te oprimen sino de las imágenes que te haces sobre las autoridades que te oprimen ("no te harás imagen ni si­quiera de las cosas que están en el cielo, porque tus imágenes siempre serán falsas"). Conmigo, en vez de hacerte dioses a imagen y semejanza tuya, como es tu tendencia, irás transformándote tú a imagen y semejanza de mi Hijo». El Decálogo es el texto de una alianza basada en la gracia absoluta de un Dios que desea transformar a los esclavos en herederos (Gálatas 4:1-7).
Por eso Jesús no necesitó aportar ninguna ley nueva, y fue capaz de re­sumir la ley de Dios en un solo verbo: un doble «amarás» (Mateo 22:34-40; Mar. 1:28-31). Sin embargo, casi dos mil años más tarde, muchos de sus presuntos seguidores intentan descalificar esa ley tratándola como una simple lista de prohibiciones desfasadas. Una visión reduccionista de la religión ha deformado bajo un cristal de prejuicios el rico y profundo con­tenido del viejo texto, oponiéndolo al mandamiento de amor.
Un antiguo grabado judío, denominado Torat ‘haim («una ley que da vida»), representa las dos tablas del Decálogo bajo la forma de dos siluetas con la cabeza cubierta. La de la derecha (la primera siguiendo la dirección de la escritura hebraica) acoge con sus dos manos la cabeza de la otra en un gesto de ternura, ilustrando gráficamente la declaración del Salmo 85:10 («La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron») aplicada a las tablas del Decálogo. A su manera, este grabado intenta expre­sar la comunión ideal entre Dios y el ser humano, a través de la relación de amor entre un hombre y su amada o entre un padre y su hijo. Dos figuras unidas en un abrazo de confidencia, en el secreto que uno murmura al otro. Ese texto de «las Diez Palabras», esencia de la alianza, resumen de la ley de Dios y de la ley de Cristo («amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y al prójimo como a ti mismo»), es, ante todo, un mensaje de amor.
Estas palabras de amor sobreentienden siempre «te he liberado, estoy contigo en la alegría y en las pruebas. Vive sin temor. Hagas lo que hagas… estaré a tu lado». Cuando el corazón entiende este diálogo la vida se trans­forma, como la mujer enamorada confía en el amado y actúa en conse­cuencia. La tradición de Israel ha observado la correspondencia existente entre las dos tablas, que permite leerlas en interrelación. Las primeras cinco Palabras se corresponden con las otras cinco. Son como las dos manos de Dios. Con una bendice y con la otra respalda.
Quien llega a escuchar la voz del amor en estas palabras, nunca más las percibe como restricciones. Más allá de sus barreras, el espíritu que las ins­piró alienta a avanzar en el camino de esperanza que proponen y a recon­siderarlas en serio, como un ideario ético incomparable para todos los apren­dices del difícil arte de amar.
Amor y ley
La oposición de amor y ley, como si se tratase de dos alternativas irrecon­ciliables, tampoco tiene fundamento bíblico. Desechar la observancia de cualquiera de los mandamientos alegando que lo que importa es el amor, como si ambas realidades fuesen incompatibles, no tiene sentido. Porque quien ama con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, no vive bajo la ley sino bajo la gracia, ya que el que obra por amor es libre. Amar a Dios supone aceptar su voluntad. Cristo insiste en que los mandamientos de Dios conservan siempre su vigencia (Mateo 5:18-21 Mateo 5:18-21), porque sin la realidad concreta de un texto redactado en palabras en el que apoyar­se, el «espíritu de la ley» no es más que una entelequia. El respeto volun­tario de la ley transforma el acatamiento de un código en un servicio gozo­so a Dios y al otro.
En realidad, cada mandamiento requiere, para ser observado en todo su valor, según la intención del legislador, una enorme dosis de amor y de fe. De ahí que, en la tradición hebrea, se afirme que el cumplimiento de los mitsvot (mandamientos) es más importante que su comprensión (Abot 1:17). Para el observador exterior (como para quien ve moverse a lo lejos a al­guien que toca un instrumento, pero no llega a percibir la música) se trata de gestos carentes de sentido. Sin embargo, quien los vive desde su interior, experimenta una vivencia en la que las nociones de «letra» y «espíritu» coinciden. Quien actúa por amor transciende la dicotomía entre ley y gra­cia y, en este esfuerzo de unificación, la ley de Dios pierde la aparente du­reza de sus imperativos presentes en beneficio de la belleza de sus indicati­vos y de sus futuros.
El proyecto divino es transformar al ser humano mediante el triunfo del amor. Empleando el lenguaje del Antiguo Testamento, se trata de conseguir la circuncisión de los corazones (Deuteronomio 10:16; Levítico 26:41). De los corazo­nes avaros de los ricos, de los corazones resentidos de los pobres, de los corazones crueles de los opresores, de los corazones de piedra de los indi­ferentes, de los corazones enemistados de unos y otros. Cuando en el Ser­món del Monte Jesús resume sus enseñanzas sobre la vida cristiana, subra­ya el valor de los motivos por encima de los comportamientos, el espíritu de la ley por encima de su letra, la gracia más allá de la ley. El que «la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:17), implica que Cristo, mediante su Espíritu, es capaz de producir en el creyente actitudes que no solo cumplen sino que superan las exigencias de la ley de Dios desbordando totalmente el ámbito de lo jurídico (cf. Gálatas 5:22-23; Romanos 13:8-10).
En la parábola del buen Samaritano (Lucas 10:30-37), Jesús describe cómo en nombre de la ley, el sacerdote y el levita pasan de largo, al lado de un herido muriéndose en la cuneta del camino y tranquilizan su concien­cia alegando que el reglamento requería del personal sacerdotal en servicio abstenerse de tocar sangre o cadáveres humanos. En nombre de la gracia (aunque él lo ignore), sin embargo, el Samaritano se hace cargo del herido y lo lleva al puesto de socorro más cercano, gozoso de haber llegado a tiem­po para salvar una vida.
La ley de Cristo
Es importante observar que Jesús asocia sus mandamientos a los de su Padre: «Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Juan 15:10. Cf. Marcos 10:18-27; Lucas 10:25-37, etc.) Su voluntad se con­funde con el ideal de justicia divino, y por eso «la ley de Cristo» llama a los hombres a compartir su ideal. Por eso no es de extrañar que Jesús relacio­ne la salvación con el «conocimiento» de Dios (Juan 17:3; cf. Deuteronomio 6:1-25), un conocimiento que va más allá de lo racional y cognitivo, afectando al ser humano en su totalidad existencial, en su comunión amorosa con el otro. Es un conocimiento que parte del corazón para moverlo en la dirección de Dios, y conmoverlo frente a las necesidades del prójimo.
Para aprender a amar a Dios necesitábamos verlo representado en alguien que diera ganas de amarlo. Dios nos dio su ley para educar nuestro amor, y algunos vieron en ella una exigencia de obediencia amenazadora de nuestra libertad. Pero Dios no quiere ser obedecido sin amor y sin libertad… Obede­cer con meros actos, sin el corazón, no es obedecer: falta la libertad del amor. Los legisladores de este mundo pueden contentarse con este tipo de obedien­cia a sus leyes, pero Dios no. Tampoco nosotros nos contentaríamos si estu­viéramos en su lugar. En nuestras relaciones con Dios, mientras no haya amor, no nos sentiremos ni libres, ni tampoco lo seremos.
En Cristo cada ser humano puede verse amado por Dios con un amor sin medida. Como solo Dios es capaz de amar. Jesús nos revela que el Padre celestial nos ama más que una madre. Si hasta conocer a Cristo hemos respe­tado la ley, hemos tratado de observarla, sintiendo sobre nuestros hombros todo su peso, al conocer a Jesús no es posible que nuestro corazón no se abra a la alegría, al amor y a la libertad que él-nos ofrece. Con él todo cam­bia, hasta nuestra percepción de la ley. La vida, la muerte, el tiempo, la eternidad. Todo se convierte con Cristo en consuelo, bendición, esperanza. Saberse amado por Dios, no hay mayor felicidad.
El amor nace en nuestro corazón y nos libera, elevándonos hasta la verdadera obediencia. Con Cristo ya no estamos bajo el yugo de la ley, y a la vez lo estamos más que nunca. Pero no a una ley exterior, sino a la ley del amor, que es gracia. El evangelio es ley y gracia al mismo tiempo. Por­que ley y gracia, como manifestaciones de la voluntad de Dios, son inse­parables una de otra. Cada una se encuentra en la otra, la gracia en la ley y la ley en la gracia. Por eso, para que la ley alcance su verdadero objetivo no basta que se cumpla en Jesús: es necesario que, gracias a él, se cumpla también en nosotros. Es gracias a Jesús que nosotros podemos cumplir el espíritu de la ley, que es el amor, es decir, el fin de la ley, su cumplimiento, el vínculo de la perfección. Porque solo por amor podemos obedecer. Quien no ama, difícilmente obedece. En realidad, cede, se pliega, se do­blega. Pero no obedece. Para obedecer hemos de sentimos plenamente libres. El yugo de Cristo es fácil y ligera su carga. Sus mandamientos no son penosos. Porque todo lo podemos cuando él nos fortalece (Filipenses 4:13).


Ver F. García López, El Decálogo (Estella: Verbo Divino, 1992).

La expresión dabar, reservada a la palabra pronunciada por Dios, significa al mismo tiempo «comunicación» y «acontecimien­to». Cf. Jeremías 5:13. J. Loza, Las palabras de Yahvé: estudio del Decálogo, (México: FCE1989).

Los más aproximados serían Deuteronomio 27:15-26; Ezequiel 18 y 22; Salmo 15 y 24; Isaías 33.

La propia estructura del libro de Deuteronomio (capítulos 5-26) sigue el contenido del Decálogo en orden. Walter C Kaiser, Jr., «The Law of Deuteronomy» en Towards Old Testament Ethics (Grand Rapids: Zondervan, 1983), pp. 127-137; James B Jor­dan, The Law of the Covenant (Tyler: Institute for Christian Economics, 1984), pp. 199-206; Y. Amir, «The Ten Commendements According to Philo of Alexandria» en The Decalogue Throughout the Generations, B. Z. Segal, ed. (Jerusalén: Magnes, 1985), pp. 95 y ss.

Véase Martin Buber, The Knowledge of Man (Atlantic Highlands: Humanities Press., 1988), pp. 1-48.

Filón, De legibus 30; De Decálogo 154; cf. Misná, Tamid 5:1.

Pierre Grelot sugiere que «la elección del número diez es convencional y mnemotécnica, sin duda relacionada con los dedos de las manos» (Problémes de morale fondamentale: un éclariage biblique [Temas morales fundamentales: Una perspectiva bíblica [París: Editions du Cerf, 1982], p. 109). Es interesante observar que, cuando en el sermón del monte Jesús dice que «no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la Ley» (Mateo 5:18, NBLH), la letra mencionada es una yod, que es el signo más pequeño del alefato hebreo, y también representa al número 10. Las diez palabras representan, en cierto sentido, un mínimo. Un mínimo vital para un máximo de vida (D. Jennah, obra citada, p. 122).

1o y 2o, el rechazo de la idolatría (Éxodo 34:14; 20:20-23; 23:24; 34:17; Levítico 19:4; 26:1); 3o, el respeto del nombre divino (Levítico 19:12; 5:22); 4o, el reposo sabático (Éxodo 23:12; 34:21; 31:12-17; 35:1-13; 16:29-30; Levítico 19:3; 23:3; 26:31; Números 15:32-35); 5o, la honra a los padres (19:4; Éxodo 21:15-17); 6o, el rechazo del homicidio (Éxodo 21:12; Levítico 24:17; Números 35:30-34; Deuteronomio 19:11-13); 7o, el rechazo del adulterio (Levítico 19:11; Deuteronomio 22:22; Números 5:11-30); 8o, la condena del robo (Levítico 19:11; Éxodo 21:16-22:12); 9o, la repulsa del falso testimonio (Éxodo 23:1; Deuteronomio 19:16-19).

W. Eichrodt, Theology of the Old Testament, vol. I, p. 76. Existe una versión en español publicada por Ediciones Cristiandad.

Filón, Del Decálogo 107.

C. Wiener, Le livre de l’Éxode [El libro de Éxodo] (Paris: Seuil, 1985), p. 37.

Cf. Alphonse Maillot, Le Décalogue [El Decálogo], p. 15.

La forma verbal del Decálogo no puede circunscribirse al tiempo futuro. El imperfecto hebreo denota una acción incompleta, continuada o repetida, que igualmente puede afectar al pasado o al presente. Esta forma verbal subraya ciertamente la atemporalidad del pacto y de sus promesas.

Esto puede llegar en algunos a la «neurosis religiosa», es decir, a un sentimiento de culpabilidad tal, una obsesión tal por la propia salvación, que en realidad «pierde» al individuo atormentado por ella.

La palabra «Egipto» (Mitzraim) es un plural, como si se tratase menos de un país concreto que de todas las situaciones de opresión.

Éxodo 20:1-2. El Dios del Decálogo primero libera y después dice: «Aquí tienen la solución para evitar esclavitudes presentes y futuras: mi ayuda». Tomar a Dios por un policía cósmico escondido detrás de su omnipotencia, esperando que cometamos una falta para castigarla, es tomarlo por un dios falso. Dios libera de Egipto antes de pedir nada. Y lo primero que pide es que recordemos que nuestro prójimo tiene los mismos derechos que nosotros.

«Entonces nos importa, [por ejemplo], lo que otros piensan de nosotros […], su opinión, su aprobación…» (Anselm Grün, Los Diez Mandamientos. Camino hacia la libertad, [San Pablo, Estella, Madrid, 2007], p. 35).

«El esclavo intentará por todos sus medios hacer lo que se le pide, ya que la vida le va en ello. Se esforzará, trabajará y, en d mejor de los casos, cumplirá. Toda su energía estará volcada en llevar a término las órdenes de su amo para no recibir castigo. Su motivación es el miedo. Hará lo que se le pide pero ni un ápice más, como es lógico. Quien se siente amado, sin embargo, no espera a que se le pida nada. Porque aprende a amar. Nace en él la intensa necesidad de agradar a quien lo ama. […] No conoce el miedo porque lo inunda la alegría cada vez que piensa en la persona que transformó su soledad en compañía» (Juan Ramón Junqueras, Facebook, 27 de febrero de 2013).

Logo adoptado por la colección Torat haim de Jerusalén. Una vieja tradición dice que los mandamientos se dieron en dos tablas «para evocar la relación entre el cielo y la tierra, d esposo y la esposa, los dos testigos, el mundo presente y el venidero». Cf.  M. H. Foumier Lophem, «Les dix paroles et leur indicatif oublié» [Las Diez Palabras: Su significado olvidado] SIDIC, 19, (1986) 47-51, p. 50.

De ahí que se pueda resumir en la famosa frase «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y al prójimo como a ti mismo». Cf. Deuteronomio 6:5; Levítico 19:18.

Como muy ingeniosamente dice X. Leon-Dufour, «Si el Decálogo no se hace diálogo, se endurece en catálogo» (Diccionario del Nuevo Testamento [Madrid: Cristiandad, 1977], p. 280).

Comentario de la Mekhilta, sobre Cantares 1:7

Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 274.

Incluso los místicos judíos, que rebuscan el significado alegórico de la Escritura y consideran que el sentido oculto es superior al sentido obvio e inmediato, afirman constantemente que, a pesar de todo, el secreto de la fe reside en el respeto de su lite­ralidad. Abraham I. Heschel, Dios en busca del hombre. Una filosofía del judaísmo (Ediciones Seminario Rabínico Latinoameri­cano, 1956), p. 171.

El plan de Dios propone además, la circuncisión de las instituciones: el culto debe ser un anticipo de la salvación prefigurada, el sacerdocio una plataforma de servicio, etc.

Con ese carácter personal se reveló desde el principio a los patriarcas (Génesis 12:1-3). Por ello, durante siglos fue conocido como «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», es decir; el que se revela en la historia. Este Dios invisible y eterno «que es, que era y que será», el «Dios vivo», que tiene el ser en sí (Éxodo 3:13-15), rechaza toda representación material. Una parte fundamental de la legislación y del culto tienen la misión de preservar la transcendencia de Dios evitando todo lo que pudie­ra circunscribirla a un lugar o una estatua (Éxodo 20:4-6).

Conocer, en hebreo, es algo tan experimental que el término se usa para describir las relaciones sexuales: «Conoció Adán a su mujer Eva y esta concibió y dio a luz a Caín» (Génesis 4:1).

Reflexiones inspiradas en Alexandre Vinet, Meditaciones angélicas, (Paris, 1849). Revista Signes des Temps (Señales de los tiem­pos], (marzo-abril 1979), pp. 15-19).

Categorías: La Ley de Dios

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