La iglesia de Cristo y la ley

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Dr. Roberto Badenas/ Teólogo

A lo largo de la historia de este mundo Dios ha tenido siempre, de una forma u otra, un pueblo a quien ha confiado la misión de ser portador de sus mensajes. Dentro de este legado destinado a la humanidad entera la ley divina ocupa un puesto muy relevante. El pueblo de Israel fue escogido para llevar a cabo esta tarea durante siglos. La iglesia cristiana se une a esta singular y accidentada carrera de relevos, en medio de una serie intermitente de rupturas y apostasías, reavivamientos y reformas.
Uno de los acontecimientos más transcendentales en esta transmisión del testigo tuvo lugar en tiempo de los apóstoles, cuando se produjo la transición entre el pueblo de Israel y la naciente iglesia de Cristo. El más antiguo registro histórico sobre la vida de las primeras comunidades cris­tianas lo encontramos en el libro de los Hechos, escrito por Lucas, el mé­dico de Pablo, en tomo a los años sesenta. El libro empieza con la orden de Jesús a sus discípulos de que esperen en Jerusalén hasta que el Espíritu les indique el momento de emprender su apostolado. Como testigos pri­vilegiados del Mesías, a ellos les corresponde tomar el relevo y ser los portavoces de la gran revelación: «Pero recibiréis poder cuando haya veni­do sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:8). Duran­te ese compás de espera, los discípulos se organizan como «iglesia» (del término griego ekklesia, que significa «asamblea de los llamados»), y eli­gen a Matías para completar el número de los doce «patriarcas» del nuevo Israel (Hechos 1:15-26).
Pentecostés, y la iglesia depositaria del nuevo pacto
La señal prometida se manifiesta el día de Pentecostés, estando los dis­cípulos reunidos juntos en el aposento alto (Hechos 2:1-13). Esta fiesta, ce­lebrada cincuenta días después de la Pascua, reunía cada año en Jerusalén miles de peregrinos que acudían de todas partes del mundo, para festejar especialmente el pacto del Sinai y el don de la ley. El nombre hebreo de esta celebración evocaba tanto «semanas» (shabuoth) como «juramentos» (shebuoth) haciendo referencia a la vez a las siete semanas transcurridas desde la pascua y al juramento de fidelidad a Dios, repetido cada año en la ceremonia de la renovación de la alianza. Entre otras cosas, en esta fiesta se conmemoraban las ocasiones en que Dios había pactado con los hom­bres: primero con Noé, después con Abraham y finalmente con Israel (Ju­bileos 6:17-21; 14:20).
El relato sobre lo acontecido a la iglesia naciente en ocasión de Pente­costés (Hechos 2:1-11, 37-47) menciona muchos de los elementos caracte­rísticos de la tradicional celebración israelita, sin duda con la intención de subrayar los puntos de convergencia entre la vieja prefiguración y la reali­dad del nuevo pueblo de Dios. En primer lugar, el texto dice que los discí­pulos estaban reunidos de noche. La costumbre de esa fiesta era pasar la víspera en oración, en la que se consideraba especialmente «una noche de revelación». El ruido «como de truenos» y la irrupción súbita de «llamas de fuego» recuerdan la experiencia vivida por Moisés en el Sinaí (Éxodo 19:16) tal como la rememoraba Israel: «Palabras de fuego salieron de la boca del Todopoderoso y quedaron grabadas sobre las tablas de piedra». La tradi­ción asociaba ya esas «lenguas» de fuego con la transmisión de la ley en lenguas extranjeras: «Cada palabra (llama de fuego) salida de la boca del Dios Único, bendito sea su nombre, se dividió en setenta lenguas, para que fuesen escuchadas por todos los pueblos de la tierra». La aparición de des­tellos de fuego sobre las cabezas de los discípulos reunidos recoge también el recuerdo de Israel, según el cual la bendición de Dios desde el Sinaí, en ocasión del don de la ley, se manifestó mediante una aureola luminosa sobre la cabeza de todos los presentes (b. Ber. 17a). Incluso el ungimiento de los apóstoles por el Espíritu Santo evoca lo ocurrido a los setenta ancia­nos que asistían a Moisés.
El acontecimiento narrado por el libro de los Hechos se presenta pues, a la luz de su contexto histérico-religioso, como la esperada teofanía de la nueva alianza. La iglesia reunida en el aposento alto aparece como la asam­blea constituyente del nuevo Israel espiritual, en el que se hacen realidad algunas de las más conocidas promesas divinas. Para los apóstoles, aquel impresionante acontecimiento cumplía una de las más esperadas profecías de la Biblia:
«Vienen días —dice el Señor— en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto. No como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto. Como ellos no permanecieron en mi pacto, yo me desentendí de ellos —dice el Señor—. Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días —dice el Señor—: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios y ellos me serán a mí por pueblo» (Hebreos 8:8-10; cf. Jeremías 31:31-34).
El prodigio de que los peregrinos de los diversos países representados en Jerusalén escuchen la predicación de Pedro en su lengua materna — me- dos, elamitas, egipcios, libios, judíos, árabes, asiáticos— (ver Hechos 2:5-13) enseña a la iglesia naciente que la humanidad entera está invitada a inte­grarse en la iglesia de Cristo, nueva comunidad de la fe, cuya misión es con­tinuar la obra confiada a Israel, confirmada por Jesús en favor de todos los seres humanos, independientemente de su religión, nacionalidad o raza (Mateo 28:18-20). A raíz de este acontecimiento las conversiones al cristia­nismo empiezan a contarse por miles (Hechos 2:41). Sin embargo, habrá que esperar hasta el concilio de Jerusalén, para que los apóstoles se atrevan a abrir plenamente las puertas de la iglesia a los creyentes de origen no ju­dío. Desde entonces, la iglesia de Cristo no ha cesado de llevar a cabo su misión de hacer discípulos en todas las naciones, de bautizarlos, y de ense­ñarles a guardar todas las cosas que el Señor nos ha mandado, lo cual in­cluye, desde luego, su divina ley (ver Mateo 28:19-20).
La amenaza del legalismo
Aunque Jesús y los apóstoles combatieron con denuedo el legalismo, esta amenaza no pudo ser evitada ni siquiera en las primeras iglesias. El riesgo de que el respeto a la ley derive en legalismo es casi inevitable en un mundo caído como el nuestro. No resulta fácil predicar una ética de inspi­ración evangélica en un medio a la vez judío y pagano, es decir, a creyentes que prácticamente idolatran ciertas observancias religiosas (ver, por ejem­plo, Marcos 2:1-6; 7:1-23; 12:28-40, etc.), o que no tienen todavía la madurez espiritual para distinguir entre obediencia voluntaria y prohibiciones «tabú» (ver 1 Corintios 8-10). En una comunidad en la que los miembros corren el ries­go de dividirse en justos, sabios y fuertes frente a pecadores, ignorantes y dé­biles (ver por ejemplo Romanos 14), la función de la ley cobra toda su am­bivalencia, ya que el mismo conocimiento y la práctica de sus exigencias pueden convertirse en plataforma de discriminación y vanagloria. En res­puesta a este desafío, la iglesia tiene que educar en una espiritualidad y un estilo de vida en los que la libertad personal y la fe colectiva encuentren el lugar que les corresponde. Y es que no se puede fomentar el respeto a la ley sin que se plantee la cuestión del legalismo. Este fue uno de los mayores retos de la iglesia de Cristo. Y sigue siéndolo.
¿Qué es, en realidad, el legalismo y de qué modos se manifiesta? Empe­cemos por un intento de definición. En el ámbito de la religión, se deno­mina legalismo a toda conducta centrada en la observancia estricta de la ley divina como base de justificación o santificación, o que se limita a aplicar leyes y reglamentos a situaciones que requieren algo más, o algo distinto. Desde el punto de vista teológico el legalismo designa aquella vivencia de la religión que confunde celo con fidelidad, que identifica la vida espiritual con la estricta observancia de reglas y preceptos, y que desemboca en la salvación por las obras.
Cabe considerar el legalismo religioso como una especie de patología que afecta a individuos y grupos, cuyo peligro consiste no tanto en la exa­geración del papel de la ley como en la transgresión de su fundamento ético en detrimento de la gracia o la gratuidad de la salvación. Lo peor del legalismo es que devalúa todo lo que se sitúa fuera de su marco legal, desa­creditándolo con la lógica del desprecio: por ejemplo, si Jesús come con pecadores los fariseos le acusan de compartir sus posiciones; si no condena a la adúltera es que tolera el adulterio, etc. Por otra parte, la condena del legalismo es tan rotunda en algunos medios, que se diría que ciertos cre­yentes no se atreven a manifestar demasiado respeto hacia las leyes divinas ¡por temor a ser acusados de legalistas!
El legalismo religioso es una distorsión de la práctica de la fe, resultante de la convergencia de diversos factores sociales y personales, entre ellos las estructuras de ciertos sistemas de funcionamiento de la comunidad eclesial, el abuso de sus líderes y la complicidad inconsciente de los individuos. En cualquier esfera de la vida eclesial es fácil derivar hacia el legalismo, a pesar de las mejores intenciones, porque en realidad nadie se reconoce le­galista. Solo se es «fariseo», «extremista» o «fundamentalista» a los ojos de otros. El llamado legalista se considera a sí mismo un practicante sincero. La acusación de legalismo de parte de sus detractores es para él una crítica injusta, propia de «liberales» que faltan al respeto de la ley.
El legalismo es, en cierto sentido, el resultado de la erosión de los prin­cipios básicos de la vivencia religiosa, prestando mayor atención a lo que se ve que a lo que hay en los corazones. El legislador hubiese querido no solo suscitar el deseo de obedecer, sino la fuerza de amar. Pero, en la práctica, la debilidad humana genera ante la ley dos tipos de reacciones opuestas: el legalismo que impone la autoridad por encima de la libertad, y el liberalis­mo que rechaza toda autoridad.
El legalismo como problema espiritual
Entre los diversos factores que favorecen el legalismo en la iglesia, des­taca la inseguridad ética, que impulsa al individuo o a la colectividad a re­nunciar al riesgo de la libertad a cambio de la seguridad que representa la imposición de normas fácilmente medibles y observables, forzando median­te algún tipo de presión la sumisión a unas normas, o la obediencia teme­rosa —cuando no ciega— a un líder. Cualquier autoridad que se reclame de derecho sagrado tiene más posibilidades de dominar cuanto más fuerte y «religiosa» parezca. A nivel personal, el individuo, desestabilizado en sus sen­timientos de impotencia y culpabilidad, busca en las claras consignas de una autoridad indiscutible una mediación y un apoyo que, a la larga, susti­tuyen a su fe y le hacen olvidar su necesidad de la gracia.
El legalismo se acompaña, por lo general, de cierto nivel de confusión con respecto a los valores esenciales. El legalista hace ciertas cosas porque son obligatorias y se abstiene de otras porque están prohibidas, pero no discier­ne que las cosas no son «malas» porque están prohibidas, sino que la ley las reprueba porque no convienen, y que los mandamientos figuran en la ley porque son necesarios y no a la inversa. Cuanto menos seguro está un creyente de sus propios valores o posiciones, mayor será su tendencia a re­currir a la autoridad o a la fuerza para defenderlos. Esto no es imputable solo a la tipología personal o a las desviaciones teológicas de la comunidad sino, sobre todo, a la falta de libre adhesión a la vivencia de fe practicada.
El problema del legalismo se agudiza en situaciones en las que la identi­dad comunitaria se siente amenazada y necesita afirmarse. Sean cuales fueren los planteamientos eclesiales de los dirigentes, la tendencia a recurrir a ciertas normas como instrumento de poder o para justificar posiciones de fuerza, aparece cada vez que la unidad de la fe es cuestionada o cuando la autori­dad corre el riesgo de ser contestada. El legalismo eclesiástico suele apoyar­se en el dogmatismo. Bajo pretexto de defender la ortodoxia se excluye el diálogo con cualquier idea que no parezca visiblemente refrendada por la autoridad reconocida. Esta actitud refuerza el clericalismo, que es una for­ma histórica de discriminación, enquistada en el seno de algunas comuni­dades en que el clero, el cuerpo pastoral o un sector de este, se atribuye el privilegio de detentar el poder de decisión, en detrimento de la participa­ción de la base (de los laicos) en la gestión de la vida comunitaria. En caso de estructuras sociales formadas por comunidades relativamente peque­ñas, el legalismo refuerza a menudo al sectarismo, haciendo énfasis en sig­nos de identidad claramente externos, que permiten fácilmente identificar­se con el grupo de los santos, el «remanente» o de «la iglesia verdadera». En ambas situaciones un sector o grupo dentro de la comunidad se atribuye el monopolio de la posesión de «la verdad».
Desde el punto de vista sociológico, el legalismo revela falta de solidez personal y de autenticidad espiritual. La misma inseguridad de los creyen­tes favorece la hipertrofia de la jerarquía y de su autoridad dentro del grupo religioso, lo que a su vez refuerza su actitud "infantilizante" hacia los miem­bros, en un círculo vicioso sin salida fácil.
Desde el punto de vista ético, el legalismo representa el triunfo del forma­lismo y la primacía de normas y preceptos sobre las vivencias espirituales, que comportan libre adhesión y creatividad o espontaneidad en la expresión de la fe. Las prácticas religiosas acaban convirtiéndose en obligaciones, en lugar de actos de adoración que, por definición, tendrían que ser libres y vo­luntarios.
Desde el punto de vista teológico, el legalismo es a la vez fruto y promo­tor de una religiosidad centrada en una iglesia o grupo religioso, en vez de arraigada directamente en Dios. Una visión distorsionada de la salvación tiende a sacralizar la función mediadora de ciertos líderes, que asumen la dirección de todo, a través de sus consignas e imposiciones. Su importante misión de representantes de Dios les confiere una autoridad más o menos indiscutible, que excluye de entrada, de parte de los creyentes, cualquier cuestionamiento. Esto es muy visible en iglesias que abogan por la infalibi­lidad de sus dirigentes máximos, por ejemplo, pero también se da en otras, de apariencia menos autoritaria. Ocurre cuando lo miembros, en vez de ser estimulados a asumir los riesgos de su responsabilidad ante Dios, son ins­tados a consultar a sus directores espirituales, sobre lo que se debe o no se debe hacer, sobre lo que es o no pecado, o sobre lo que se debe creer. Los lí­deres, apelando a un documento/ley, los eximen de tomar decisiones, ya que cada caso está teóricamente resuelto de antemano, a fin de poder determinar, sin lugar a dudas, la conducta a seguir, tanto en lo teológico como en lo ético. El resultado viene a ser, más o menos, un sistema estructurado por la casuís­tica, en el que prácticamente todo lo que no es obligatorio está prohibido.
No es de extrañar que contra esta religiosidad, hecha de prohibiciones, obligaciones y presiones, muchos se rebelen. Su herencia religiosa pierde su sentido si no da paso a una fe personal, arraigada en la libre entrega a Dios y en la búsqueda de su voluntad. «El legalismo se introduce cuando la obe­diencia a los mandamientos no guarda relación directa con la fe». La ley es una referencia necesaria, pero no lo es todo, ni en religión, ni en otras esfe­ras. Ninguna conducta consecuente podrá limitarse a seguir ciegamente al pie de la letra lo que diga un texto, aunque sea divino, sin tener en cuenta lo que este puede matizarse a la luz del resto de la revelación y en el marco de los infinitos casos de la vida. Ningún sistema jurídico responsable, y menos el basado en la Palabra de Dios, puede limitarse al ejercicio mecáni­co y sin matices del derecho. Siempre será necesario un esfuerzo de actuali­zación del espíritu de la ley. En la vida surgen continuamente casos impre­vistos a los que se podrían aplicar varias opciones y que deben ser resueltos apelando a criterios que transcienden lo estrictamente jurídico. Eso es lo que hace Jesús cuando le traen una mujer sorprendida en adulterio: renun­cia resolver el problema aplicando sin más el castigo previsto en la ley trans­gredida, y así consigue salvar la vida de una mujer, y evitar que un grupo de hombres cometa un homicidio (Juan 8:1-11).
En la iglesia de Cristo, el estilo de vida del creyente se ve continuamente amenazado por las trampas del legalismo cuando, en vez de preguntarse, por ejemplo, si determinado comportamiento está en armonía con los idea­les divinos, o si Cristo lo aprobaría si estuviera en nuestro lugar, se recurre a defender posiciones personales con argumentos del tipo: «Israel tenía ejército, e iba a la guerra», «en la Pascua se bebía vino», «la ley de Moisés contempla la pena de muerte», etc. Una de las más graves constantes del legalismo es su tendencia a encontrar precedentes en las faltas de los de­más. Para justificarse de su incapacidad de respetar el espíritu de la ley, el legalista necesita encontrar que alguien la transgreda más que él. Su denun­cia del pecado le «disculpa» de ejercer el discernimiento y, en última instan­cia, de poner en práctica el amor.
Todo jurista sabe que, por muy bien desarrollada que se halle una ley en su reglamento, siempre existe un desfase inevitable entre la legislación —ne­cesariamente simplificadora— y la realidad, siempre compleja. Tratándose de la ley divina, ese desfase es necesariamente mayor. El espíritu de la ley va siempre más allá de la letra, y el deber del creyente es buscar la intención de la ley o, aún mejor, la del legislador. Por eso, ante cualquier caso se plantean dos preguntas: ¿Qué principio general se desprende de esta ley? y ¿cómo aplicarla mejor a esta situación particular, para respetar la intención divina?
Ahora bien, buscar la intención última de las leyes bíblicas lejos de ser una actitud «legalista» es una cuestión de espiritualidad, pues se trata de buscar la voluntad divina. Las normas, las instituciones, los dogmas, la li­turgia, son medios importantes en la búsqueda de la comunión con Dios, porque también la vida espiritual necesita pautas, y difícilmente se puede progresar sin disciplina.
La iglesia de Cristo sabe que los mandamientos son pautas de conducta inspiradas por el amor y en ese sentido, deberían ejercer en la vida de sus miembros una función profundamente «santificadora». Porque todo es­fuerzo por observar la ley desde esta perspectiva puede resultar, finalmente, un acto espiritual situado en las antípodas del legalismo ya que va en la dirección de la santidad, es decir, del placer de aceptar las propuestas di­vinas de todo corazón (Isaías 58:13, 14).
El legalista busca, sin darse cuenta, la santificación a través de las obras, por el camino del ejercicio de la voluntad, lo que el Nuevo Testamento solo concibe como resultado de la obra del Espíritu Santo. La diferencia reside en poner el énfasis en el empeño humano o en la acción divina. Porque todo puede vivirse de forma legalista o de un modo espiritual. La propia oración de acción de gracias por los alimentos puede convertirse en una mera rutina vacía, seguida por simple tradición, o puede, al contrario, transformar la mesa en altar y la comida en un acto de adoración. Incluso el «amarás» de Jesús se puede contemplar desde una perspectiva legalista, como una obligación imposible, o desde una perspectiva liberadora, como una promesa del triunfo de la gracia divina sobre la incapacidad humana.
Ya la antigua ley contenía una constante invitación a la santidad a través del camino de la ética. Gran parte de sus prescripciones, incluso civiles, aparecen enmarcadas en consideraciones de orden espiritual del tipo «Us­tedes deben ser santos para conmigo, porque yo, el Señor, soy santo» (Levítico 20:26, DHH). Ningún código legal es comparable al famoso capítulo 19 del Levítico, donde los imperativos se suceden en yuxtaposiciones sorpren­dentes: «El cuerpo, el alma, el espíritu, la voluntad, las inclinaciones mora­les, el instinto natural, el tiempo, el espacio, el individuo, la sociedad, la ética y el rito conviven en una promiscuidad desconcertante, cuyo princi­pio permanecería insondable si el primer versículo no diese de antemano la clave: "Seréis santos, porque yo vuestro Dios soy santo"».
Desafío eclesial
El valor universal de la ley divina no puede hacer olvidar a los seguido­res de Cristo su propia vulnerabilidad como seres humanos sujetos a las innumerables y cambiantes situaciones de la vida. Su conducta no solo resulta de convicciones, sino también de circunstancias de la educación, de la cultura y, sobre todo, del contexto social y religioso en el que viven. De ahí una serie de inevitables tensiones. Aunque el evangelio integra la diver­sidad y se expresa en la plenitud de dones, la espontaneidad, la creatividad, el libre examen de la Escritura y el sacerdocio universal de los creyentes, los grupos suelen preferir la uniformidad, el respeto de las viejas costumbres, y recelan de los enfoques distintos, los cuestionamientos y las ideas nuevas.
Como se ha observado, con razón, la espiritualidad solo es auténtica allí donde se ejerce de modo sincero y espontáneo, sin que ninguna presión externa (social, pastoral u otra) nos obligue a ella. Para el creyente tiene poco sentido que su iglesia le «exija» unas prácticas que uno ve como im­puestas, que no acepta o aprueba. Sería como obligar a «amar» por decreto ley: «el amor y la fe no pueden ser manipulados.»
Quizá más que ninguna otra sociedad, la iglesia de Cristo, por su mis­mo empeño de fidelidad a la revelación divina, queda expuesta permanen­temente a la contaminación del legalismo. Para evitar este riesgo, no cabe mejor alternativa que su fidelidad a Jesús, que convierte a los creyentes en sujetos tanto más autónomos cuanto más dependientes de Dios (ver 1 Corintios 9:21). El «resto» de los creyentes del tiempo del fin se caracteriza, precisa­mente, por aunar su respeto hacia la ley con la fe de Jesús (Apocalipsis 14:12). Esta fe tiene un importante componente cognitiva, que incluye conviccio­nes, creencias y doctrinas. Pero tiene una no menos importante dimensión emocional, que afecta la confianza, las relaciones y los afectos. Eso hace que la fe auténtica se manifieste de manera activa mediante el compromiso y el servicio. Su testimonio perseverante y su vida de adoración gozosa, mantienen fiel y firme a la iglesia, en un mundo inseguro.
Mientras sigamos en este mundo, expuestos a equivocamos, la iglesia de Cristo no podrá prescindir de la mediación de la ley para dar a los cre­yentes desorientados pautas de acción seguras. Sin embargo, nada más pe­ligroso que confundir la esfera teologal con el ámbito jurídico a secas. Los grupos e instituciones con pretensiones teocráticas (mesiánicas, totalita­rias, místicas o carismáticas) se convierten fácilmente en tiranías, tanto más peligrosas cuanto más se empeñan en imponer sus consignas en nombre de la ley divina.
La tendencia a legislar en esferas que en realidad pertenecen al Espíritu lleva a tratar como cuestiones de derechos y deberes, o de infracciones y sanciones, asuntos en los que sería preferible dar preferencia a la acción pastoral redentora, a la responsabilidad personal y a la inspiración divina. Por eso, la imprescindible mediación de la ley necesita acompañarse de la prioridad esencial de la comunión con Cristo, en la que la iglesia encuentra su seguridad, a la vez que su identidad y su misión.
Al insistir Jesús en la importancia de poner las relaciones por encima de los comportamientos, nos pone en guardia contra dos tendencias suscepti­bles de corromper cualquier esfuerzo moral. Por una parte la de poner las leyes por encima de los seres humanos en vez de a su servicio y, por otra, la de dejar que imposiciones humanas oscurezcan la intención de la ley y sus verdaderas exigencias. El respeto a los mandamientos forma parte de los re­quisitos del amor (agape), solo posible en un clima de libertad responsable.
La iglesia de Cristo tendrá que luchar hasta el final para guardar el difícil equilibrio entre la unidad de los creyentes y la libertad del Espíritu (ver 1 Corintios 12:5ss y 14:37), o entre la universalidad de las normas y la singulari­dad de los casos. El hecho de ser guardiana de un depósito sagrado no debe hacerle olvidar que su función es principalmente profética, es decir abierta al futuro e inspiradora de pautas adaptadas a las nuevas situaciones.
La superación del legalismo requiere una toma de conciencia similar a la que tuvieron los apóstoles, que lleve a descubrir que, paradójicamente, querer imponer inflexiblemente la ley es actuar en oposición a su espíritu. Sus escritos nos ponen en guardia contra el riesgo de utilizar la ley para justificación propia, mostrando que la solución contra el legalismo no es el antinomismo, sino la edificación (oikodomein), ya que el antilegalismo puro y duro está mucho más cerca del legalismo de lo que parece.
En realidad, la superación del legalismo solo puede conseguirse con una actitud abierta al Espíritu, arraigada en el evangelio y empeñada en la libertad de conciencia. Para evitar el legalismo no se requiere abandonar la ley, sino tener siempre presente que esta no exige ser cumplida por nuestros propios medios. Dios siempre se ha ofrecido a ayudamos a realizar lo que pide. Su ley es un don inseparable de sus promesas, pero estas son la garan­tía final de su eficacia.
Las leyes y las normas son necesarias para controlar la conducta de aquellos que necesitan presión externa para comportarse correctamente, pero no sirven para transformar corazones. En todas las sociedades, inclui­da la iglesia, las leyes son indispensables. Pero resulta significativo saber que hasta las mejores leyes —las de Dios— tienen sus límites: nos permiten funcionar bien, pero no nos transforman. La conversión es obra de Dios, no nuestra. Por eso, los cristianos que constituyen la iglesia de Cristo en el tiempo del fin, no solo se distinguen por «guardar los mandamientos de Dios» sino que, en la base de su vida espiritual tienen «la fe de Jesús» (Apocalipsis 14:12).


Salmos 50 y 81; Deuteronomio 9; 10; 10:14; 18:16; Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos, 3:252.

Josefo, Guerras, 2:43; Antigüedades 17:254; Filón, De vita contemplativa, 65.

Todavía hoy, en la liturgia judía de la fiesta de las semanas, se leen los 613 preceptos de la Torá, clasificados según el orden del Decálogo (ver Dr. Nissan Mindel y otros, Shavuot, día de días, (Kehot: Jabad Lubavitch Argentina).

Filón, De vita contemplativa, 65.

Josefo, (Antigüedades 6:229) indica que el año 66, víspera de Pentecostés, justo antes de la guerra que terminó con el templo de Jerusalén, los sacerdotes dijeron haber oído en la noche una voz del cielo que les decía «Debemos marcharnos»; cf. Tácito, Historias, 5:13.

Salmo 29:; Deuteronomio 33:2; Mekilta de Rabí Ismael, tratado Ba-Hodesh, 9 edición de Horovitz y Rabin, p. 235; cf. Filón, De Decalogo, 46. Targum del pseudo-Jonatán, Tragum Neofiti I, fragmentos de la genizah de El Cair, in loc. Cit; J. Potin, La fête juive de la Pentêcote: étude des texte s liturgiques, [La fiesta judía de Pentecostés: estudios de textos litúrgicos] (París: Cerf, 1972), vol 2, p. 37 ss.). La fiesta de las semanas era celebrada incluso por la momunidad esenia de Qumran (1 Qs 1:16, 17; Rollo del Templo, 19:9), y por los Terapeutas, para quienes era la fiesta más importante del año litúrgico (Filón, De vita contemplativa, 65).

T. Shabat 88b; Midrash Tehillim 92:3.

Cf. Números 11:16-17, 24-29; t Sanh., 8: 1b; Sanh., 17a.

Jeremías 31:31-34; Ezequiel 37:26-28; Isaías 55:3; Hebreos 8:8-12; 10:16. Ver «Pentecost as a Festival of the Law», Immanuel 8 (1978),

P. S. Watson, «Legalism», en Alan Richardson, ed. A Dictionary of Christian Theology (Philadelphia: Westminster, 1969, p. 191). Cf. Marvin Moore, Evangelio versus legalismo: como enfrentar la influencia insidiosa del legalismo (Buenos Aires: ACES, 1998).

Como ejemplos de esa dirección cabe citar una buena parte de la legislación rabínica y del derecho canónico católico.

E. F. Kevan, La ley y el Evangelio (Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1967), p. 56.

Cf. Deuteronomio 16:18-20; 17:8-13,18-20; 2 Crónicas 17:9; 19:6-7.

B. S. Jackson, «Legalism and spirituality», en E. B. Firmage y J. W. Weiss, eds., Religion and Law: Biblical-Judaic and Islamic Pers­pectives (Winona Lake: Eisenbrawns, 1990), pp. 243-261.

Tomas de Aquino, Suma Teológica, I-II, 104:2; cf. Bernard S. Jackson, «The ceremonial and the Judicial: Biblical Law as Sign and Symbol», Journal for the Study of the Old Testament 30 (1984), pp. 25-50.

La Biblia siempre da pautas que hay que seguir en el camino hacia el progreso espiritual. Las promesas a Abraham se acom­pañan de una alianza, cuyo signo recordatorio se concreta en el precepto de la circuncisión (Génesis 17:1-14). La espiritualidad de Abraham fue probada y preservada mediante la fiel transmisión de este rito que hacía participar al cuerpo del sentimiento de elección. Cf. Éxodo 18:13; 1 Samuel 7:15; Amós 2:4; Oseas 4:6; Isaías 5:24; Miqueas 3:11; Sofonías 3:4; Ezequiel 22:26; Jeremías 2:8; Hebreos 2:11; Malaquías 2:6-9.

Ezequiel 20:11-13,19-20; cf. 11:17-20; 18:6-9,30-31; 36:24-28, etc.

Maimónides ya decía que «reflexionar y meditar en los mandamientos, enseñanzas y actos divinos, hasta llegar a entenderlos y a disfrutar plenamente de su comprensión, en eso consiste amar a Dios» (Sefer ha-Mitzvot, Tercer Mandamiento)

Éxodo 20:8-11; 31:12-17; 34:21; 35:2-3; Nehemías 13:15-19; m Sabb 7:2.

Levítico 19:3, 6,16:1-21; 21:1-9; Números 15:39, 40.

t Ber 6 (7):9. La intención era una condición sine qua non pan que el cumplimiento de la ley fuese meritorio, b. Hul 31 a. b.

La espiritualidad conlleva necesariamente la búsqueda de la voluntad divina. Los profetas critican la observancia de la ley sin espiritualidad, por vacía, hipócrita y legalista, mientras animan todo esfuerzo sincero por respetarla en la comunión y la co­herencia. Ver; por ejemplo, Isaías 55:1—56:7.

Elena .G. de White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View: Publicaciones Interamericanas, 1971), p. 615.

«Santo» no debe confundirse con sagrado, es decir, de apartado del uso profano para ser dedicado a la divinidad. En la Biblia, la santidad es lo propio de Dios, y se aplica a otros seres solo para significar que entre Dios y dicho ser se ha estableado una relación especial, subrayando la comunión entre ambos y la fidelidad debida a la nueva relación (X. León – Dufour, Dicciona­rio del Nuevo Testamento, (Madrid: Cristiandad, 1977), p. 395).

A. Neher. Moisés, p. 102.

Viktor Frankl, U presencio ignorada de Dios (Barcelona: Herder, 1977), p. 93 (cf. p. 79).

Esta expresión, procedente del griego leimma, «lo que subsiste de un todo», se aplica en la Biblia a la parte del pueblo de Dios que se mantiene fiel a la alianza. X. Léon-Dufour, Diccionario del Nuevo Testamento (Madrid: Cristiandad, 1977), pp. 379, 380.

Henry Mottu, «Comment dépasser le légalisme aujourd’hui?» [Cómo superar el legalismo de hoy] en Loi et Evangile [La ley y el evangelio), p. 196-200.

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