Jesús en Jerusalén

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2 trimestre de 2015
El libro de Lucas
Notas de Elena G. de White
Lección 12
20 de junio 2015
Jesús en Jerusalén

Sábado 13 de junio
                     
Mientras el sol poniente teñía de oro los cielos, iluminaba gloriosa y esplendentemente los mármoles de blancura inmaculada de las pare­des del templo y hacía fulgurar los dorados capiteles de sus columnas. Desde la colina en que andaban Jesús y sus seguidores, el templo ofrecía la apariencia de una maciza estructura de nieve, con pináculos de oro. A la entrada, había una vid de oro y plata, con hojas verdes y macizos racimos de uvas, ejecutada por los más hábiles artífices. Esta estructura representaba a Israel como una próspera vid. El oro, la plata y el verde vivo estaban combinados con raro gusto y exquisita hechu­ra; al enroscarse graciosamente alrededor de las blancas y refulgentes columnas, adhiriéndose con brillantes zarcillos a sus dorados ornamen­tos, capturaba el esplendor del sol poniente y refulgía como con gloria prestada por el cielo.
Jesús contempla la escena y la vasta muchedumbre acalla sus gri­tos, encantada por la repentina visión de belleza. Todas las miradas se dirigen al Salvador, esperando ver en su rostro la admiración que sen­tían. Pero en vez de esto, observan una nube de tristeza. Se sorprenden y chasquean al ver sus ojos llenos de lágrimas, y su cuerpo estremecién­dose de la cabeza a los pies como un árbol ante la tempestad, mientras sus temblorosos labios prorrumpen en gemidos de angustia, como nacidos de las profundidades de un corazón quebrantado. ¡Qué cuadro ofrecía esto a los ángeles que observaban! ¡Su amado Jefe angustiado hasta las lágrimas! ¡Qué cuadro era para la alegre multitud que con aclamaciones de triunfo y agitando palmas le escoltaba a la gloriosa ciudad, donde esperaba con anhelo que iba a reinar! Jesús había llorado junto a la tumba de Lázaro, pero era con tristeza divina por simpatía con el dolor humano. Pero esta súbita tristeza era como una nota de lamen­tación en un gran coro triunfal. En medio de una escena de regocijo, cuando todos estaban rindiéndole homenaje, el Rey de Israel lloraba; no silenciosas lágrimas de alegría, sino lágrimas acompañadas de gemidos de irreprimible agonía. La multitud fue herida de repentina lobreguez. Sus aclamaciones fueron acalladas. Muchos lloraban por simpatía con un pesar que no comprendían…
Era la visión de Jerusalén la que traspasaba el corazón de Jesús: Jerusalén, que había rechazado al Hijo de Dios y desdeñado su amor, que rehusaba ser convencida por sus poderosos milagros y que estaba por quitarle la vida. El vio lo que era ella bajo la culpabilidad de haber rechazado a su Redentor, y lo que hubiera podido ser si hubiese acep­tado a Aquel que era el único que podía curar su herida. Había venido a salvarla; ¿cómo podía abandonarla? (El Deseado de todas las gentes, pp. 527-529).

Domingo 14 de junio: La entrada triunfal

Con alegre entusiasmo, los discípulos extendieron sus vestidos sobre la bestia y sentaron encima a su Maestro. En ocasiones anteriores, Jesús había viajado siempre a pie, y los discípulos se extrañaban al prin­cipio de que decidiese ahora ir cabalgando. Pero la esperanza nació en sus corazones al pensar gozosos que estaba por entrar en la capital para proclamarse rey y hacer valer su autoridad real. Mientras cumplían su diligencia, comunicaron sus brillantes esperanzas a los amigos de Jesús y, despertando hasta lo sumo la expectativa del pueblo, la excitación se extendió lejos y cerca.
Cristo seguía la costumbre de los judíos en cuanto a una entrada real. El animal en el cual cabalgaba era el que montaban los reyes de Israel, y la profecía había predicho que así vendría el Mesías a su reino. No bien se hubo sentado sobre el pollino cuando una algazara de triunfo hendió el aire. La multitud le aclamó como Mesías, como su Rey. Jesús aceptaba ahora el homenaje que nunca antes había permitido que se le rindiera, y los discípulos recibieron esto como una prueba de que se rea­lizarían sus gozosas esperanzas y le verían establecerse en el trono. La multitud estaba convencida de que la hora de su emancipación estaba cerca. En su imaginación, veía a los ejércitos romanos expulsados de Jerusalén, y a Israel convertido una vez más en nación independiente. Todos estaban felices y alborozados; competían unos con otros por rendirle homenaje. No podían exhibir pompa y esplendor exteriores, pero le tributaban la adoración de corazones felices. Eran incapaces de presentarle dones costosos, pero extendían sus mantos como alfombra en su camino, y esparcían también en él ramas de oliva y palmas. No podían encabezar la procesión triunfal con estandartes reales, pero esparcían palmas, emblema natural de victoria, y las agitaban en alto con sonoras aclamaciones y hosannas (El Deseado de todas las gentes, pp. 523, 524).
Las lágrimas que Cristo derramó sobre el Monte de las Olivas al contemplar la ciudad escogida, no las derramó solamente por Jerusalén. En la suerte de esta ciudad, él contempló la destrucción del mundo.
“¡Si también tú conocieses, a lo menos en éste tu día lo que toca a tu paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos”.
“En éste tu día”. El día está llegando a su fin. Casi ha terminado el tiempo de misericordia y privilegios. Se están reuniendo las nubes de venganza. Los que han rechazado la gracia de Dios, están por ser envueltos en una ruina súbita e irreparable.
Sin embargo, el mundo duerme. Sus habitantes no conocen el tiem­po de su visitación.
¿Dónde se ha de encontrar la iglesia en esta crisis? ¿Están cum­pliendo sus miembros con las demandas de Dios? ¿Están cumpliendo la comisión divina y presentando el carácter de Dios al mundo? ¿Están llamando con insistencia la atención de sus prójimos al último miseri­cordioso mensaje de amonestación?
Los hombres están en peligro. Las multitudes perecen. ¡Pero cuán pocos de los profesos seguidores de Cristo sienten anhelo por esas almas! El destino de un mundo se halla en juego en la balanza; pero esto apenas si conmueve a los que pretenden creer las verdades más abarcantes que jamás hayan sido dadas a los mortales. Hay falta de aquel amor que indujo a Cristo a abandonar su hogar celestial y tomar la naturaleza humana a fin de que la humanidad pudiera tocar a la huma­nidad, y llevarla a la divinidad. Hay un estupor, una parálisis sobre el pueblo de Dios, que le impide entender el deber de la hora (Palabras de vida del gran Maestro, pp. 243, 244).

Lunes 15 de junio: Jerusalén: Purificación del templo

Cuando Jesús comenzó su ministerio público, limpió el templo de su profanación sacrílega. Entre los últimos actos de su ministerio figura la segunda purificación del templo. Así también en la obra final de amonestación al mundo, se hacen dos llamados a las iglesias. El mensaje del segundo ángel es: “Ha caído, ha caído Babilonia, la gran ciudad, porque ha hecho beber a todas las naciones del vino del furor de su fornicación” (Apocalipsis 14:8). Y en la proclamación en alta voz del mensaje del tercer ángel, se oye una voz que dice desde el cielo: “Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas; porque sus pecados han llegado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus maldades” (Apocalipsis 18:4, 5) (Mensajes selectos, t. 2, p. 135).
“Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Corintios 3:11). “Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Cristo el Verbo, la revelación de Dios –la manifestación de su carácter, su ley, su amor, su vida– es el único fundamento sobre el cual podemos edificar un carácter que perdurará…
Hemos de ser hijos e hijas de Dios que crecen como un templo santo en el Señor. “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios… edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:19, 20). Este es nuestro privilegio…
Nuestro guía es la Luz del mundo, y la senda se ha tornado más brillante a medida que hemos avanzado en las pisadas de Jesús. ¡Mantengámonos cerca de nuestro Guía! (En lugares celestiales, p. 130).
¿Deseamos llegar a ser discípulos de Cristo, pero no sabemos cómo principiar? ¿Estamos en la oscuridad y no sabemos cómo hallar la luz? Sigamos la luz que poseemos. Dispongamos nuestro corazón para obe­decer lo que sabemos de la Palabra de Dios, en la cual reside su poder, su misma vida. A medida que recibamos la Palabra con fe, ella nos dará poder para obedecer. Si prestamos atención a la luz que tenemos, recibiremos más luz. Edificaremos sobre la Palabra de Dios y nuestro carácter se formará a semejanza del carácter de Cristo.
Cristo, el verdadero fundamento, es una piedra viva; su vida se imparte a todos los que son edificados sobre él. “Vosotros también como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual”. Y “todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor”. Las piedras se unifican con el fundamento, porque en todo mora una vida común, y ninguna tempestad puede destruir ese edificio (El discurso maestro de Jesucristo, p. 126).

Martes 16 de junio: Los infieles

En la providencia de Dios, diariamente nos ponemos en con­tacto con los inconversos. Dios está preparando el camino delante de nosotros con su propia mano derecha a fin de que su obra pueda progresar rápidamente. Como colaboradores con él, tenemos una obra sagrada que realizar. Debemos sentir aflicción de espíritu por los que se encuentran en lugares elevados, y debemos extenderles la graciosa invitación de venir a la fiesta de bodas. Aunque ahora se encuentra casi exclusivamente en posesión de hombres impíos, todo el mundo, con sus riquezas y tesoros, pertenece a Dios. “De Jehová es la tierra y su pleni­tud” (Salmo 24:1)… Ojalá que los cristianos comprendiesen cada vez con más plenitud que tienen el privilegio y el deber, mientras se aferran a los principios correctos, de aprovechar cada oportunidad enviada por el cielo para promover el reino de Dios en este mundo (Consejos sobre mayordomía cristiana, p. 194).
El Señor Dios ha provisto un banquete para toda la raza humana. Se representa en la parábola como una gran cena donde se provee una fiesta para cada alma. Todos los relacionados con esta cena pueden disfrutar del festín, que es el evangelio. Esta fiesta está abierta a todos los que la reciban. Todos son invitados e instados a ir…
Quienes son partícipes de la fiesta de bodas, la fiesta del evangelio, por medio de este hecho expresan que han aceptado a Cristo como su Salvador personal. Usan sus vestimentas distintivas. Han aceptado la verdad según es en Jesús, que es el manto de la justicia de Cristo. Solo glorifican a Cristo los que aceptan la invitación: “Venid pues todo está listo”; vengan a la cena de bodas del Cordero. Estos se ponen el lino blanco, el carácter limpio, puro, mostrando así que dejaron la senda del viejo hombre que vive en su ignorancia. Su lenguaje cambia. Su con­versación es totalmente diferente (Alza tus ojos, p. 302).
Al citar la profecía de la piedra rechazada, Cristo se refirió a un acontecimiento verídico de la historia de Israel. E1 incidente estaba relacionado con la edificación del primer templo. Si bien es cierto que tuvo una aplicación especial en ocasión del primer advenimiento de Cristo, y debiera haber impresionado con una fuerza especial a los judíos, tiene también una lección para nosotros. Cuando se levantó el templo de Salomón, las inmensas piedras usadas para los muros y el fundamento habían sido preparadas por completo en la cantera. De allí se las traía al lugar de la edificación, y no había necesidad de usar herramientas con ellas; lo único que tenían que hacer los obreros era colocarlas en su lugar. Se había traído una piedra de un tamaño poco común y de una forma peculiar para ser usada en el fundamento; pero los obreros no podían encontrar lugar para ella, y no querían aceptarla. Era una molestia para ellos mientras quedaba abandonada en el camino. Por mucho tiempo, permaneció rechazada. Pero cuando los edificado­res llegaron al fundamento de la esquina, buscaron mucho tiempo una piedra de suficiente tamaño y fortaleza, y de la forma apropiada para ocupar ese lugar y soportar el gran peso que había de descansar sobre ella. Si hubiesen escogido erróneamente la piedra de ese lugar, hubiera estado en peligro todo el edificio. Debían encontrar una piedra capaz de resistir la influencia del sol, de las heladas y la tempestad. Se habían escogido diversas piedras en diferentes oportunidades, pero habían quedado desmenuzadas bajo la presión del inmenso peso. Otras no podían soportar el efecto de los bruscos cambios atmosféricos. Pero al fin la atención de los edificadores se dirigió a la piedra por tanto tiempo rechazada. Había quedado expuesta al aire, al sol y a la tormenta, sin revelar la más leve rajadura. Los edificadores la examinaron. Había soportado todas las pruebas menos una. Si podía soportar la prueba de una gran presión, la aceptarían como piedra de esquina. Se hizo la prueba. La piedra fue aceptada, se la llevó a la posición asignada y se encontró que ocupaba exactamente el lugar. En visión profètica, se le mostró a Isaías que esta piedra era un símbolo de Cristo (El Deseado de todas las gentes, pp. 548, 549).

Miércoles 17 de junio: Dios versus César

Las palabras del Salvador: “Dad… lo que es de Dios, a Dios”, eran una severa reprensión para los judíos intrigantes. Si hubiesen cumplido fielmente sus obligaciones para con Dios, no habrían llegado a ser una nación quebrantada, sujeta a un poder extranjero. Ninguna insignia romana habría ondeado jamás sobre Jerusalén, ningún centinela romano habría estado en sus puertas, ningún gobernador romano habría regido dentro de sus murallas. La nación judía estaba entonces pagando la penalidad de su apartamiento de Dios.
Cuando los fariseos oyeron la respuesta de Cristo, “se maravi­llaron, y dejándole se fueron”. Había reprendido su hipocresía y pre­sunción, y al hacerlo había expuesto un gran principio, un principio que define claramente los límites del deber que tiene el hombre para con el gobierno civil y su deber para con Dios. En muchos intelectos quedó decidida una cuestión que los había estado afligiendo. Desde entonces se aferraron al principio correcto. Y aunque muchos se fueron desconformes, vieron que el principio básico de la cuestión había sido presentado claramente, y se asombraban del discernimiento previsor de Cristo (El Deseado de todas las gentes, pp. 554, 555).
Algunos de nuestros hermanos han dicho y escrito muchas cosas que se interpretan como expresiones de antagonismo hacia el gobierno y la ley. Es un error exponernos así a ser mal comprendidos. No es prudente censurar continuamente lo que hacen los gobernantes. Nuestra obra no consiste en atacar a individuos e instituciones. Debemos ejercer gran cuidado para que no se interprete nuestra actitud como oposición a las autoridades civiles. Es cierto que nuestra guerra es agresiva, pero nuestras armas se hallan en un claro “Así dice Jehová”. Nuestra obra consiste en preparar un pueblo que subsista en el gran día de Dios. No debemos dejarnos desviar hacia actividades que estimulen controversia o despierten antagonismo en aquellos que no son de nuestra fe.
No debemos trabajar de una manera que nos señale como aparen­tando abogar por la traición. Debemos eliminar de nuestros discursos y escritos toda expresión que, tomada por sí sola, pudiera interpretarse como antagónica a la ley y el orden. Todo debe ser considerado cuida­dosamente, no sea que nos comprometamos como fomentadores de la deslealtad a nuestro país y sus leyes. No se nos pide que desafiemos a las autoridades. Vendrá un tiempo en que, por defender la verdad bíbli­ca, seremos tratados como traidores; pero no apresuremos ese tiempo con movimientos mal aconsejados que despierten animosidad y conten­ción (Testimonios selectos, tomo 4, p. 425).

Jueves 18 de junio: La Cena del Señor

Cristo se hallaba en el punto de transición entre dos sistemas y sus dos grandes fiestas respectivas. El, el Cordero inmaculado de Dios, estaba por presentarse como ofrenda por el pecado, y así acabaría con el sistema de figuras y ceremonias que durante cuatro mil años había anunciado su muerte. Mientras comía la pascua con sus discípulos, ins­tituyó en su lugar el rito que había de conmemorar su gran sacrificio. La fiesta nacional de los judíos iba a desaparecer para siempre. El servicio que Cristo establecía había de ser observado por sus discípulos en todos los países y a través de todos los siglos
La Pascua fue ordenada como conmemoración del libramiento de Israel de la servidumbre egipcia. Dios había indicado que, año tras año, cuando los hijos preguntasen el significado de este rito, se les repitiese la historia. Así había de mantenerse fresca en la memoria de todos aque­lla maravillosa liberación. El rito de la Cena del Señor fue dado para conmemorar la gran liberación obrada como resultado de la muerte de Cristo. Este rito ha de celebrarse hasta que él venga por segunda vez con poder y gloria. Es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en nuestra mente el recuerdo de su gran obra en favor nuestro (El Deseado de todas las gentes, p. 608).
Habiendo lavado los pies de los discípulos, dijo: “Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis”… Cristo instituía un servicio religioso. Por el acto de nuestro Señor, esta ceremonia humillante fue transformada en rito consagrado que debía ser observado por los discípulos, a fin de que recordasen siempre sus lecciones de humildad y servicio.
La reconciliación mutua de los hermanos es la obra para la cual se estableció el rito del lavamiento de los pies… Cuandoquiera que se celebre, Cristo está presente por medio de su Santo Espíritu. Es este Espíritu el que trae convicción a los corazones.
Al celebrar Jesús este rito con sus discípulos, la convicción se apo­deró de todos, menos de Judas. Así también nos poseerá la convicción mientras Cristo hable a nuestros corazones… Los pecados que han sido cometidos aparecerán con mayor distinción que nunca antes; pues el Espíritu Santo los traerá a nuestro recuerdo (La fe por la cual vivo, p. 300).
En esta última acción de Cristo en la que compartió con sus dis­cípulos el pan y el vino, se dio en prenda a ellos como su Redentor mediante un nuevo pacto, en el que estaba escrito y sellado que sobre todos los que reciben a Cristo por la fe se derramarán todas las bendi­ciones que el cielo pueda proporcionar, tanto en esta vida como en la vida inmortal futura.
Este pacto debía ser ratificado por la propia sangre de Cristo. Las ofrendas y los sacrificios de la antigüedad habían mantenido constante­mente este hecho en la memoria del pueblo escogido. Cristo estableció que su Cena se conmemorara con frecuencia para hacernos recordar su sacrificio, en el que dio su vida por la redención de los pecados de todos los que creyesen en él y lo recibiesen. Este rito no debe excluir a nadie, aunque algunos piensen lo contrario. Todos pueden participar en él, y decir públicamente: “Acepto a Cristo como mi Salvador personal. El dio su vida por mí para que yo fuese rescatado de la muerte” (El evangelismo, p. 204).

Viernes 19 de junio: Para estudiar y meditar

El Deseado de todas las gentes, pp. 523-532; 608-616.


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