El reino de Cristo y la ley

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Las expresiones «reino de Dios» y «reino de los cielos» son muy frecuentes en los Evangelios, especialmente en la predicación de Jesús. Para enten­der el sentido de esta expresión es importante tener en cuenta que el término «reino» traduce la palabra griega basileia (y la hebrea malkuth) que significa a la vez el ejercicio del poder de un rey sobre sus súbditos, y el territorio o las personas sobre las que el rey ejerce su soberanía. Esto quiere decir que «el reino de Dios» no es ante todo un lugar sino un hecho: el hecho de que Dios reina sobre sus criaturas. Por lo tanto «entrar en el reino de Dios» significa primeramente aceptar la soberanía divina sobre nuestra vida. Por eso Jesús podía decir, predicando a sus contemporáneos, que «el reino de Dios se ha acercado» (Mateo 3:2), o que ya «está entre nosotros» (Lucas 17:20, 21). Un día la realización plena del reino de Dios tendrá lugar en la tierra nueva, y entonces a la dimensión relacional se unirá también una dimensión territorial, y el reino de Dios será también un lugar. Pero para llegar allí debemos aceptar primero que Dios reine sobre nuestra vida aquí y ahora. De modo que el reino de Cristo o el reino de Dios, como prefiramos llamarlo, no es principalmente una realidad futura, sino que quisiera ser ya una realidad espiritual presente y actual.
Formar parte del reino de Cristo es aceptar la soberanía del Señor de nuestra existencia, lo que requiere someter nuestra voluntad a la suya. En tiempos antiguos cuando un rey accedía a entrar en una casa invitado por sus dueños, se le trataba durante su estancia como si fuese el propietario de la casa, y el dueño se consideraba más bien el invitado del rey. Por eso Jesús dice: «He aquí yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20). Es evidente que Dios es señor de todo, pero al hacemos libres cada uno de nosotros somos en cierto sentido dueños de nuestra vida, de modo que solo si deja­mos que Cristo reine en ella, él ejerce de pleno derecho como nuestro rey, y nuestro corazón se convierte ya en «reino de Dios». Esta noción implica que, para llegar un día al «reino de Dios» definitivo en la tierra nueva, hace falta que nosotros, los que deseamos ser sus huéspedes allí, seamos ya aquí sus súbditos, y aún mejor, sus embajadores.
Ni hay dudas de que donde Dios reina los principios de su ley son respeta­dos. Por eso resulta una contradicción bíblica pretender que el reino de Cristo excluya la ley de Dios o le haga perder su vigencia. Sin embargo, cuando pen­samos en las leyes de Moisés, a la luz de algunos pasajes del Nuevo Testamen­to, parece que no todas siguen vigentes, e incluyo que algunas hayan sido abolidas o transformadas. Como hemos visto, esta cuestión casi dividió a la iglesia primitiva y sigue suscitando controversias entre los cristianos de hoy. Las respuestas se han polarizado desde un principio en tomo a dos extremos.
Para unos, las leyes del Antiguo Testamento son la expresión definitiva de la voluntad de Dios y, por consiguiente, siguen vigentes por siempre y todas deben ser rigurosamente observadas. Esta era la posición de los judeocristianos contemporáneos de los apóstoles frente a los gentiles conver­sos: «Es necesario circuncidarlos —decían— y mandarles que guarden la ley de Moisés» (Hechos 15:5). Estos creyentes fervorosos singularizan la circun­cisión porque, como símbolo de alianza entre Dios y su pueblo, entendían que este rito aseguraba los beneficios del pacto a quien lo practicaba, com­prometiéndole, a su vez, a cumplir con las demás exigencias de la ley. Pablo libró una batalla constante contra el sector judaizante de la iglesia, que creía que la salvación dependía de la obediencia estricta de todos sus pre­ceptos, incluida la circuncisión (cf. Romanos 13:8-10), y escribió su Epístola a los Gálatas para contrarrestar las enseñanzas de este sector, que él calificaba de «evangelio diferente» (Gálatas 1:6; cf. 2:4). «Nadie es justificado por las obras de la ley» (Gálatas 2:16), les dirá. La justificación por la fe queda ensom­brecida cuando la ley toma el lugar del Salvador: «De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído» (Gálatas 5:4).
En el extremo opuesto, se sitúan los que pretenden que la ley ha sido abolida por Cristo junto con el antiguo pacto, de modo que el cristiano no está bajo la ley sino bajo la gracia, libre de toda norma (ver Gálatas 5:2-6; Efesios 2:8-15, etc.). Según estos, la ley, incluido el Decálogo, nada más fue una adición temporal al pacto (Gálatas 3:19), un paréntesis negativo y misterioso en la acción de un Dios habitualmente Señor de la gracia. De todos modos, alegan, «la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores» (1 Timoteo 1:9). En el nuevo pacto, la fe reemplaza a la obediencia de la ley (Gálatas 4:24-26), puesto que fe y obras son irreconciliables. En esta dirección no to­dos abogan por un espacio sin ley. Algunos reconocen que el Nuevo Testa­mentó sigue proponiendo pautas al cristiano, en sustitución de las del An­tiguo, invocando una nueva ley, llamada «la ley de Cristo» o nova lex Christi (Gálatas 6:2) con nuevas exigencias. Los textos básicos invocados son, entre otros: Mateo 5:21-48; Gálatas 6:2 y 1 Corintios 9:20, 21.
¿Quién tiene razón? Nuestra respuesta tiene que ser la del Nuevo Testa­mento, que aunque contiene declaraciones que podrían utilizarse para apo­yar las posiciones citadas, leído en su conjunto no defiende realmente nin­guna de esas alternativas e invita a una respuesta más matizada. Como hemos visto, la ley siguió en vigor para Jesús y los apóstoles, pero en su relación hacia ella cambió algo importante. ¿Qué ha sido abolido, qué ha sido con­servado y qué ha sido modificado? ¿Cómo distinguir en una ley tan espe­cial como esta, lo provisional y relativo de lo esencial y duradero?
Principios permanentes
Jesús pasó toda su vida terrenal enseñando. Ser su discípulo significa se­guirle, aceptar su mensaje y dejarse transformar por él. Una de sus enseñan­zas más directas fue: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15; cf. 1 Juan 2:3, 4). Hablando de Cristo, en su relación para con Dios, el apóstol Juan afirma que «el que guarda sus mandamientos permanece en Dios» (1 Juan 3:24). Ahora bien, si Cristo es uno con el Padre (Juan 10:30; 12:45, etc.) sus propuestas no pueden ser distintas de las de Dios. Y si Dios no cambia en lo que concierne a sus leyes (Salmo 148:6; 119:152), Jesús también «es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Hebreos 13:8). «Mis palabras —dijo— no pasarán» (Marcos 13:31).
Como ya vimos, Jesús no solo nunca abolió la ley, sino que afirmó su propósito de cumplirla y llevarla a su plenitud. Hablando de la misión del Mesías, el profeta Isaías ya había anunciado que el Señor «se complació por amor de su justicia, en magnificar la Ley y engrandecerla» (Isaías 42:21). Luego de afirmar que no vendría a abolir la ley ni a modificarla sino a mag­nificarla, entonces no resulta difícil determinar a qué ley se refiere, ya que a continuación cita tres mandamientos del Decálogo (Mateo 5:21, 27, 33). Y cuando le dice al joven rico «si quieres entrar en la vida, guarda los manda­mientos» de nuevo cita el Decálogo (Mateo 19:16, 17) como una norma vi­gente. Los ideales de la ley del reino de Dios no pueden cambiar, porque Dios no cambia. El estilo de vida propuesto por Jesús incluye el respeto a esos ideales. Su mensaje no cambia la ley sino la relación del creyente con la ley.
Su manera de observarla sigue basándose en tres principios permanentes: la búsqueda del espíritu de la ley, la primacía del amor y la necesidad de reformular sus preceptos, de manera que actualice constantemente su pertinencia.
La búsqueda del espíritu. Jesús enseña a buscar el espíritu de la ley sin contentarse con la aplicación escrupulosa de la letra. Las exigencias que aparecen tras cada «oísteis que fue dicho […]. Pero yo os digo», no son menores, sino mayores que las del Pentateuco. Así, por ejemplo, en lugar de la ley del talión, destinada a limitar la venganza, pero que podía llevar a matar, el Maestro propone la práctica sublime del perdón (Mateo 5:38, 39), que es la renuncia total a la venganza. Jesús sabía que la práctica rigurosa del «ojo por ojo» únicamente puede llevar a más ceguera.
El centro de la vida espiritual del cristiano es su relación con una Perso­na, no el acatamiento a una lista impersonal de reglamentos. Donde Dios reina, el eje de la vida no son las propias obras sino la acción transforma­dora divina. Cristo ocupa en el nuevo pacto el lugar central que con el tiempo muchos rabinos habían dado a la ley. Al aceptarlo como Salvador y Señor, su voluntad (su ley) no desaparece sino que recupera su verdadero lugar, que es el corazón (Salmo 37:31. cf. Salmo 119:11). Así se realiza el propó­sito más elevado de Dios para el hombre: «Dame, hijo mío, tu corazón y miren tus ojos por mis caminos» (Proverbios 23:26).
Cuando buscamos la soberanía divina sobre nuestra vida, queremos hacer su voluntad y no la nuestra, seguir sus caminos, normas y criterios, y no los nuestros. Cuando Jesús dice a sus discípulos: «Separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5), les está indicando también que no podemos guardar la ley sin su ayuda. A los que vivimos de este lado de la cruz, en lo que algunos llaman «reino de Cristo», nuestra visión de la ley nos llega transfigurada por el filtro de Jesús.
El cumplimiento del amor. Al decir: «Si me amáis, guardad mis man­damientos» (Juan 14:15), Jesús nos recuerda que el fundamento de la ley es el amor, y que el amor sobrepasa el ámbito de lo jurídico. En el reino de Cristo vivimos en armonía con la ley de Dios a través del amor generado por su Espíritu (Gálatas 5:22-23). Es difícil cumplir formalmente la llamada ley de Moisés sin amor, pero es imposible cumplir realmente la ley de Cris­to a menos que sea por amor.
Una formulación variable. A la luz del Nuevo Testamento, podríamos decir que, en cuanto al fondo (o espíritu) la ley es tan inmutable como el Le­gislador: su intención se resume y se realiza en el amor, porque Dios es amor (1 Juan 4:8,16). En cuanto a la forma (o la letra) la ley se adapta al hombre y a sus circunstancias. En su formulación bíblica, ha sido elaborada para el hombre (Deuteronomio 5:12-15). Todo lo que concierne, por ejemplo, a «tu buey, tu asno, tu siervo, tu viña, tu trigo, etcétera» se refiere a formas de vida que cam­bian con las sociedades y las distintas culturas. Jesús, con sus repetidos «oísteis que fue dicho […]. Pero yo os digo» (Mateo 5:21) nos enseñó que la formulación de cada mandamiento puede variar, pero que los principios siguen vigentes. La ley se inscribe necesariamente en la historia del ser humano. En lo que res­pecta al fondo no puede ser cambiada, ya que es expresión de la voluntad di­vina. En lo que respecta a la forma, al depender de las circunstancias históricas, puede ser mejor explicada, como hizo Jesús en el Sermón del Monte. Las ense­ñanzas de Jesús nos ayudan a entender la ley. Gracias a ellas, sus intenciones, implicaciones y principios adquieren para nosotros pleno significado. A los que no han descubierto todavía esta ventaja hasta el día de hoy, cuando leen el Antiguo Testamento, les queda el mismo velo (de Moisés) no descubier­to, el cual desaparece en Cristo (2 Corintios 3:14-16).
Volviendo a nuestra pregunta inicial, sobre si la ley ha sido abolida —total o parcialmente—, si ha sido modificada, o si todavía sigue vigente, vemos que resulta improcedente dar una respuesta general y que se impone responder de manera muy matizada. Cabe señalar que el Nuevo Testamento no contiene ninguna declaración que permita afirmar que la ley haya sido abolida: «No he venido a abolir […], sino a cumplir» (ver Mateo 5:17), ni que enseñe a aban­donar o transgredir la ley del Antiguo Testamento: «Entonces, ¿con la fe le quitamos el valor a la ley? ¡Claro que no! Más bien afirmamos el valor de la ley» (Romanos 3:31, DHH). Lo que deja muy claro es que nuestros esfuerzos por respetarla tienen poco que ver con nuestra justificación, que es obra de Cristo (Romanos 3:21-31) ni con nuestra santificación, que es obra del Espíritu Santo (1 Tesalonicenses 5:23, 24). La función principal de la ley es la de servir de referencia de cara a las exigencias éticas de la vida cristiana.
¿Hay leyes obsoletas?
Dicho esto, diversos pasajes demuestran que la iglesia primitiva ya no con­sideraba normativos al menos tres tipos de preceptos a los que la sinagoga seguía concediendo pleno vigor. Para simplificar, los agruparemos en función de su contenido básico. Estas normas modificadas, superadas o abandonadas por la iglesia primitiva se refieren al ritual del templo, a la separación entre judíos y gentiles, y a prácticas ajenas al texto del Antiguo Testamento.
Varios pasajes del Nuevo Testamento ponen de manifiesto que la igle­sia primitiva adoptó el bautismo como ceremonia de incorporación al pue­blo de Dios, sustituyendo a la circuncisión como rito de entrada en la alianza. Un rito cruento, exclusivamente masculino, deja paso a un rito incruento, universal, ya que en el nuevo pacto, ya «no hay judío ni griego; esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer» (Gálatas 3:28). Su sentido inicial de «cortado del mundo y separado para Dios», ha sido ampliado al de «muerto al pasa­do y resucitado a una nueva vida con Cristo». El bautismo sustituye a la circuncisión con un significado más abarcante.
Todas las prescripciones sobre el ritual del santuario, las festividades del año litúrgico (Gálatas 4:1-11), el sacerdocio y los sacrificios, es decir, las leyes «ceremo­niales», que tenían la misión de servir de «tipos» o ilustraciones del ministerio del Salvador, perdieron su razón de ser por motivos históricos, y dejaron de ser practicadas al cesar de funcionar el sistema levítico con la destrucción del tem­plo de Jerusalén (70 d. C.). Esta parte ceremonial de la legislación mosaica re­ferente al ritual del santuario deja de ser aplicable al desaparecer este.
Por su parte, las Epístolas de Pablo, particularmente la Carta a los Hebreos (capítulos 7-9), explican que todo lo que nosotros llamamos «leyes cere­moniales» y que constituyen a menudo tipos y símbolos mesiánicos, han encontrado su cumplimiento espiritual en el ministerio de Jesucristo. En tan­to que promesas y prefiguraciones, no puede decirse que han sido abolidas, sino que se han cumplido. Se trata de una faceta de la ley (como «enseñan­za» y «prefiguración») destinada a ser «cumplida» durante un tiempo hasta «cumplirse» definitivamente en el ministerio del Mesías.
La nueva alianza revela el espíritu de aquellos símbolos, referidos a Je­sucristo, que es a la vez el verdadero templo, presencia visible de Dios en la tierra, el único Sumo Sacerdote sin pecado (Hebreos 4:14; 7:28) y la ofrenda definitiva (Hebreos 9:23-28). El creyente cumple a su vez la intención de esas leyes: (1) al tomar conciencia de que su propio cuerpo es templo del Espí­ritu (1 Corintios 6:9) y actuar en consecuencia; (2) al ejercer el ministerio que supone el asumir que él mismo pertenece al sacerdocio real (1 Pedro 2:9); y (3) al experimentar que consagrar su propia existencia a Dios ofrecen el sacrificio más agradable (Romanos 12:1). Si en la antigua alianza el pecador sacrificaba un cordero para invocar su perdón, en la nueva alianza cada vez que pide perdón a Dios aferrándose al Cordero que fue sacrificado por él, cumple el espíritu de esa ley. El mismo principio se aplica igualmente a cada una de las demás ceremonias.
Leyes del estado teocrático
Muchas leyes dejaron de ser aplicables cuando el estado teocrático de Israel cesó de representar al pueblo de Dios. Al quedar abierto este a toda la humanidad a través de la iglesia, la antigua legislación civil deja de ser aplicable. Sus normas quedan hoy en su mayoría reformuladas por las le­gislaciones vigentes en nuestros países: muchas han sido superadas, otras son equivalentes, otras, en fin, parecen obsoletas. Pero sus principios fun­damentales de justicia y equidad no pueden jamás perder su validez. El espíritu de esas leyes sigue activo en nuestra realidad cotidiana a través de nuestros códigos civiles.
Pablo, supuesto paladín de la anulación de la ley, afirma que las leyes del país donde vivimos (incluidas las que regulan el pago de impuestos) requieren respeto, siempre que la obediencia al estado no entrañe infideli­dad a Dios (Romanos 13:1-10). El cristiano debe ser solidario con la sociedad en donde vive, y no negarse a colaborar en servicios públicos de los que se beneficia. Jesús mismo dijo: «Dad al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios» (Marcos 12:17) aunque no siempre resulte fácil distinguir lo que pertenece a cada uno.
A esta categoría se añaden las leyes dictadas para proteger de los ritos paganos, en particular, de los pueblos que rodeaban a Israel. Por ejemplo, con el precepto: «No se corten el cabello en redondo ni se despunten la barba. No se hagan heridas en el cuerpo por causa de los muertos, ni tatua­jes en la piel» (Levítico 19:27, 28, NVI), se descartan por excesivas las manifes­taciones de luto egipcias. Hoy no se dan esas prácticas en nuestra sociedad, pero corremos el riesgo de caer en prácticas «paganas» de otra índole cuan­do seguimos algunas costumbres muy populares pero sin fundamento. En cualquier caso, el espíritu de esas normas todavía nos libera de las prácticas insensatas de nuestro entorno, y nos guía en la dirección de una espiritua­lidad inteligente (Salmo 119:104).
Es preciso establecer una distinción entre las leyes detalladas en el códi­go mosaico y otras muy anteriores, pertenecientes al orden de la creación, y que forman parte del proyecto divino para toda la humanidad, anterior a la elección de un pueblo. Cabe recordar que, cuando Jesús hace referencia al ideal divino para el hombre no apela a la ley de Moisés sino, como he­mos visto, al orden de la creación.
Leyes pertenecientes al orden de la creación
En ese orden, el primer mandato «Fructificad y multiplicaos» (Génesis 1:28) se refiere a la institución de la pareja y a la responsabilidad mutua frente a todos los aspectos de la vida en común. La expresión «Fructificad», con su sentido general y ambiguo, invita al hombre y a la mujer a su desarrollo mu­tuo, a superarse el uno con la ayuda del otro, a cultivar y realizar su vida a todos los niveles. La expresión «multiplicaos» solicita de ambos el ejercicio responsable de la más delicada de sus capacidades: la de perpetuar la vida y poblar la tierra (colectivamente, este es quizá el único mandamiento que la humanidad ha cumplido con creces).
Después vienen los encargos sobre la protección de la naturaleza, del medio ambiente y de los seres vivos (Génesis 1:28; 2:15). ¿Quién puede ne­gar que esta responsabilidad sigue todavía vigente? ¿Quién se atrevería a afirmar que la venida de Jesús dispensó a la humanidad de sus deberes con la creación? Al contrario, cada vez es más urgente volver a recuperar el espí­ritu de esas normas. La tarea de conservar la naturaleza mediante una ges­tión inteligente y respetuosa, afecta a los seres humanos de todas las épo­cas, y en especial la nuestra. Dios recuerda que, debido a la acumulación de consecuencias irreversibles de este tipo de transgresiones, un día no le que­dará más remedio que «destruir a los que destruyen la tierra» (Apocalipsis 11:18). Hasta los menos religiosos están hoy de acuerdo en que hemos infrin­gido esas leyes, y que deberíamos hacer todo lo posible para reparar nues­tros errores.
Leyes de salud e higiene
El texto de la creación, propone para la subsistencia del ser humano un régimen de vida sano a base de frutas, verduras y semillas (Génesis 1:29). Des­pués del diluvio, ante la disminución de los recursos del mundo, Dios ofre­ce otras opciones y dicta las normas de nutrición anteriores al código Mosai­co, que son patrimonio de toda la humanidad (Génesis 9:1-7). Las otras normas relacionadas con la salud y la higiene (contaminación por contacto, con enfermos, cuarentenas en caso de lepra, etcétera) detalladas en la Tora, pueden quedar superadas en la medida en que la calidad sanitaria de nues­tra vida sea superior a la que ellas proponen. Estas normas (Levítico 11, etc.) se cumplen mediante una higiene y un comportamiento responsables. El en­fermo que ingresa en un hospital, en lugar de aislarse en cuarentena en su casa, está cumpliendo el espíritu de esa ley. Cualquiera que sigue un trata­miento médico para curarse de una enfermedad de la piel, cumple el precep­to de intentar evitar ser fuente de contagio. Al estar basadas en la naturaleza del ser humano, estas normas no tienen nada que ver con el ministerio de Jesús ni con la desaparición temporal de Israel como nación teocrática. Los principios que regulan la salud siguen siendo básicamente los mismos. Por tanto, el cristiano responsable cuida su cuerpo (1 Corintios 3:16-17; 6:19, 20) y procura comer y beber, o hacer cualquier otra cosa «para gloria de Dios» (1 Corintios 9:27; 10:31), es decir, buscando lo mejor.
También depende del orden de la creación el mandamiento que regula el ritmo del trabajo y del descanso (Génesis 2:2, 3). Esta regulación del repo­so, difícilmente puede ser considerada ceremonial, como algunos preten­den, ya que ninguno de los textos, ni siquiera el Decálogo prescribe ningu­na liturgia en relación con la observancia del sábado. No cabe incluir este precepto en el código ritual hebreo porque no tiene que ver con ninguna ceremonia. Su intención es mucho más profunda. Como vimos anterior­mente, al detener regularmente trabajo y consumo para comulgar con el Creador, el hombre recupera la armonía con todo lo creado.
Las prescripciones previstas para los paganos conversos (ver Hechos 15:17) confirman que, en la iglesia primitiva, estos principios anteriores a Moisés que, por así decirlo, forman parte de la estructura de funcionamien­to de la humanidad o de su plan original, tienen una validez independien­te de la aparición del cristianismo. En realidad nuestro mundo necesita hoy más que entonces el respeto por la naturaleza y la responsabilidad ecológi­ca, el cuidado de la salud, la lealtad y el amor en la pareja, y un ritmo equi­librado entre trabajo y descanso.
La ley moral
La llamada «ley moral» —código de conducta válido para todos los seres humanos de todas las épocas— forma parte de la alianza y está resumida en el Decálogo. Como hemos visto, ninguna profecía ni promesa bíblica anuncia su desaparición en la nueva alianza. Al contrario, esta dice: «He aquí el pacto que haré […] después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, las escribiré en su corazón» (Hebreos 8:10). Jesús no desea anular el Decálogo sino que lo interioricemos. No suprime la ley moral sino que la supera, la profundiza y la completa. Sus principios son tan inmutables como Dios mismo (Mateo 5:17,18; Romanos 3:31).
En el esfuerzo por determinar qué leyes continúan vigentes, lo más im­portante es descubrir la voluntad divina. Esto es lo que el «reino de Cristo» presenta de manera abiertamente nueva. Para evitar el riesgo de acabar viendo la ley como algo impuesto, la nueva alianza consiste precisamente en la implantación del espíritu de la ley en el corazón como una fuerza interior. Con ello la búsqueda de la voluntad de Dios se convierte en par­te esencial de la vivencia cristiana. Así pues, todas las leyes divinas se con­cretan en el amor agape, es decir, en el respeto total y en la búsqueda del bien supremo del otro, sea Dios, el prójimo, uno mismo o la naturaleza.
En conclusión, en la nueva alianza, la ley no desaparece, sino que sigue ocu­pando su lugar, asumida plenamente por la mente y el corazón (Hebreos 8:10).

  1. Sus aspectos ceremoniales se cumplen en el ministerio sacerdotal de Cristo.
  2. Sus exigencias éticas, perfectamente cumplidas por Jesús, siguen repre­sentando el ideal divino para nosotros.
  3. En su esencia, la ley permanece en vigor y se cumple en nuestra vida por obra del Espíritu.

Como expresión de la voluntad divina (como ideal), la ley me atrae hacia ese ideal cuando me dejo llevar por el Espíritu, pero me rebelo o desanimo, cuando me dejo llevar por mis propios impulsos o estados de ánimo. Úni­camente Cristo puede rectificar mis opciones equivocadas y concederme la justicia exigida por la ley.
Como código ético (como juez o espejo), la ley señala el error, juzga y condena. Cristo es el único que puede perdonar nuestros tropiezos, conce­demos la amnistía (justificación) y la fuerza que necesito para liberamos de ellos.
Como norma de conducta personal y social (como pedagogo), la ley me protege (a mí y a los demás) de mis errores, me guía y orienta en las decisio­nes e indecisiones de mi vida (Romanos 7:10). Me lleva a Cristo cuando quiero observarla para obtener su ayuda y cuando la transgredo para obtener su perdón. Solo Cristo, Maestro y modelo perfecto, tiene el poder de transfor­mar mi vida en la dirección del ideal que él me propone. Su presencia me permite vivir su esencia, que es el amor, e incluso vivirla por mí (Gálatas 2:20).
En cualquier caso, hasta que llegue el establecimiento definitivo del rei­no de Cristo la ley sigue conservando su función de guiamos en la existen­cia (Romanos 7:10). Pero solo es un medio para llegar a un fin, que es vivir en Cristo (Romanos 10:4). Mientras avanzamos hacia el reino de gloria, en nues­tra calidad de peregrinos y hasta que se realice nuestra glorificación, nece­sitamos la ley en su triple función pedagógica, condenatoria y normativa, para recordamos los ideales divinos y señalamos la dirección a seguir en las complejas encrucijadas de la vida. Sabiendo que lo que realmente cuenta es amar la voluntad divina, vivirla. Por eso, mientras seguimos en este mun­do, todavía más importante para nosotros que guardar la ley respetando una lista de normas, es vivir en armonía con ella. Porque lo que vale ante Dios no es lo que hacemos, sino lo que somos. Por eso no se trata de con­trolar nuestra conducta desde fuera sino de ser transformados desde den­tro. Y eso es lo que ocurrirá cuando Dios reine plenamente sobre todos sus hijos en el universo redimido y el reino de Cristo sea una realidad universal y definitiva. Entonces la ley divina, es decir, su voluntad de amor, será vivi­da por fin «como en el cielo, así también en la tierra» (Mateo 6:10).


F. F. Bruce, Paul, Apostol of the Heart Set Free (Grand Rapids: Eerdmans, 1977), p. 182. Existe una versión en español publicada por Editorial CLIE.

Mateo 5:21-48; cf. Juan 18:31; 19:7; Lucas 10:26; Hechos 6:13; Romanos 13:9-10; Mateo 7:12; 22:37-40.

D. J. Moo, Dictionary of Jesus and the Gospels (Intervarsity Press, 1992), p. 450.

R. Chauvin, Dieu des fourmies, Dieu des étoiles [Dios de las hormigas, Dios de las estrellas] (París: Belford, 1988), p. 242. Dios pide amor, pero primero lo da, amando. Por eso la famosa oración de Agustín de Hipona era: «Señor, dame lo que me pides y pídeme lo que quieras» (Confesiones 10.26, 37).

Esto se aplica, incluso al Decálogo. Así Deuteronomio 5:12-15 no da como razón de ser del sábado la comunión con el Creador (Éxodo 20:8-11) sino la proyección humanitaria en emulación a un Dios salvador.

Según una tesis reciente, la ley de la Biblia, más que un código (codebook) sería un libro de casos (casebook) o aplicaciones de un único principio, que es el amor. La ley vendría a ser como una pirámide que, partiendo de su cúspide (el amor) se iría especificando en mandamientos: primero dos (ama a Dios y a tu prójimo), después diez (el Decálogo), después todos los demás (Alden Thompson, Inspiration: Hard Questions, Honest Answers [Hagerstown: Review and Herald, 1991], pp. 98-136). Ver también la reacción de Gerhard F. Hasel, «Reflections on Alden Thompson’s Law Pyramide, within a Casebook/Codebook Dichotomy» en Issues on Revelation and Inspiration; F. Holbrook, L. V. Dolson, eds., ATS Occasional Papers, vol I (1992) pp. 137-171, y en especial George R. Knight, Guía del fariseo para una santidad perfecta (Doral: APIA, 1992), pp. 59-72. Para una teología equilibrada de la ley, ver especialmente Elena G. de White, Mensajes selectos (Mountain View: Pacific Press, 1977), tomo 1, pp. 248-283.

Hechos 15:1-29; Gálatas 5:2; 1 Corintios 7:19; y sobre todo Colosenses 2:11, 12.

Elena G. de White, Patriarcas y profetas, pp. 370-372.

Estas leyes no deben confundirse con las normas relacionadas con la contaminación por contacto, no registradas en el Anti­gua Testamento, pero vigentes en la tradición oral de Israel (Marcos 7; Gálatas 2:11-12). Cf. Comentario bíblico adventista (Publica­ciones Interamericanas: Mountain View, 1978), tomo I, p. 770.

«Los grandes especialistas reconocen que no es correcto considerar el sábado como una ley ritual». E. P. Sanders, «When a Law is a Law? The case of Jesus and Paul» en Religion and Law, p. 143.

Jeremías 31:33 citado en Hebreos 8:10 y 10:16.

Pablo explica en su Epístola a los Romanos que somos salvos por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán (Romanos 5:19).

cf. Mat 22:36-40; Romanos 13:8-10; Juan 15:12.

La tradición protestante dio a las tres funciones de la ley los nombres de: usus civilis, usus elenchticus y usus normativus (uso civil, uso pedagógico y uso normativo).

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