Abandonar la religión, abrazar la gracia

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Abandonar la religión, abrazar la gracia

Bart Millard es un prestigioso compositor y cantante muy conocido en los círculos musicales cristianos de Norteamérica. Aunque parez­ca extraño, no supe de él por su música, sino por un artículo que publicó en la edición digital de la revista Time, cuyo título era bastante su- gerente: «Querida religión, yo renuncio a ti». Desde que leí el título supuse que Millard habría tenido alguna desilusión en su experiencia espiritual y había decidido abandonar la religión cristiana y enrolarse en las filas del ateísmo. Por suerte, mi apreciación distaba mucho de la realidad.
Luego de contar brevemente algunos episodios de su niñez, Millard declara que él conoció la religión cuando tenía trece años de edad. Sin embargo, aque­lla era una religión vacía, pero repleta de formalismos y actividades rutinarias. En esa religión implacable y desprovista de gracia permaneció durante más de treinta años. ¿Valía la pena seguir participando de ese tipo de religión? Millard responde con un categórico «no». Su renuncia a tal religión era irrevocable.
Mientras leía el artículo de Millard me trasladé a la religión judía del siglo I d. C., esa que se practicaba cuando ocurrieron los acontecimientos que Lu­cas narra en sus obras. ¿Acaso no era aquella una religión despojada de la gracia divina? Un vistazo al Evangelio de Lucas nos permitirá constatar que para el judaísmo parecía tener más valor la forma que el fondo; la letra de la ley se imponía sobre el espíritu de la ley; las ceremonias externas importa­ban más que la actitud interna; los ritos tenían preeminencia sobre el amor.
Sí, es cierto que los judíos se congregaban en la sinagoga, pero eran capa­ces de interrumpir sus rezos para tratar de empujar a Cristo por un precipicio (Lucas 4:16-30); oraban, ayunaban y procuraban preservar la santidad del sábado, pero al mismo tiempo se indignaban cuando Jesús sanaba a una persona enferma (Lucas 5:33-6: 10). El sacerdote y el levita, los principales líderes religiosos, preferían apegarse a los reglamentos rituales antes que ayudar al necesitado de socorro (Lucas 10:30-32). Se sentían superiores a los demás y tenían el descaro de acudir ante la «presencia» divina y orar: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres» (Lue. 18: 11). Esos mismos religiosos a la vez que pronunciaban largas oraciones, no se inmu­taban al devorar «las casas de las viudas» (Lucas 20:47).
¿Tomaría usted parte activa en un sistema religioso como ese? Se necesita­ba con urgencia un cambio, un llamamiento a la verdadera religión; y Juan el Bautista era el hombre indicado para completar semejante tarea.
El mensaje de Juan el Bautista
Juan surge en el escenario religioso de Palestina como el profeta de una re­ligión que halla su máxima expresión en la gracia divina y no en un formalis­mo carente de la más elemental piedad. Lucas introduce el ministerio del Bau­tista citando Isaías 40: 3-5, una declaración profètica que se refería concreta­mente al regreso de los cautivos de Babilonia; sin embargo, mientras que en Isaías los redimidos regresarían a Jerusalén, en Lucas los redimidos no regresan a esa ciudad, sino «a la salvación de Dios». Juan es el heraldo de «la salvación», su misión se centra en anunciar «las buenas nuevas al pueblo» (Lucas 3:6, 18).
El mensaje de Juan, tal y como se presenta en Lucas 3: 7-14, se puede di­vidir en tres partes: a) nuestra condición espiritual (versículos 7-9); b) nuestras posesiones (versículos 10, 11) y c) nuestro poder (versículos 12-14). Exploremos bre­vemente estos tres componentes de la predicación del Bautista.
Nuestra condición espiritual
Juan se dirige a un grupo de personas que dan por sentado que formar par­te del linaje de Abraham es suficiente para hacerlos merecedores del favor divi­no. Para ellos, la experiencia espiritual estaba supeditada a de quién soy descen­diente, y no en quién creo ni en cómo vivo lo que creo. «¿Quién os enseñó?» es la pregunta de Juan. «¿Quién les dijo a ustedes que su abolengo les protegerá de la ira venidera?» (ver Lucas 3:7). «Nuestro padre es Abraham», proclamaban los judíos (ver Juan 8: 39). Y como Dios se refiere a Abraham con la cariñosa ex­presión «mi amigo» (Isaías 41: 8), ellos también presumían de ser amigos privi­legiados del Dios de Abraham.
Este sentir queda evidenciado en el testimonio que encontramos en la litera­tura extrabíblica. Por ejemplo, en Los salmos de Salomón se dice: «Tu amor reposa en la descendencia de Abraham, los hijos de Israel» (18: 4). El testamento de Leví declara: «Si no fuera por Abraham, Isaac y Jacob, nuestros antepasados, ni uno solo de mi descendencia quedaría sobre la tierra» (15:4). En La Misná, el tratado Abot especifica que «los discípulos de Abraham, nuestro padre, gozan de este mundo y heredan el mundo futuro» (5: 19).
Negando semejante teología etnicista, Juan fue muy enfático: todo el que crea que su relación con Dios está garantizada porque lleva en su cuerpo genes de Abraham, es parte de una «generación de víboras» (Lucas 3:7). Quienes sustenta­ban su vida espiritual en Abraham, y no en una relación personal con el Dios de Abraham, tenían al mismo diablo por padre (Juan 8:44). El Bautista quiere que su audiencia huya de esa falsa seguridad, que abandone esa religiosidad atosiga­da de ceremonias externas que no producen cambios internos, que renuncie a ese nacionalismo enfermizo y procure una nueva vida espiritual. La cuestión es: ¿Qué tenían que hacer para lograrlo? ¿Cómo salir de ese tipo religión?
Si tuviéramos que resumir el mensaje de Juan el Bautista en una sola pa­labra, no hemos de dudar en que esta sería «arrepentimiento». En Lucas 3: 8 el término griego traducido como «arrepentimiento» es metanoias. Este voca­blo está compuesto de dos palabras: la preposición meta y el verbo noias. Literalmente significa «un cambio de mente», de opinión, de sentimientos, de propósitos. Quizá usted se diga para sus adentros: «Pero había escuchado que el arrepentimiento se limitaba a sentir dolor por el pecado». Sí, esa defi­nición es correcta desde el punto de vista etimológico, la palabra «arrepenti­miento» deriva del latín repainetere, del cual procede el vocablo «penitencia». En la tradición católica la penitencia es el sacramento mediante el cual el sa­cerdote perdona los pecados del que los confiesa con dolor.
Juan no habla de este tipo de arrepentimiento cuyo énfasis se centra en lo visible, en la manifestación de sentimentalismos que no necesariamente se hallan en sintonía con lo que sucede en el corazón. Juan procura una obra mucho más profunda; pues el arrepentimiento, primero que nada, comporta un cambio interno. Como judío su noción de «arrepentimiento» procede de las fuentes veterotestamentarias. En el Antiguo Testamento el vocablo hebreo más usual para hablar del arrepentimiento es teshuba, del cual se deriva shub, término que significa «volver». De ahí que el arrepentimiento proclamado por los profetas giraba en tomo «a volver a Dios». Jeremías, por ejemplo, declara: «Volveos ahora cada uno de vuestro mal camino» (Jeremías 35:15). En Zacarías 1:3 Dios dice: «Volveos a mí». El verdadero arrepentimiento conlleva un regreso a los brazos amorosos de Dios, nuestro verdadero Padre. Elena G. de White ex­presa esta verdad en la siguiente declaración: «El arrepentimiento es el primer paso que debe dar todo aquel que quiera volver a Dios» (Recibiréis poder, p. 263). Si la religión que usted y yo practicamos no nos pone en contacto con Dios, ni nos encauza hacia la casa del Padre, ¿de qué nos sirve?
Aunque a los religiosos judíos de aquel entonces les costaba aceptar el mensaje proclamado por Juan, lo cierto es que ellos sí conocían lo trascen­dental que era el arrepentimiento en su experiencia religiosa. Los rabinos ense­ñaban que Dios había creado seis cosas antes que la Ley, y una de ellas era el arrepentimiento. En la tradición judía hay una ilustración que nos ayuda a entender este asunto. En cierta ocasión le preguntaron a la Sabiduría: «¿Cuál será el castigo de los pecadores?», y ella contestó: «El mal persigue a los peca­dores» (Proverbios 13:21). Luego le preguntaron a la Profecía, y esta respondió: «El alma que peque, esa morirá» (Proverbios 18:4). La misma pregunta le fue hecha a la Ley, y dijo: «Que ofrezca sacrificios». Finalmente le preguntaron a Dios, y él contestó: «Que se arrepienta, y obtendrá el perdón. Hijos míos, ¿qué es lo que yo les pido? «Búsquenme y vivirán» (Amos 5:4, NVI)».
El arrepentimiento al que Juan alude es el que nos vincula directamente con el Padre celestial; es el arrepentimiento que le otorga un sentido de plenitud a nuestra vida. Por supuesto, volvemos a Dios también da pie a un cambio posi­tivo en nuestra actitud hacia los demás y suscitará una pregunta: «¿Qué hare­mos?». Juan dará la respuesta en los siguientes versículos.
Nuestras posesiones
Tras oír las buenas nuevas de salvación que Juan proclamaba, «la gente pre­guntaba, diciendo: «Entonces, ¿qué haremos?». Respondiendo les decía: «El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo»» (Lucas 3: 10-11).
Esta declaración puede parecemos un tanto extraña, en cambio para los lec­tores del siglo primero era más que lógica. Según la creencia de la época los bienes eran limitados y ya habían sido distribuidos; la pizza tenía una canti­dad de fija de pedazos y si usted tenía más de lo que le correspondía, ello im­plicaba que usted habría despojado a alguien de lo que legítimamente le per­tenecía a esa persona. Siguiendo esta idea, Juan podría estar diciendo que si usted se ha adueñado de lo que le pertenece a otro, es su deber devolverlo a su legítimo dueño. De las dos túnicas que usted tiene hay una que no es suya, por favor, ¡entréguela al que no tiene ninguna!
En otro sentido, la palabra griega jifánas, traducida como túnica, se refiere a la pieza interior que se colocaba por debajo del manto y era una de las partes más sencillas de la vestimenta. Es como si el Bautista hubiera dicho: «No importa si lo único que usted tiene para compartir es una pequeña pieza interior, lo que vale es que usted sea solidario con el que no tiene ni siquiera eso». ¡Comparta lo que tiene!
Compartir lo que tenemos con los más necesitados es uno de los «fru­tos» del arrepentimiento (Lucas 3: 8). La reacción inmediata de nuestro re­greso a Dios es un regreso a nuestro prójimo. La verdadera religión no es la que se empeña en cumplir al pie de la letra una serie de formalidades cul­tuales; más bien es la que nos motiva a satisfacer las carencias de los demás y compartir con ellos lo poco o mucho que tenemos. En lugar de confor­marnos con la obediencia a cierta rutina religiosa, hemos de vivir para ayu­dar y servir a nuestro prójimo. Juan abrió el camino del Señor con un men­saje de solidaridad ante los que sufren; hoy nosotros abrimos el mismo camino no predicándolo de labios para friera sino viviendo lo que predicamos a diario. Es ayudando a los demás como se diluye de nuestras almas el egoís­mo que fomenta una religión despojada de la gracia divina. Si usted está genuinamente arrepentido entonces ha de compartir lo que tiene con el que no tiene.
Nuestro poder
Dos grupos más, los publícanos y los soldados, acuden a Juan con la misma pregunta; «Qué haremos» (Lucas 3:12, 14). Curiosamente, según la religión de la época ambos grupos estaban condenados a recibir el castigo eterno, porque para ellos no existía ninguna posibilidad de arrepentimiento. No obstante, Juan no le cierra la puerta de la salvación a nadie, independientemente de la etnia u ocupación de sus oyentes. ¿Por qué los judíos consideraban que esta gente no merecía recibir el perdón de Dios? Porque les indignaba la manera en que los publícanos y los soldados ejercían la autoridad que habían recibido de Roma, el enemigo por antonomasia.
Por ejemplo, los recaudadores de impuestos eran tenidos por los rabi­nos «como ladrones y bandidos». A causa de su trabajo, no tenían ni si­quiera el derecho de comparecer como testigos ante un tribunal. Eran vin­culados con los bandidos, los paganos, las prostitutas, los tramposos, los adúlteros, los asesinos. Con razón la gente solía decir que «a los recaudado­res de impuestos y a los publícanos les es difícil la penitencia [el arrepenti­miento]». Cuando un judío se hacía «publicano», de inmediato era expul­sado del círculo familiar, social o religioso, y de la única manera que podía ser readmitido consistía en que renunciara a su cargo. Sin embargo, Juan rechaza ese concepto, y no les ordena renunciar a su trabajo, lo que les pide es que sean «humanos» al cumplir con su deber: «No cobren más de lo que deben cobrar» (Lucas 3:13, DHH).
Con respecto a los soldados, el Comentario bíblico adventista registra esta ati­nada declaración: «El abuso de poder que practicaban los soldados era el pecado dominante sobre el cual debían obtener la victoria […]. Juan no condenó a los soldados por ser soldados, sino que destacó que debían ejercer su autoridad con justicia y misericordia». Como los publícanos, los soldados tampoco te­nían que abandonar sus labores ni cambiar de ocupación, pero Juan sí les pide que reformen la manera en la que tratan a la población.
De paso, Juan desarrolló su ministerio profético muy cerca de la comu­nidad de Qumran, y los esenios sí demandaban que publícanos, soldados o cualquiera que participara de un trabajo proscrito por sus tradiciones re­ligiosas abandonaran sus labores rutinarias si de verdad querían ser admi­tidos en su grupo.
I-a religión que promueve Juan no es egocéntrica. La persona que se ha arre­pentido de sus pecados y que ha conducido su vida por los caminos del Señor siempre dará evidencia de ello en el tipo de relación que tenga con su prójimo. Si nosotros amamos a Dios y amamos a los demás usaremos nuestras posesio­nes y nuestro poder para el bien de quienes nos rodean. Cuando nuestras ac­ciones en favor de otros son el fruto de nuestro arrepentimiento, damos evidencias irrefutables de que estamos viviendo la verdadera religión, la que está baña­da de justicia y misericordia. Ahí radica la evidencia externa de que hemos «vuelto» a Dios.
La predicación de Juan fue tan impactante que todo «el pueblo estaba a la expectativa, preguntándose todos en sus corazones si acaso Juan sería el Cris­to» (Lucas 3:15). Era imprescindible despejar la duda en cuanto a quién era el verdadero Mesías. Ha llegado el momento de que Juan nos presente a Jesús.
Juan nos presenta a Jesús
En todos los Evangelios la predicación de Juan sirve de antesala a la pre­sentación de Jesús como el Mesías que había de venir (Mateo 3:1-12; Marcos 1:2-9; Lucas 3:1-20; Juan 1:19-28). Es parte central de la misión del Bautista «marcar el camino a los que quieren seguir a Jesús». Juan está al servicio de Uno que es «más poderoso» que él (Lucas 3:16). La razón por la que este nue­vo personaje es «más poderoso» radicaba en que mientras Juan solo podía bautizar con agua, el Mesías lo haría con el «Espíritu Santo» (Lucas 3:16).
Lucas, a diferencia de Mateo y Marcos, no ofrece muchos detalles de la presentación que Juan hace de Cristo. Solo se limita a decir. «Aconteció que cuando todo el pueblo se bautizaba, también Jesús fue bautizado y, mientras oraba, el cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corpo­ral, como paloma; y vino una voz del cielo que decía: «Tú eres mi I lijo ama­do; en ti tengo complacencia»» (Lucas 3:21, 22).
Si el bautismo de Juan era un «bautismo de arrepentimiento para per­dón de pecados» (Lucas 3:3), ¿por qué Jesús precisó ser bautizado? ¿Acaso ne­cesitaba arrepentirse de algún pecado? ¡Por supuesto que no! Y el mismo Juan reconoció que Jesús no tenía que ser bautizado y se opuso a que el Señor participara de dicha ceremonia (ver Mateo 3:13-17). Sin embargo, Cristo in­sistió en que debía ser bautizado por Juan. ¿Por qué?
Jesús decidió bautizarse no porque friera pecador, sino para identificarse con los pecadores, un hecho que se hace evidente en todo el Evangelio de Lucas. En este sentido Elena G. de White declaró: «Jesús no recibió el bau­tismo como confesión de culpabilidad propia. Se identificó con los pecado­res, dando los pasos que debemos dar, y haciendo la obra que debemos ha­cer» (El Deseado de todas las gentes, cap. 11, p. 88).
Pero el bautismo no solo identificó a Cristo con los pecadores, sino tam­bién con la Deidad. Una vez y fue bautizado, Jesús comenzó a orar, «mientras oraba, el cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma; y vino una voz del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia»» (Lucas 3:21, 22). Su oración llegó hasta al cielo y la presencia del Dios trinitario se manifestó ante la multitud. El Espíritu Santo descendió en forma de paloma y el Padre ratificó la investidura de Cristo como el Mesías. Esta manifestación trinitaria disiparía de la mente de los presentes la idea de que Jesús se bautizó porque era pecador, pues el Padre lo ha confirma­do como su Hijo. Lucas ofrece una evidencia pública y contundente de que el cielo y la tierra ya tienen un vínculo en común: el Hijo de Dios que se ha hecho hombre. ¿Significaba esto que antes de su bautismo Jesús no era Hijo de Dios como sostenían los ebionitas? No, porque desde antes de su nacimiento ya Jesús había recibido el título de «Hijo de Dios» (Lucas 1:35), y cuando tenía doce años él ya era consciente de que Dios era su Padre (ver Lucas 2:49).
En Lucas 3:21, 22 el evangelista combina dos pasajes del Antiguo Testa­mento: Salmo 2:7 e Isaías 42:l. En el primero, que proclama «tú eres mi hijo», se hace alusión al momento cuando los reyes eran entronizados. Al de­clarar en su bautismo a Jesús como «mi Hijo», el Padre está «entronizando» un nuevo rey que gobernará sobre un nuevo reino. Con su bautismo, Jesús dio inicio al reino de la gracia, el reino del perdón, el reino de la libertad del poder del pecado (ver Marcos 1:14, 15; Lucas 4:43). El segundo pasaje, donde aparece la expresión en quien «tengo complacencia», es una referencia concreta al Siervo de Dios, ese místico personaje que vendría a cumplir su mesiánica misión por medio del servicio a Dios y del sufrimiento en favor de los seres humanos. El bautismo nos presenta al Rey que vino al mundo no para ser servido sino para servir (ver Marcos 10:45).
La frase «Tú eres mi Hijo amado» evoca el sacrificio de Isaac en Génesis 22. Dios hará lo que Abraham no hizo: entregar a su «Hijo amado» por todos no­sotros. Precisamente, ahí radicará el punto de partida de la primera tentación. ¿Cómo es posible que Dios haya decidido sacrificar a su propio «Hijo ama­do» para salvar a los pecadores?
Victoria sobre la tentación
Antes de abordar las tentaciones de Jesús, conviene que repasemos la in­troducción que hace Lucas a dicho episodio. «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió al Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto» (Lucas 4:1, BJ). La palabra griega traducida como «era conducido» es égeto. El hecho de que el verbo esté en imperfecto pasado no sugiere que el Espíritu llevó a Jesús al desierto para que fuera tentado, como lo expresan varias versiones de la Bi­blia (RV95, DHH, NVJ), sino que el Espíritu lo conducía, lo guiaba, mientras Cristo era tentado en el mismo desierto. Es decir, el Espíritu orientaba a Jesús a fin de que el Señor pudiera encontrar una salida airosa para cada tentación. Así como Dios guió a Israel durante los cuarenta años que el pueblo estuvo deambulando por el desierto, de igual modo el Espíritu guiará a Jesús duran­te los cuarenta días de ayuno, oración y pruebas que pasará en el desierto. Cristo «fue hecho idóneo para el conflicto mediante la permanencia del Es­píritu Santo en él» (El Deseado de todas las gentes, cap. 12, p. 102).
Lucas dice que mientras Jesús «era conducido por el Espíritu», también «fue tentado por el diablo» (Lucas 4:2). Ser guiado por el Espíritu no impli­ca que ya no tengamos que luchar contra nuestro mortal enemigo. Precisa­mente, es la dirección provista por el Espíritu cuando estamos enfrascados en un conflicto cuerpo a cuerpo contra las fuerzas del mal lo que finalmen­te nos dará la victoria sobre los ardides satánicos.
Nunca hemos de suponer que un seguidor de Cristo, una vez bautizado, ya no tiene más conflictos espirituales o de otra índole. En su Homilía sobre Mateo 13, Juan Crisòstomo lo expresó de esta manera: «Como el Señor todo lo hacía para nuestra enseñanza, quiso también ser conducido al desierto y trabar allí un combate con el diablo, a fin de que los bautizados, si después de su bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por eso, como si no fuera de esperar».
La primera tentación: ¿Eres el Hijo de Dios?
Lo primero que el diablo intentó fue sembrar dudas respecto a la rela­ción filial entre lesús y el Padre. En el bautismo el Padre proclamó que Cristo era su Hijo. Pero si era su Hijo, ¿por qué lo entregaría a la muerte?
«Si eres Hijo de Dios…». ¿Necesitaba Jesús convertir las piedras en pan para saber que verdaderamente era el Hijo de Dios? Claro que no. De hacerlo habría caído en las redes de un juego endiablado. Jesús era Hijo de Dios por­que así lo había dicho el Padre. La palabra del Padre era más que suficiente.
La petición del tentador para que Jesús convirtiera la piedra en pan era una manera solapada de inducir a Cristo a independizarse de su Padre. En lugar de seguir un rumbo independentista Jesús confirmó su sumisión vo­luntaria al Padre al decir: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios» (Lucas 4:4). Aunque lo que está de moda es que cada cual firme su propia «declaración de independencia», en cuanto a la vida espiri­tual lo mejor será declarar nuestra total dependencia de Dios y de su Palabra. Así lo hizo Cristo, ¿acaso no haremos lo mismo?
La segunda tentación: ¿Quieres gloria?
En la segunda tentación el enemigo le ofrece a Jesús todos los reinos de la tierra. Aunque lo parezca, esta no es una oferta presuntuosa. El mismo Señor llamó a Satanás «el príncipe de este mundo» (Juan 12:31). Jesús podía con­vertirse en el nuevo emperador del planeta si tan solo rendía su adoración a Satanás. Es como si el diablo le dijera: «Mientras que tu Padre lo único que tiene para ti es una cruz, yo tengo para ti un reino. Deja a tu Padre y únete a mí. ¿No te parece que mi oferta es más atractiva?».
El diablo asegura que tiene «el poder y la gloria» de los reinos terrenales y con mucha jactancia declara: «Y a quien quiero la doy» (Lucas 4:5). Esto reve­la el carácter usurpador del enemigo de la humanidad. En Daniel 4: 32, se declara sin ambages que el «Altísimo tiene el dominio en el reino de los hom­bres, y lo da a quien él quiere». El diablo no tiene nada permanente que ofre­cer. Su gloria y su poder son efímeros, no resistirán la prueba del tiempo. Sí, el diablo ofrece «gloria» y «poder», pero nada de eso le pertenece.
«Vete de mí, Satanás» (Lucas 4:8), esa fue la respuesta de Jesús a los ofre­cimientos de grandeza mundanal y pasajera. Aceptar dicha propuesta, en lugar de darle poder más bien le habría quitado el poder que ya tenía. El Señor consiguió «pleno poder» en «el cielo y en la tierra» (Mateo 28: 18, LPH) al seguir al pie de la letra la voluntad de su Padre. El verdadero poder radica en adorar y servir a Dios. Si usted es de lo que procuran alcanzar la gloria, recuerde que ella solo se encuentra sometiendo nuestra vida ante el Señor de la gloria. La gloria de Cristo se manifestaría en la cruz del calvario, no en un trono terrenal.
Tercera tentación: ¿Quieres protección?
Una vez más Satanás quiere sembrar dudas en Jesús con respecto a su posición como Hijo de Dios. En las primeras dos tentaciones, Jesús arreme­tió contra el diablo usando las Escrituras (Lucas 4:4, 8); ahora Satanás usará esa misma Escritura para lanzar su ataque final: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, pues escrito está: «A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden», y «En las manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra»» (Lucas 4:9-11). Es decir, «si las palabras divinas que has estado citando para fundamentar tu rechazo a mis ofertas son tan fiables como dices, entonces échate abajo porque según ellas Dios te cuidará».
Satanás está citando el Salmo 91, uno de los salmos más conocidos de toda la Biblia; sin embargo, como lo hizo con Eva, el enemigo está tergiver­sando la Palabra para hacerla decir lo que no dice (Génesis 2:15-17; 3:2-5). Al citar el Salmo, el tentador asegura que los ángeles guardarán a Jesús, pero ha omi­tido una parte muy significativa. He aquí la versión original: «Pues a sus án­geles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos» (Salmo 91:11). Al no citar la frase «en todos tus caminos», probablemente Satanás «tenía el propósito de oscurecer el hecho de que tenemos derecho de reclamar el cui­dado protector de Dios solo cuando andamos por los caminos que Dios es­coge. Satanás bien sabía que cuando un hombre se aparta del camino estre­cho y recto, se aleja del terreno escogido por Dios y se coloca en la tierra he­chizada del enemigo».
¿Cuál era el camino de Cristo? La cruz. Si Jesús quería la protección del cielo, entonces tenía que seguir el camino que el cielo había elegido para él. Y eso fue lo que hizo. Y por su lealtad a Dios su victoria «fue tan completa como lo había sido el fracaso de Adán» (El Deseado de todas las gentes, cap. 13, p. 109).
Del mismo modo en que la derrota de Adán significó nuestra derrota, la victoria de Jesús también es nuestra victoria. «No podemos salvamos a noso­tros mismos del poder del tentador; él venció a la humanidad, y cuando nosotros tratamos de resistirle con nuestra propia fuerza caemos víctimas de sus designios; pero «torre fuerte es el nombre de Jehová: a él correrá el justo, y será levantado». Satanás tiembla y huye delante del alma más débil que busca refugio en ese nombre poderoso» (ibíd.)
Comentando el Salmo 60, Agustín de Hipona escribió: «Cristo era ten­tado por el diablo y en Cristo eras tentado tú, porque Cristo tomó tu carne y te dio salvación, tomó tu mortalidad y te dio su vida, tomó de ti las inju­rias y te dio los honores, y toma ahora tu tentación para darte la victoria. Si luimos tentados en Él, vencimos también al diablo en Él».
¿Qué haremos?
Volvamos al artículo de Bart Millard que mencioné en la introducción. Millard escribió: «Hice todo lo que la religión me dijo que hiciera durante mucho tiempo solo para terminar frustrado, mareado y hastiado. Yo no podía mantener el ritmo. No importa cuánto lo intentara, nunca era suficiente. Así que decidí dejarlo. Y lo hice». ¿Por qué? Porque la religión que había conoci­do Millard era radicalmente distinta a la que enseñaron Juan y Jesús. Millard comprendió que:

  1. La religión dice: «Entrega el 110%». La gracia dice: «Descansa en la obra completa de la cruz».
  2. La religión dice: «Ser bueno es el comienzo». La gracia dice: «Cristo crucificado es suficiente».
  3. La religión dice: «Hazlo bien». La gracia dice: «Estaré contigo cuando te equivoques».
  4. La religión dice: «Agrada a Dios». La gracia dice: «Confía en Dios».
  5. La religión dice: «Entrega más». La gracia dice: «Renuncia».

¿Qué prefiere usted? ¿Cumplir con los requisitos de la religión o ampa­rarse en la gracia de Cristo? Los judíos se apegaron a su religión y rechaza­ron el mensaje de gracia predicado tanto por Juan el Bautista como por Je­sús, y terminaron «frustrados, mareados y hastiados», ¿es eso lo que usted quiere?
Juan y Jesús nos llaman a proclamar «las buenas nuevas de salvación», ese evangelio que nos pone en contacto con Dios y con nuestros semejantes. Juan y Jesús nos proponen alcanzar la victoria no por lo que hagamos noso­tros, sino por lo que Dios haga en nosotros. Juan el Bautista y Jesús nos em­plazan a salir de la religión de nuestros propios caminos para que sigamos los caminos de Dios aunque estos terminen en la cruz.
La pregunta que hemos de responder es: y nosotros, ¿qué haremos? Una sabia decisión sería esta: ¡Abandonemos la religión raquítica basada en mé­ritos y aceptemos la gracia inmerecida!

Referencias
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